Recordando a Daniel Moyano desde el afecto

La Universidad de Oviedo ha homenajeado este mes al narrador argentino, fallecido hace tres décadas, que residió varios años en Asturies

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Paquita Suárez Coalla
Paquita Suárez Coalla
Escritora en asturiano y en castellano, traductora y profesora en el Borough of Manhattan Community College, de la Universidad de la Ciudad de Nueva York.

Oí decir en una ocasión que una de las primeras cosas que se olvida de las personas que se han ido es la voz. Recuerdo incluso la angustia que sentía una amiga mía, no mucho tiempo después de fallecer su madre, al ser incapaz de reproducir mentalmente el timbre de voz con el que su madre hablaba. Tuvo que escuchar grabaciones suyas para recuperar todos aquellos sonidos que habían desaparecido de su memoria auditiva y corregir así los efectos de la erosión a que nos somete la ausencia material de las personas. A mí suelen desdibujárseme antes los rostros, y tengo que ayudarme de la fotografía para reconstruirlos, pero puedo reproducir con bastante facilidad la textura de las voces y la cadencia de la forma de hablar. Tal vez por esto, si algo resuena con claridad en mi mente cada vez que recuerdo a Daniel Moyano (1930-1992) es su voz, aquel torrente melodioso de voz con el que contaba la vida y con la que nos regaló durante los años que tuvimos la suerte de tenerlo en Oviedo sus innumerables historias.

Estábamos entonces a finales de los ochenta. En la universidad empezábamos a sentir fascinación por los autores de América Latina y la presencia de Daniel Moyano en esta ciudad llena de estudiantes de primera generación que llegábamos de todos los pueblos de Asturias era una presencia iluminadora, distinta, un auténtico lujo. Todo cuanto aprendíamos en las aulas acerca de literatura latinoamericana lo entendíamos mucho mejor cuando se lo escuchábamos a él, y toda nuestra información académica adquiría otra dimensión cuando nos dejábamos encandilar por este hombre para el que no creo que existiera una separación clara entre la realidad y la ficción, como tampoco la hubo entre la música y la literatura, expresiones artísticas que vivió siempre como un continuum. Daniel descifraba historias en la música y pobló su cuentos de sonidos con los que quiso explicar lo que le resultaba inexplicable y con los que trató de ordenar lo que carecía de orden.

Daniel Moyano era, ante todo, un contador de raza, un adicto a las palabras y una persona que no parecía entender la vida, o no la podía vivir, más allá del acto mismo de la fabulación.

El escritor argentino, en una entrevista en los estudios de Radio Nacional de España.

De las muchas memorias que guardo de este escritor cordobés, nacido en Buenos Aires y medio arraigado en La Rioja argentina, hay una que acude en primer lugar cuando lo recuerdo. Es un día de finales de mayo del año 90 y estamos en la casa de Virginia Gil en Colloto. Es posible que sea Martes de Campo, pero no estoy segura. Hay allí mucha gente de la que me acuerdo —Miguel Munárriz, Mariano Arias, los padres de Virginia, Cipri, Letizia, una amiga mía italiana que pasaba un año en Oviedo con un Erasmus– y otra de la que probablemente me he olvidado. Comemos, bebemos sidra, quisiera decir que hablamos de literatura aunque igual no, disfrutamos sobre todo del buen día que nos ha tocado y sacamos fotos. Veo a Daniel a una cierta distancia que se pone a cavar, junto a un árbol, en el jardín que Virginia y Cipri tienen delante de casa. Yo me aproximo a los que están cerca de él y lo observo. Y aunque está más bien callado, concentrado en lo que hace, Daniel dice algo que no voy a olvidar más: Cuanto más viejos nos hacemos, más necesidad tenemos de regresar a la tierra. Daniel tenía entonces sesenta años y le quedaban dos de vida. No puedo asegurar que haya sido una frase premonitoria, pero siempre que la recuerdo, mientras reproduzco mentalmente su voz, me pregunto si llegará el momento en que también yo sienta, como parecía sentirlo Daniel, ese llamado de la que será nuestra última morada.

Cierto es que la tierra, lo mismo para Daniel que para mí, es además el lugar que nos vio nacer y del que nos fuimos. No voy a comparar, porque nada tienen de comparables, las condiciones en las que Daniel se tuvo que ir a España en los 70, huyendo de la dictadura militar argentina, y aquellas en las que yo me fui a México y luego a Nueva York –cruzando en direcciones opuestas el Atlántico– a mediados de los 90. Pero, en algún punto, las consecuencias de ese corte que se produce con el espacio de los afectos cuando te tienes que ir –o cuando te vas– se dejan ver en la escritura. Daniel se quejaba con frecuencia de que recién llegado a España, privado como se sentía de los sonidos que alimentaban sus textos, no pudo seguir escribiendo como cuando vivía en La Rioja. Los archivos de Daniel Moyano confirman que él no dejaría de escribir nunca, que lo haría además en cualquier soporte físico que tuviera a mano, pero algo se tuvo que haber desgarrado poderosamente en el escritor para que, aún escribiendo, tuviera la percepción de que no lo hacía. Cuando Virginia Gil me invitó hace unos meses a participar en el homenaje que se le iba a hacer en la Universidad de Oviedo a Daniel Moyano (y que se celebró durante los días 6 y 7 de noviembre) empecé a releer, o a leer por primera vez, algunas de sus obras. Y mientras lo hacía descubrí que estaba buscando, con cierta obsesión, aquellas líneas en las que aparecieran esas marcas de desarraigo que pudieran explicar mi propia vivencia migratoria. No tardé en encontrarlas en el capítulo 4 de El trino del diablo, novela publicada en Buenos Aires en 1974, dos años antes de ese exilio de los Moyano para el que ya no hubo retorno. Se relata en este capítulo el momento en que los padres de Triclinio, protagonista de la obra, han tomado la decisión de morirse y aconsejan a su hijo que no deje nunca el lugar en el que nació: “No siendo de extrema necesidad –le dicen– no abandones tu tierra. Algún día pueden cambiar las cosas”. Y Triclinio se esfuerza por seguir su advertencia: “Iba a abandonar su tierra, pero resolvió hacer un nuevo intento para cumplir con las recomendaciones de su padre”, hasta que lo inevitable sucede y, como en la vida misma, Triclinio, que bien podría ser un Daniel que se anticipa a su propio destino, acaba yéndose, o teniendo que irse, y encarnando ese papel de extranjero en el que finalmente, como si esta fuese la única piel que se le ajusta al cuerpo, parece sentirse a gusto. “Ahora que no sabía dónde estaba se sentía en cierto modo más cómodo. No tenía ni casa ni familia ni presentimientos…” Vivir en un espacio que carece de densidad emocional, un lugar en el que al final del día duele menos la vida, o duele de otra manera, puede hasta llegar a ser reconfortante, sobre todo, cuando sabes que el regreso deseado se va haciendo imposible. Pero tal vez estoy hablando en primera persona.

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