El imperio después de Trump

Recomendados

Daniel Ripa
Daniel Ripa
Es psicólogo social y diputado de Podemos Asturies.

Ryszard Kapuscinski recorrió en varias etapas de su vida la Unión Soviética, especialmente aquellas repúblicas más alejadas de Moscú. Plasmó sus viajes en su libro Imperio. Su relato “Mañana se rebelará Bashkiria” es impactante: “En un país como la URSS existe un grupo de personas que están llamadas a pensar exclusivamente a escala imperial y, más amplia aún: global. [Si les preguntas] ¿Qué ocurre en Vorkutá? (…) Se mostrarán sorprendidas. ¿Qué importancia tiene? Por lo que allí ocurra ¡no se derrumbará el Imperio!. En los países del mundo pequeños y medianos no existe una capa correspondiente a ésta. Sus élites están ocupadas en sus problemas internos, en sus politiqueos locales, en su cerrado patio. En el Imperio, por el contrario, la clase gobernante (aunque a menudo también el pueblo) piensa en una escala del todo diferente”. Eso es un imperio. Y, como líder del otro gran país imperial, Trump no ha tenido solamente un proyecto para Estados Unidos, sino que lo tenía para todo el planeta.

Portada de la edición española de “El Imperio”

Pero volvamos atrás. Era 2016 y el mundo entraba en pánico. Sorpresivamente, Donald Trump se convertía en comandante en jefe de la primera potencia armamentística del mundo. Jefe de la diplomacia ¡desde twitter! y acceso al arsenal nuclear del Imperio. ¿Qué podía salir bien? 

Paradójicamente, Trump ha sido menos belicoso que sus cuatro anteriores predecesores (demócratas y republicanos). Normalizó relaciones con Corea del Norte y Afganistán (apostó por retirar las tropas de ese país), apoyó decididamente a Israel a la vez que impulsaba acuerdos con Arabia Saudí, se alejó de la Unión Europea, impulsó el lawfare en Latinoamérica (sin intervenir militarmente) y confrontó comercialmente con China. Pero no apretó el botón rojo ni abrió nuevos grandes conflictos militares. ¿Era pacifista? No. Simplemente, esa no era su guerra.

Paradójicamente, Trump ha sido menos belicoso que sus cuatro anteriores predecesores

¿Cuáles han sido entonces las guerras de Trump? ¿Acaso no tenía un proyecto imperial? Por supuesto que sí. Cumplió su palabra de patriotismo comercial (America first) e impulsó guerras comerciales (arancelarias) y tecnológicas por el 5G, principalmente con China, ocasionando una desestabilización de la economía europea y mundial. Pero su lucha no era contra un enemigo externo militar sino (con reminiscencias a los años 30) contra los enemigos internos. Apoyó movimientos anti-establishment en Europa y Latinoamérica cuyo objetivo era tomar el poder para defender a sus Estados del comunismo y los enemigos internos. Con diferente graduación, Abascal, Salvini, Orban, Johnson o Bolsonaro han compartido rasgos comunes con Trump en sus ataques a la inmigración irregular, la Unión Europea, sus posiciones ultra-religiosas o su estigmatización a los homosexuales (para Vox, por ejemplo, el enemigo interno han sido inmigrantes, catalanes, feministas y la izquierda). Defensa de la pureza étnica en el camino a “make great again” tu país. Vean la evolución: estos aliados de Trump eran, a excepción de Orban (a quien recibió Trump en plena campaña de las elecciones europeas), outsiders del poder en sus países hace 4 años y la política imperial pasaba por apoyar, con notables éxitos, la toma del poder de esos dirigentes en países que tradicionalmente habían sido aliados de Estados Unidos. Convertir el mundo en ‘trumpista’. Y ahora piensen: ¿hasta dónde habría llegado esta política en un segundo mandato de Trump?

The Old Joe y la Asturias de Michigan

Imaginen un territorio con pasado industrial, que ha sufrido reconversiones industriales, despidos masivos, deslocalizaciones, con alto nivel de paro y emigración juvenil y una sensación de abandono de las administraciones. Imaginen que es un territorio de fuerte implantación sindical y una tradición de voto de izquierdas. Ahora piensen que se produce una creciente desafección con los dirigentes (corruptos en algunos casos) que han representado a ese territorio durante décadas. Y que en un momento dado, un outsider, de derecha populista, se hace con la victoria atacando al establishment de ese territorio, tras la abstención (incluso cambio de voto) de una parte de los votantes tradicionales de la izquierda. No, no hablamos de la Asturies de 2011 y de la victoria de Álvarez Cascos, sino de los estados industriales del cinturón del óxido americano (Michigan, Pennsylvania, Wisconsin, entre otros). Ya es historia de la política estadounidense. En 2016, una importante parte de las bases demócratas, cansada de una candidata continuista, afín a Wall Street, se quedaba en sus casas, como había alertado meses antes el cineasta de Flint (Michigan) Michael Moore. Es cierto que Trump basó la campaña entonces en el ‘muro’ contra la inmigración ilegal, el negacionismo del cambio climático o un discurso ultra en lo religioso, pero su victoria no hubiera sido posible sin el apoyo de esos estados industriales a los que sedujo con propuestas proteccionistas en lo económico, como nuevos aranceles y una supuesta lucha contra las deslocalizaciones, etc… 

