Biógrafa de Verdi, Gauguin o las hermanas Brontë, exitosa y premiada escritora de ficción, guionista de cine, traductora, licenciada en historia del arte cuyo sueño no cumplido era trabajar en un museo, a Ángeles Caso (Xixón, 1959) se la sigue recordando, por encima de todo, como presentadora del telediario de Televisión Española en los años ochenta, una fama no deseada y que ha arrastrado toda su vida como un estigma. En un momento dado, lo dejó todo para consagrarse a la literatura, pasión mamada desde una infancia marcada por los regalos intelectuales de un padre catedrático, que a la Ángeles niña leía romances medievales y las aventuras de Odiseo y del Caballero de la Triste Figura. En 1993 publicó una biografía de la emperatriz Sissi y, desde entonces, algo más de una docena de títulos, además de numerosos cuentos y relatos publicados en ediciones colectivas. En 2009, ganó el Premio Planeta con “Contra el viento”; antes había sido finalista con “El peso de las sombras”. Progresista y feminista, imprime esa mirada en su obra, que también se compone de títulos como “Las olvidadas”, un rescate de mujeres creadoras brillantes olvidadas por la historia. En esta conversación repasa su vida, su infancia, su adolescencia y juventud en los años de la Movida, su paso por la televisión y su carrera literarua, y también comparte sus opiniones sobre algos asuntos espinosos, tales como el debate desatado en el seno del movimiento feminista en torno a la ley trans o la contaminación de la industria editorial contemporánea por perniciosas dinámicas extraliterarias.
UN PADRE INUSUAL
Comencemos por el principio en este repaso a tu vida y tu trayectoria. No naces en una casa normal, con unos padres corrientes, sino hija de José Miguel Caso, catedrático de literatura, que llegará a ser rector de la Universidad de Oviedo. Creces entre libros, e imagino que impregnándote de toda otra clase de vivencias culturales.
Sí. El neoliberalismo ha puesto de moda la idea de que cada uno se construye su propio destino; que cada uno tiene lo que se ha esforzado por tener. No es cierto, y yo soy una muestra de ello. Desde que naces, estás marcado. Naces en un rincón del mundo, en un momento histórico y en una determinada familia. Yo tuve en mi familia, en cómo en mi casa se cultivaba la cultura, el debate intelectual, el aprender, un privilegio no merecido; algo que me tocó, que no hice nada para merecer. Además, era una familia en la que había mucho cariño. Mi padre era un padre muy poco común para su época. Yo nací en el cincuenta y nueve, ya he cumplido sesenta y un años, y mi padre estuvo en mi parto. ¡Imagínate lo que era eso en aquel momento! Se empeñó en que él entraba en el quirófano; en que quería estar presente. Y luego, nos llevaba al parque los domingos, a los cuatro hermanos, para que mi madre pudiera descansar por la mañana. Cocinaba, también: mi padre le llevó toda la vida el desayuno a mi madre a la cama. ¡La gente lo criticaba! ¿Dónde se había visto a un catedrático de universidad haciendo aquellas cosas? Había gente incluso del entorno familiar a quien todo eso le parecía mal. Ahora parece ridículo, pero era así. Así que mi padre nos transmitió amores, pasiones, pero también principios, maneras de estar en la vida.
Como intelectua, tu padre se interesa por el siglo XVIII, muy maltratado por cierta historiografía tradicional, nacionalista. Era un siglo francés.
Él empieza interesándose por la Edad Media. Trabajó con don Ramón Menéndez Pidal en el Romancero, y era un buen medievalista, pero tuvo una experiencia que lo cambió, que fue una temporada de dos o tres años que pasó en la Universidad de Lyon. Allá se quedó deslumbrado con el Dieciocho, con la Ilustración. En Asturias, tenemos a Jovellanos, así que había allá un nexo de unión. Así que se puso a estudiarlo. Yo creo que papá, en ese sentido, fue un pionero. Efectivamente, el Dieciocho era un siglo del que nadie quería saber nada. Trabajarlo, además, desde el punto de vista de los ilustrados en pleno franquismo debía de ser, supongo viéndolo con la perspectiva del tiempo, bastante atrevido.
¿Tu padre era, podríamos decir, un liberal?
Sí. Yo sé que, de papá, hay mucha gente que piensa que era un hombre muy de derechas. Como fue rector justo al final del franquismo y al principio de la Transición, la gente ata esos cabos. Pero no es eso lo que a mí me transmitió nunca mi padre. Es más: lo que yo recuerdo de mi padre era que, habiendo votado al partido socialista en el ochenta y dos, se fue sintiendo cada vez más decepcionado con los socialistas.
