Foucault y la República dependiente del Gobierno de mi casa

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Juan Pastor
Juan Pastor
Es psicólogo social, profesor de la Universidad de Oviedo/Uviéu y autor de "Michel Foucault. Caja de herramientas contra la dominación".

Ahora que empezamos a ver la luz al final del túnel (siempre hay luz al final del túnel, porque si no sería una cueva y no un túnel), quiero exponer mis miedos para el día después del confinamiento por el coronavirus. Lo que a continuación expongo no es ciencia sino, en todo caso, ciencia ficción, pues si algo está caracterizando todo esto que estamos viviendo es su novedad, con la incertidumbre y ambigüedad que las auténticas novedades conllevan. Ambigüedad e incertidumbre que son, acaso, las principales características de nuestra vida humana. Todo lo que habíamos planeado para esta Semana Santa, para este verano, para este año 2020 ha saltado por los aires y ya no sirve. Y no me parece mal que así sea, aunque eso genere miedos. Lo nuevo siempre da algo de miedo.

El primer miedo que tengo es una nueva biopolítica más allá de mi admirado Michel Foucault. No he dejado de preguntarme, a lo largo de esta cuarentena, qué pensaría Foucault si estuviese vivo, qué pensaría de este ejercicio de saberpoder médico, de esta biopolítica, de nuestro sometimiento. Como es bien sabido, Foucault nos habló de distintas instituciones modernas que nos sometían y nos disciplinaban: la cárcel, el hospital psiquiátrico (y el no psiquiátrico), la escuela o la fábrica. Pero ahora, en el siglo XXI, en una nueva vuelta de tuerca, aparece una nueva institución biopolítica postmoderna: nuestra casa. Desde nuestra casa trabajaremos, consumiremos, aprenderemos, protestaremos, nos entretendremos, nos relajaremos, nos comunicaremos, tendremos sexo seguro (seguro que tendremos sexo y, además, este será seguro). Bienvenido a la República Dependiente del Gobierno de Mi Casa. Nuestros teléfonos móviles y nuestras tarjetas de crédito servirán, ya lo hacen, para controlarnos, convirtiéndose en nuestros nuevos carceleros.

Campaña publicitaria de IKEA: “Bienvenido a la República independiente de tu casa”

Curioso esto del teletrabajo: ahora ya no sólo ponemos nuestra fuerza de trabajo sino, además, también los medios de producción: la oficina, la electricidad, la conexión a internet, el ordenador, el café… Por no hablar de que en nuestra casa ya no hay horario: podemos trabajar veinticuatro horas al día siete días a la semana doce meses al año.

Tengo miedo de una nueva distopía tecnológica, tengo miedo de contagiarme de coronavirus y perder mis derechos, pasar a ser seguido, vigilado, controlado por el Estado a través de mi teléfono móvil. Tengo miedo del nuevo capitalismo de Estado que viene, tengo miedo de que, a partir de ahora, todos nos volvamos un poco más chinos.

También tengo miedo al fin definitivo de la globalización, a la hegemonía definitiva de unas fronteras que ya hacía tiempo que habían vuelto a ponerse de moda. Pero las nuevas fronteras ya no estarán en Lesbos, Lampedusa o Calais sino en las puertas de nuestras casas. Bienvenidos a la República Dependiente del Gobierno de Mi Casa. O las mascarillas cuando salgamos de casa, pues ya ni el aire vamos a querer compartir. Ya no hablaremos de aguas territoriales sino de “aire territorial”.

Campaña de IKEA

Tengo mucho miedo de que se instale la desconfianza definitiva en el otro. Pero ahora el otro ya no es el migrante que viene a quitarnos nuestro puesto de trabajo; ahora el otro puede ser cualquiera, empezando por el vecino, pues cualquiera puede tener el virus, cualquiera puede ser el enemigo que nos contagie. El otro es un enemigo hasta que se demuestre lo contrario. Y no me quiero imaginar qué maneras vamos a desarrollar para demostrarlo. Tengo miedo de un nuevo periodo de desconfianza mutua en el que desconfiaremos del otro, que pasea el perro demasiado, que no pasea a sus hijos adecuadamente, que no actúa como debería, que está entrando en casa con alguien que no es su compañero de piso habitual. Tengo miedo de que este virus haya despertado el fascista interior que todos, como españoles que somos, llevamos dentro. Tengo miedo de que volvamos a una situación muy parecida a la de hace sesenta o setenta años, buscando al comunista, delatando al que no va a misa o al que pasea con alguien con el que no está casado. ¿Volverán los porteros a los edificios? No, que cobran un sueldo, mejor que todos seamos porteros. En realidad, y pensándolo bien, Foucault no ha quedado atrás, sigue vigente y es más necesario que nunca. Con el panóptico, Foucault planteaba que el disciplinamiento de la cárcel sería el modelo a seguir por toda nuestra sociedad disciplinaria. Simplemente se equivocó de cárcel; el modelo a seguir no es la cárcel modelo (panóptica) sino la UTE de Villabona: presos que vigilan presos, presos que cachean presos, presos que se chivan de otros presos.

Ocupación de una tienda de IKEA por activistas del movimiento V de Vivienda, Barcelona 2006.

