En la guerra de Flandes, o guerra de la independencia de los Países Bajos, los soldados de élite que luchaban en el bando de aquella España imperial de Felipe II tenían un estatus laboral que no difería mucho de lo que hoy llamaríamos falsos autónomos. Según las fuentes históricas, la soldadesca de los Tercios de Flandes debía financiar de su bolsillo incluso las materias primas para guerrear: el forraje de los caballos en el caso de la caballería y la munición de las armas en el caso de los arcabuceros de la infantería, que por tal motivo, obviamente, se cuidaban muy mucho de no disparar a todo lo que se moviera en las filas enemigas. Eso sí, en determinados lances bélicos la corona, en un arrebato de generosidad, les proveía de pólvora y entonces había barra libre a la hora de apretar el gatillo. De ahí viene la expresión «disparar con pólvora del rey», que ha llegado hasta nuestros días como sinónimo recurrente de gastar (malgastar) a manos llenas el dinero público.
“La rendición de Breda” (1634) de Diego Velazquez.
Precisamente con pólvora del rey parece ser que disparó el más campechano de los borbones los 65 millones de euros que hace nueve años acabaron en una cuenta bancaria de las Bahamas cuya titular era Corinna Larsen. Porque, sea cual sea la procedencia concreta de esa millonada, pocas dudas caben de que Juan Carlos I la amasó haciendo uso y abuso de su condición de jefe de Estado.
Los tercios de Flandes funcionaban como “Falsos autónomos”
Con la conmemoración del cuarenta aniversario del asalto a las Cortes por las cohortes de Antonio Tejero, hay periodistas y medios de comunicación juancarlistas (pocos quedan ya, son los últimos de Filipinas) o acérrimos monárquicos en general a los que se les ha presentado una ocasión estupenda para tratar de atenuar las críticas por el despiporre financiero del rey emérito. Al frente de esa campaña vuelve a estar el mantra machacón de que Juan Carlos I salvó el régimen parlamentario (uso esta perífrasis porque me cuesta llamarlo democracia cuando un rapero acaba de entrar en prisión por las letras de sus canciones). ¿Será verdad eso? Basta echarle un vistazo al mapa geopolítico continental y mundial de principios de la década de los 80 para llegar a una conclusión distinta: el rey y la monarquía se salvaron a sí mismos el 23F.
Unos pocos años antes, entre 1974 y 1975, se habían extinguido los tres últimos regímenes fascistas en Europa Occidental: el Estado Novo de Salazar en Portugal, la Dictadura de los Coroneles en Grecia y el régimen de Franco. En la década de los 80 las potencias de Europa Occidental ya no parecían dispuestas a aceptar dictaduras en el vecindario y los Estados Unidos, que las habían apoyado con mayor o menor entusiasmo desde los albores de la Guerra Fría, ya no las necesitaban, al menos no en Europa (sí en Centroamérica y Sudamérica, donde el presidente republicano Ronald Reagan blindó el apoyo a los regímenes de extrema derecha como complemento de la llamada Doctrina Reagan, que armaba y financiaba movimientos anticomunistas en medio mundo). Es bastante esclarecedor lo que contaba Felipe González en una entrevista publicada hace unos días en CTXT sobre un encuentro que mantuvo con Henry Kissinger unos meses antes de ganar las elecciones que lo convirtieron en presidente del Gobierno español: el ex secretario de Estado norteamericano le preguntó si los socialistas tenían intención de nacionalizar la banca y González lo tranquilizó diciendo que él no sólo no iba a nacionalizar sino que incluso tenía intención de privatizar empresas públicas. Lo dicho: los Estados Unidos ya no necesitaban ningún Franco ni ningún Milans del Bosch.
En el caso de que el rey hubiera dado su bendición al golpe de Estado del 23F y la asonada militar hubiera triunfado, ese triunfo podría haber resultado letal para la monarquía. Un régimen militar no sobreviviría mucho tiempo en el nuevo contexto internacional y a buen seguro Juan Carlos y su entorno tenían presente el recuerdo del abuelo del rey, Alfonso XIII, que hubo de abdicar y huir medio siglo antes, dejándole el paso libre a la República, por su anuencia con el régimen impuesto por otro golpista: Primo de Rivera. Abdicar y huir eran, posiblemente, verbos inconcebibles para Juan Carlos en 1981, pero la Historia a veces da vueltas de campana, y ya se ve dónde y cómo ha terminado el siniestrado conductor de la restauración monárquica.
Después de todo, la jugada del 23F le salió redonda a la casa real: el rey soltó su discurso solemne en televisión dándoles calabazas a Milans del Bosch, Tejero y Armada, y así se afianzó en la opinión pública española el síndrome de Estocolmo hacia esa regia institución que mantenía y que sigue manteniendo secuestrado el derecho de la ciudadanía a elegir jefe o jefa de Estado en las urnas. Y tal vez porque desde entonces los juancarlistas se dedicaron con fervorosa entrega a la causa de hacernos creer que a él le debemos la libertad y no sé cuántas cosas más, él mismo acabó creyéndose que tenía la libertad de cobrarse los servicios disparando con toda la pólvora del rey que le dio la gana.
Muy acertado, y muy cierto. Alguien debería haberle recordado ayer al “muy preparado” que no son las cortes el sitio adecuado para loar las acciones de un “presunto delincuente”, que ha huido del país. Con la anuencia del partido “degobierno”, de los dos que están en él.
¿Chapeau!