Yo me figuraba, por ese interés en Jovellanos y la Ilustración, que era una especie de liberal de izquierdas; un progresista no revolucionario, pero partidario de la reforma democrática.
No, no era un revolucionario, aunque, ojo: nadie lee la poesía de Jovellanos, pero el Jovellanos joven tiene algún poema que te deja estupefacta. Hay uno contra la propiedad privada. ¡Contra la propiedad privada, un poema comunista! Y hay otros dos que a mí me impresionan: uno contra las corridas de toros y otro contra el maltrato de género. Cuenta que ha sido testigo de cómo un aristócrata, un conde o marqués o así, pegaba a su mujer, y lo denuncia. Yo creo que el Jovellanos joven tenía una mentalidad revolucionaria que probablemente se fuera calmando o suavizando con los años. Tampoco conozco su figura a fondo. Pero si miras lo que escribía al principio, o lo que hizo en Sevilla, su lucha contra la tortura cuando se va de magistrado allá, luchar contra la tortura en el siglo XVIII, sólo puedes concluir que, aunque luego lo hayamos hecho pasar por reformista, había mucho más que eso.
“El Jovellanos joven tenía una mentalidad mucho más revolucionaria”
Gente a la que dio clase y a quien yo conozco me ha venido a contar algo así de tu padre: era menos ruidosamente progre que otros, pero a la postre lo era de verdad allá donde otros lo eran de cara a la galería.
Es probable. Cuando murió, alguien escribió, no recuerdo quién fue, un artículo contando que las últimas veces que veía a Caso por la calle, siempre le decía: «¡Ay, lo que habéis acabado haciendo los que ibais de rojos!». Papá tuvo la evolución opuesta que otros: sin haber sido nunca un hombre de derechas, por lo menos por lo que yo recuerdo, sí que se fue haciendo más de izquierdas con el tiempo.
Estudias historia del arte. ¿Qué te lleva a ello?
Pues justamente el amor por la literatura, la naturaleza, la música y el arte que me transmitió mi padre. Nosotros hacíamos viajes a ver iglesias románicas, a ver museos… Con diez años recién cumplidos, el regalo de mi padre fue visitar el Prado; lo recuerdo muy nítidamente. Y bueno, había muchos libros de arte en casa, y a mí me gustaban mucho; me pasaba horas leyéndolos. También me gustaba mucho la arqueología, pero al final, con once o doce años, me decidí poir la historia del arte. Lo que no conseguí fue trabajar de ello. A mí me hubiera gustado mucho trabajar en un museo; ése era un poco mi sueño, pero cuando acabé la carrera, en el año ochenta y uno, el mundo de los museos era un mundo muy cerrado todavía. No se habían abierto los museos a la modernidad; seguían siendo instituciones un poco privadas, propiedad de quienes los dirigían. No había oposiciones. Unos poquitos años después, el momento ya era otro, pero yo no lo pillé, no pude.
Ángeles Caso. Foto: Celia Viada.
«FRANCO SE HABÍA MUERTO Y LA VIDA ERA UNA FIESTA»
En la Universidad haces música, teatro, danza…
Sí, sí. Me sorprende mucho cómo estiraba el día cuando era adolescente. ¡Daba para todo! Salía todas las noches. Desde que cumplí los dieciocho y puse un pie en la calle de noche, no volví a entrar en casa hasta los treinta y dos o treinta y tres. Y eso no me impedía estudiar, aprender idiomas y, sí, hacer teatro, danza… Pero es que cuando murió Franco, yo tenía dieciséis. Pillé todo ese momento de finales de los setenta y arranque de los ochenta, en el que había mucha emoción cultural.
La modernidad entrando a raudales en una España que se abría al mundo, ¿no es así?
Estábamos entusiasmados. Nos apetecía hacer de todo, y lo hacíamos. Conseguíamos apoyos para todo tipo de cosas, y para todo había público. Fue un momento realmente extraordinario. Yo estaba rodeada de gente maravillosa en todos los sentidos. En el grupo con el que yo me movía en Oviedo hubo gente importante: ahí estaba Nacho Martínez Navia-Osorio, que luego se murió el pobrecito, pero fue protagonista de Matador con Almodóvar; estaba Emilio Sagi; estaba Javier Escobar, que también se murió, pero fue muchos años el jefe de producción del Teatro Real; estaba Luis Antonio Suárez, el escenógrafo; estaba Juan Nebot, que también murió, un gran fotógrafo… Teníamos una pandilla con un entusiasmo creativo desbordante. Estábamos en crear; en crear música, teatro, danza, escribir, lo que fuera, pero crear. Germán Madroñero, que también murió… La verdad es que se ha ido mucha gente. Pero estuve muy bien acompañada en aquellos años.