Y, ¿qué ha sucedido en 2020 en estos estados industriales? Lo mismo que en Asturies en 2012 tras la convocatoria electoral forzada por Cascos que llevó a la presidencia al Partido Socialista. Vuelta a la normalidad (¡mejor lo malo conocido!) en todos esos estados. No ha sido la única clave. The Old Joe ha sido el presidente más votado de la historia de Estados Unidos. Recibió más votos que Obama, pero con alivio más que ilusión, una desgraciada disyuntiva a la que se tiene que enfrentar reiteradamente la izquierda demócrata elección tras elección. 

Mantener la “elegibilidad” era el mantra: buscar un candidato que, sin ilusionar, no despertara rechazo en los sectores moderados

Mantener la “elegibilidad” era el mantra: buscar un candidato que, sin ilusionar, no despertara rechazo en los sectores moderados que podían movilizarse para sacar a Donald Trump del despacho oval. Y así ha sido. Trump superó sus votos de 2016 (más de 10 millones de votos más, el segundo candidato más votado de la historia), merced a un final de campaña electrizante y a unas bases enfervorecidas. Ilusionó. Pero también, como habían previsto los demócratas, generó una movilización histórica en su contra. 

La administración Biden es previsible en algunos aspectos: vuelve el establishment tradicional americano y una política exterior continuista con la de Obama. Un demócrata conservador, como lo define Branko Marcetic en un perfil de obligada lectura. Pero también hay alguna novedad destacable. El auge del movimiento feminista a nivel mundial desde 2016 (la Women’s March, el 8M, etc…) no se entiende sin la batalla cultural comenzada por las bases de la izquierda americana como reacción a Donald Trump. Seguirá. No es baladí la presencia de Kamala Harris como la primera vicepresidenta americana de la historia (la cuadratura del círculo: debía recoger voto femenino y de las minorías, mientras aseguraba una línea de sucesión continuista ante algún problema de salud del casi octogenario Biden). La coalición que apoyó a Biden recogió los apoyos ganados por el izquierdista Sanders, lo que la constituyó en la más diversa de la historia. Más presencia de las minorías y especialmente de clases trabajadoras latinas, más mujeres, y activistas de muy diversa índole, que es probable que se integren en la estructura del Partido Demócrata. El movimiento de Bernie Sanders no ganó pero está muy lejos de desaparecer: su comunicación directa, sus nuevos liderazgos en el Congreso como Ocasio Cortez y The Squad, su modelo de financiación electoral -basado en microdonaciones por Internet realizadas por amplias capas de las clases trabajadoras americanas- que genera independencia de los grandes donantes, o propuestas programáticas como la sanidad pública universal, el green new deal o la gratuidad de la educación universitaria llegan para quedarse.

Bernie Sanders y Alexandria Ocasio-Córtez.

Lawfare del cutre

Trump ha intentado, sin éxito, paralizar los recuentos y el voto por correo, mayoritariamente demócrata. Intentaba ganar en los juzgados lo que perdía en las urnas. Una estrategia, la del lawfare o guerra legal, que se ha desarrollado con éxito en Brasil contra Lula, en Bolivia contra Evo Morales (en Ecuador también, tras la salida de Correa de la presidencia), o que se intenta llevar a cabo en España contra Pablo Iglesias. El deep state, los resortes de poder del Estado más allá de las elecciones, se movilizan contra candidatos progresistas que cuentan con respaldo social. Demócratas como Bernie Sanders habían alertado de esta estrategia. ¿Qué podría fallar entonces?  Pues que, desgraciadamente para Trump, Biden es más candidato del régimen y de Wall Street que el ya ex presidente. Influencia que ha otorgado al demócrata cierta capacidad para influir en el sistema judicial, para movilizar apoyos empresariales y para contener a las televisiones americanas, que cortaron a Trump en directo. Por eso el lawfare de Trump alentará las teorías de la conspiración de sus acólitos pero ha tenido escaso recorrido judicial. 

