El general Augusto Pinochet quería ser un augusto general como lo había sido Franco y para eso hacía falta un golpe de Estado. A Franco se lo pusieron Juan March, Pío XII, Hitler y Mussolini. A Pinochet se lo brindaron esos señores tan serios de la CIA, algunos generales y unos cuantos empresarios del transporte. Esto me barruntaba yo este jueves en la Escuela de Comercio mientras Paco Erice, historiador comunista, presentaba en el acto organizado por Soldepaz los dos últimos libros de Mario Amorós, un gran periodista y biógrafo que vuelve a reeditar Salvador Allende, biografía política, semblanza humana y publica La vida es eterna, biografía de Víctor Jara.
Pinochet, cincuenta años del golpe, se encuentra en Chile con un paisaje de progreso, libertad y democracia, con un poema escrito desde el 27 en adelante por Pablo Neruda, con una canción novísima de Víctor Jara y un revolucionario democrático como Salvador Allende que había visto en el constitucionalismo una épica mayor que la que relampagueaba desde el fusil. Unas elecciones en Chile podían ser tan emocionantes como ver caminar a Fidel o al Che por un manglar. Aquellas de 1970 fueron su Sierra Leona. Víctor Jara, Pablo Neruda y Allende fueron los tres mosqueteros de la izquierda chilena, la esperanza socialista de América Latina y un faro para media Europa, entre los que observaba atentamente Carrillo y Berlinguer. Los textos de Gramsci se hacían solubles en la vía democrática de Chile.

A Mario Amorós lo conocí en las escuelas del PCE hace 20 años, cuando se celebraban en Coslada. Amorós se presentaba con videos, apuntes, notas. Venía con los documentales del director Patricio Guzmán, aquella magnífica trilogía del horror que articulaba el relato disperso del golpe que tuvo lugar en Chile el 11 de septiembre de 1973.
Amorós le ha dedicado una vida a las biografías de los demás y, particularmente a la de Salvador Allende. Hay hombres que atrapan vidas. Le sucedió a Ian Gibson con Lorca. A Robert Graves y a André Malraux con Lawrence de Arabia. De pronto, ciertas mujeres, ciertos hombres, te atrapan y terminan convertidos en una cartografía política del mundo que tras su muerte, se extiende a la geografía de otros pueblos y naciones, incluida la nuestra.

Tiene razón Paco Erice cuando afirma que, para nuestra desgracia, sólo comprendimos la grandeza de Allende, solo nos acordamos de la vía democrática al socialismo a partir del horror del golpe, como si aquel sólo hubiera tenido sentido cuando Allende apretó el gatillo. Lo cierto es que Pinochet y la CIA vinieron a interrumpir el festín. Tras el golpe de Estado, el caudillo perpetuó la represión con una espada de oro en la que parecía que nunca había sangre. La realidad es que el Estadio Nacional fue convertido en un légamo de espanto que sólo Garzón fue capaz de clarificar antes de que se muriese el dictador. Lo cierto es que el suicidio de Allende queda un relato y un legado que pronto sería asimilado en otras democracias.