Tengo miedo también de una militarización de la sociedad. Ya se ha militarizado el lenguaje, y todos somos ahora soldados que hemos de luchar contra el virus, ese enemigo interior que, como el judío o el comunista, vive entre nosotros. No me gusta que haya policías y militares en las calles, básicamente porque ellos tienen armas y poder, y nosotros no. Y, una vez que esta gente sale a la calle, le coge el gusto y no vuelven fácilmente a sus cuarteles. Los policías están muy creciditos últimamente, y eso me preocupa. ¡Si hasta creen que los aplausos de las ocho son para ellos! Ya vemos mucho, demasiado, a los policías; me temo que seguiremos viéndolos: vigilando las terrazas, vigilando la distancia social, vigilando cómo y con quién paseamos o a dónde vamos. En las primeras ruedas de prensa de nuestro presidente este aparecía rodeado de uniformes militares. El lenguaje ya se ha vuelto militar y fascista. Tengo miedo de que la sociedad también se vuelva militar y fascista. Me preocupa que vuelvan las botas militares y la ropa de camuflaje; me preocupa que ni libertad ni Foucault estén de moda.

Catálogo de IKEA de 2009.

Me preocupa, y con esto acabo, el nuevo sentido común que saldrá de todo esto. Me preocupa que valores franquistas, es decir, fascistas, que ya habíamos superado vuelvan a imponerse. Me preocupa el regreso de valores como el autoritarismo o la obediencia. Una cosa es que todos estemos obedeciendo, cada uno tenemos nuestras razones, y otra cosa, muy distinta, es que cuando todo esto acabe, la obediencia, responsable directa de que el pasado siglo veinte fuera el más sangriento de la historia, se quede entre nosotros. Cuando todo esto acabe hay que volver a desobedecer. La obediencia es mala, no es buena; no somos soldados disciplinados que obedecen órdenes de la autoridad que nos gobierna sino seres humanos libres y autónomos capaces de gobernarnos a nosotros mismos. Me preocupa, y mucho, que olvidemos esto.

Ronzón (Lena). Viernes 1 de Mayo de 2020.

Así acabé el artículo el viernes, primero de mayo de 2020. Pero han ocurrido cosas que debo contar. Al día siguiente, sábado, mi compañera de piso me llamó para decirme que en un grupo de apoyo mutuo que hay en telegram, y en el que ella está, había saltado la alerta de tres familias de Pola de Lena en situación desesperada (sin dinero, sin comida, con hijos pequeños). Media hora después la furgoneta del colectivo Escanda bajaba con 150 euros salidos de nuestros bolsillos para hacer tres compras básicas para cada una de las tres familias. Esto no saldrá en La Nueva España; pero si alguien de Lena lee estas páginas, que sepa que los okupas de Ronzón fuimos los primeros en reaccionar a esta emergencia. Dicho queda. Al día siguiente, domingo, día de la madre, ya eran nueve familias las que pedían ayuda. Esa tarde, diez mujeres de Lena creaban un grupo de whatsApp de Apoyo Mutuo. Esa noche, a las diez, me llamaban de Ayuntamiento de Pola de Lena, pues la noticia de las familias había corrido como la pólvora, llegando a la propia concejala. El ayuntamiento no daba crédito, no entendía cómo estaba sucediendo esto, era lo que faltaba, me dijeron, que alguien en Pola de Lena pasase hambre. Una hora después me volvían a llamar para explicármelo: las familias no habían pedido ayuda a los Servicios Sociales, y, claro, estos no tienen el poder de la adivinación; y no habían llamado por la sencilla razón de que no tenían “papeles”. Al día siguiente, lunes, estas mujeres recorrían Pola de Lena solicitando ayuda, empapelando los cristales de tiendas y farmacias con llamadas a la solidaridad. La respuesta de la ciudadanía lenense, admirable, no se hizo esperar.

No sé si volveré alguna vez a Pola de Lena; pero si no volviese, me quedo con esto: que el día de la madre del 2020, diez madres se movilizaron para a que ninguna madre de Pola de Lena le faltase comida para sus hijos.

“Palaciu de Rozón”, centro social ocupado de Lena, desalojado a principios de año.

Concluyo. El coronavirus nos está desnudando, está sacando fuera lo que teníamos dentro. El que tenía dentro un policía y un fascista (y un machista y un agresor), lo está sacando, y me alegro de que suceda, ahora ya no podrán seguir engañándonos. Pero, de igual manera, el virus también está sacando la madre que tenemos dentro, y las personas que eran buenas, solidarias y altruistas, con este virus se están mostrando aún más buenas, solidarias y altruistas. Y, si hay que poner ambas cosas en una balanza, yo coincido con Albert Camus, que, en el final de La Peste, nos

dice: En medio de los gritos que redoblaban su fuerza y su duración, que repercutían hasta el pie de la terraza, a medida que los ramilletes multicolores se elevaban en el cielo, el doctor Rieux decidió redactar la narración que aquí termina, por no ser de los que se callan, para testimoniar en favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los seres humanos más cosas dignas de admiración que de desprecio.

Que no se diga que no se puede ser foucaultiano y optimista a la vez.

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