La villa de la muerte (y III): el “sometimiento por el terror”

Tercer y último artículo de una serie del historiador Pablo Sánchez dedicada a la prisión política de Celanova, en Ourense

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Redacción Nortes
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Jose Benito Buylla

El miedo era un puntal básico del Estado franquista. En la prisión ese miedo era constante: miedo al hambre, a la falta de libertad, a la muerte…

Al acabar la guerra, el racionamiento se impuso para todos los españoles, con pequeñas diferencias: las mujeres, los mayores de 60 años y los menores de 14 recibían menos porcentaje de comida que los hombres adultos. La prioridad quedaba clara. La comida de los presos también estaba racionada, pero hasta las cantidades prescritas eran muy superiores a las que realmente recibían. Según confesaba el director de la prisión de Celanova, durante la posguerra hubo ocasiones en las que el rancho de los reclusos se reducía a patatas con un poco de carne.

La acumulación, la mala alimentación y las malas condiciones higiénicas producían enfermedades, sobre todo del aparato respiratorio, que se saldaban a veces con resultado de muerte. La tuberculosis, una enfermedad casi anecdótica en 1936, repuntó a niveles desorbitados durante la guerra, tornándose endémica durante la primera década de posguerra. En la prisión de Celanova, el historiador Rodríguez Teijeiro contabilizó 84 muertes entre 1938 y 1943 por enfermedad o “accidente”, la mayoría debidas a la tuberculosis. Un estudio realizado con los datos de 15 prisiones cifra en más de 4000 los muertos en las prisiones a causa de la mala alimentación, enfermedad o maltrato durante los años 40. La mayoría entre 1940 y 1941.

“Los castigos oficiales apenas se diferenciaban del maltrato y de la tortura”

Al margen de las humillaciones “gratuitas” de los carceleros y de los disparos de los centinelas, los castigos oficiales apenas se diferenciaban del maltrato y de la tortura. En la Prisión Central de Celanova los castigos eran especialmente duros. Sin ir más lejos, en enero de 1940 dos presos fueron condenados a 20 días en una celda de castigo y 15 días de limpieza de retretes… por jugar al dominó.

La blasfemia era tratada como delito contra el Estado y tan penalizada como un intento de fuga. El reglamento establecía como castigo la incomunicación del penado hasta que se arrepintiera. En caso de reincidencia podía peligrar la concesión de beneficios como la libertad condicional o la reducción de condena. Sabiendo las consecuencias que acarreaba, no podemos más que comprender el sometimiento de los presos a estas normas e incluso la colaboración con las autoridades. Pero, también por ese motivo, son de destacar algunas actitudes contestatarias. En 1943, poco antes de su cierre, cuatro reclusos fueron trasladados a la prisión de Burgos: dos por manifestar públicamente que no aprenderían el catecismo “bajo ningún concepto” y otros dos por rechazar su puesta en libertad si para conseguirla tenían que examinarse de cultura religiosa. Eran considerados irrecuperables para la nueva España.

Las chicas de la villa se encargaban de atender las necesidades de los presos, lavarles la ropa o enviarles comida. Unas lo hacían voluntariamente y otras por necesidad económica, acordando un pago con los familiares por sus desvelos. En algunos casos, se llegaron a enamorar. Los fascistas no entendían que prefirieran a aquellos hombres privados de libertad y no las sedujeran sus lustrosos uniformes y su posición social. Se sabían impunes, y gritaban que les iban a cortar el pelo a las mujeres con el objetivo de desmoralizar a los reclusos.

“Permanentemente se le recordaba a los presos su condición de vencidos”

Permanentemente se le recordaba a los presos su condición de vencidos Especialmente, durante las festividades religiosas y las conmemoraciones patrióticas o mediante la celebración de concursos literarios. Pronto se idearán mecanismos para el adoctrinamiento de los presos y su aprovechamiento económico con pingües beneficios para el Estado y las empresas privadas.

La labor educativa se centrará sobre todo en los analfabetos, por considerarlos más permeables a la propaganda nacional-católica. El examen consistía, entre otras cosas, en la redacción de una humillante carta agradeciendo al Nuevo Estado la “educación” recibida. Por otro lado, el sistema de redención de penas por el trabajo empleaba a los reclusos en talleres o en la reconstrucción y reparación de obras públicas a cambio de un pequeño jornal del que, por encima, el Estado se quedaba una parte importante, teóricamente, para su mantenimiento. A cambio podían reducir unos pocos días de condena, pero para eso tenían que mostrarse “sumisos y arrepentidos”. Masones y comunistas eran empleados en batallones de trabajadores, pero no podían reducir condena.

Para aligerar el exceso de reclusos se recurrió a la libertad condicional, es decir, con condiciones. Frecuentemente, los “liberados” eran obligados a residir lejos de su residencia anterior, además de sufrir la continua y humillante vigilancia de las autoridades que podían devolverles a la prisión si lo consideraban oportuno. Encadenados a su pasado, nunca llegarán a ser verdaderamente libres.

Pablo Sánchez (Madrid, 1991). Historiador. Autor del libro Masonería y República en Celanova y de varios artículos de divulgación histórica. Desarrolla su actividad investigadora sobre la historia social y la memoria democrática. Ha colaborado con diversas asociaciones y periódicos.

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