La verdad está ahí fuera

Un imperio se constituye por su potencia militar (Estados Unidos gasta en Defensa más de un tercio del total mundial), su potencia económica, su poderío político y su capacidad de generar hegemonía cultural. Y aquí también jugó Trump la partida. Hagan memoria. En 2011, el mundo se sacudía por revoluciones ciudadanas: 15-M, revueltas árabes, Occupy Wall Street, Yosoy132, Geração à rasca… Redes de indignación y esperanza, como describía Manuel Castells a movimientos sociales que terminaron convirtiéndose en movimientos políticos. La irrupción de un cambio tecnológico provocó un cambio social en los modos de la relación de la ciudadanía y, posteriormente, un cambio político. Facebook pasaba de 100 a 1.500 millones de usuarios entre 2008 y 2014. Twitter pasó de 5 a 240 millones. Se popularizaba el uso intensivo de redes sociales para generar espacios de comunicación y movilización horizontal, al margen de partidos tradicionales y medios de comunicación, que se trasladaban al offline y generaban afectos y horizontes en las plazas, calles o mítines de campaña. Si hablas por redes sociales con personas que tienen los mismos problemas que tú, parece evidente que en poco tiempo vas a detectar las causas y los causantes de esos problemas.

Facebook pasó de 100 a 1.500 millones de usuarios entre 2008 y 2014

Parecía que todo iba bien, ¿no? ¿Qué sucedió entonces? Que estos movimientos mayoritariamente progresistas, poco a poco, encontraban la horma de su zapato con movimientos reaccionarios que utilizaban los metadatos y la comunicación de facebook, twitter o whatsapp en sus campañas. Trump en 2015 y 2016, la campaña del Brexit y el PP en el 2016, Vox, Salvini y Bolsonaro en 2018. Se rompía el monopolio de las redes sociales por los movimientos transformadores. La mano de los asesores de Trump (Steve Bannon y su Cambridge Analytica) está detrás de este cambio, el de una internacional nacional-populista-ultra-liberal. 

Pero, ¿cómo usar las redes sociales, que permiten la comunicación directa entre ‘los oprimidos’ sin la intermediación editorializante de los mass media, para que defiendan políticas contra sus propios intereses? Muy sencillo. Detectando los problemas, pero redirigiendo el odio y la indignación hacia causas que poco tienen que ver con las reales. Para ello, desde 2015 comienza a extenderse masivamente en Estados Unidos una estrategia de difusión de fake news y bulos, directos al corazón, que aumentan la confusión, pero también la indignación ciudadana. Dirigen el odio en función de los intereses de esas extremas derechas. Piensen en lo innovador de esto: Tradicionalmente, había medios de comunicación propiedad de grandes empresas y partidos financiados por esas mismas compañías que construían un relato que les beneficiaba. Conseguir eliminarlos de la ecuación de la comunicación y que el relato que tú construyes en diálogo con tus iguales siga beneficiando a esos intereses es algo de una extrema complejidad biopolítica.

Steve Bannon, estratega del primer Trump. Foto: wilkipedia.

Pero la cosa va más allá. Esta estrategia tecnológica y las fake news ha provocado un cambio social (psicológico) entre una parte significativa de la población mundial: la extensión del pensamiento conspiranoico. Un ejemplo, las mismas bases de Trump que, a pesar de los desmentidos, creían que Obama no había nacido en Estados Unidos, ahora creen fácilmente que hay una conspiración para robarle las elecciones protagonizada por pederastas y comunistas, que la pandemia es un invento chino o que no debes creer nada que te cuenten científicos, periodistas o académicos. En ese espacio, Donald Trump y las nuevas extremas derechas se van a manejar perfectamente.

¿Hay trumpismo sin Trump?

Los sectores ultra-conservadores siempre existieron en Estados Unidos y en el Partido Republicano (y muchas veces lideraron el partido), aunque a partir de 2008 lanzan una nueva ofensiva para la toma del poder. Primero, con la nominación de Sarah Palin como candidata a la vicepresidencia. Meses después, ya durante el mandato de Obama, con la creación del Tea Party, que impulsa candidatos con su agenda al Congreso, y con una radicalización de medios como Fox News. Pero sería en 2016 cuando Trump, apoyado en la alt right y la derecha religiosa, tomaría el poder. El movimiento ultra-conservador, religioso, xenófobo, nacionalista y conspiranoico que está detrás de Trump parece destinado a pervivir. ¿Es posible moderar de nuevo a las bases trumpistas? No parece sencillo. La pandemia fue un factor movilizador clave en estas elecciones, a favor y en contra de Trump. Las consecuencias económicas de la pandemia, el aislamiento y el individualismo, la mayor digitalización de la sociedad y la aún más rápida propagación de fake news abre un horizonte de incertidumbre. El caldo de cultivo para el trumpismo sin Trump sigue estando ahí. Pero hay una diferencia: ya no tendrán los resortes del imperio para difundir un proyecto global. Habrá trumpismo sin Trump, pero hoy están más débiles.

Actualidad