Hubo un cierto reverso sombrío de aquel ansia por probar de todo y por entregarse a todo lo nuevo: la droga, que hizo estragos en tu generación. Fueron también los años del sida: Emilio Sagi habla en su libro de memorias conversadas con Alejandro Carantoña lo terrible que era ir viendo enfermar y morirse jovencísimos, de aquella enfermedad nueva y extraña, a amigos muy queridos. ¿Cómo viviste tú aquellas dos plagas generacionales?
Fíjate, a la droga estuve pegada todo el tiempo, pero nunca caí. Yo ni siquiera bebo alcohol. Fumo mucho, eso sí, pero nunca me gustaron las drogas, creo que justamente porque tengo miedo de que me sientan mal, pero también porque siempre supe pasármelo bien sin necesitar algo de fuera que me ayudara. A mí me gustaba mucho bailar, y yo, con ir a los bares donde había buena música, tenía suficiente; no necesitaba meterme nada para disfrutarlo. Pero vi a mucha gente caer en eso y perderse. De todos modos, para mí, personalmente, fue mucho peor el sida, que afectó a algunos de mis mejores amigos. La droga la viví, la vi, pero no afectó a gente muy cercana a mí. El sida sí, y fue tremendo, una experiencia aterradora. Ahora que la gente está tan escandalizada y espantada con lo que está pasando con el coronavirus —que es otro nivel de epidemia, claro está—, yo creo que los que conocimos el sida tan de cerca lo vivimos de un modo especial. Ya pasamos por algo parecido. Dos de mis mejores amigos se murieron de sida, y recuerdo el día en que me lo dijeron el uno y el otro en un momento en el que era una condena a muerte. Teníamos veintitantos años. Fue muy duro, muy duro, muy duro verlos irse con aquel dolor, sin saber qué había pasado, y con una sensación de injusticia tremenda. ¿Cómo es esto de que, porque has amado a alguien, o has tenido sexo y te has divertido, te tienes que morir en la flor de la vida? No era sólo morirse; era en qué condiciones. Con alguno de ellos estuve en el hospital tres o cuatro días antes de morir y es un recuerdo que no se me irá nunca de la cabeza.
“a la droga estuve pegada todo el tiempo, pero nunca caí”
En aquellos años, ¿te implicas políticamente de alguna manera?
No, yo nunca tuve una implicación política intensa. Primero, porque estaba más interesada, como te decía, en todo lo creativo y lo cultural. La política, evidentemente, me interesaba mucho, pero nunca encontré un ámbito político en el que me apeteciera estar. Mi implicación era real, pero desde la lejanía y a través de la acción cultural, creativa; del pensamiento, la escritura… En el feminismo sí que me empecé a implicar muy joven. También en el ecologismo cuando el ecologismo era una cosa que aquí no había ni llegado. Y por supuesto, tenía mis ideas; ideas de izquierda, de lo que yo considero izquierda. Pero evité la cercanía a los partidos. Había algo que no acababa de convencerme.
Germán Labrador habla de una generación bífida que, unida en un momento dado, se bifurca en los ochenta: hay una parte de ella que se dedica a la política, ocupa los altos cargos del PSOE triunfante de los ochenta y se convierte en aquello que se llamará la beautiful people, y otra que renuncia a ese camino, se mantiene en lo creativo y se enreda más en la droga. El mejor ejemplo lo ofrecen los Maragall: Pasqual acaba de alcalde de Barcelona y president de Cataluña; su hermano Pau, artista contracultural conocido como Pau Malvido, muere de sobredosis.
Sí, pero bueno, la cultura es otra manera de hacer política. Yo considero que con lo que he escrito, lo que he dicho, la voz que he alzado en favor de determinadas personas y cosas, he hecho tanta política como cualquiera que haya estado en la política de manera activa. No creo que mi vida no haya sido política, todo lo contrario: ha sido muy política, pero no formando parte de un partido.
Aquellos son los años de la Movida. Y sobre la Movida, hoy hay dos visiones distintas: la entusiasta de la edad de oro del pop español y la que la critica como una transgresión falsa; una rebeldía hedonista pero apolítica, al servicio de los intereses desmovilizadores del felipismo. La evolución en sentido conservador de muchos de aquellos artistas habla de ello. Tú, ¿qué opinas?
Yo la Movida la viví más en Oviedo. Cuando llegué a Madrid era finales del ochenta y cuatro, y yo creo que la Movida ya empezaba a estar un poco de capa caída. En Oviedo, como te decía, para nada éramos apolíticos. Estábamos dinamitando las bases de muchas cosas. Mis amigos y yo nos colábamos en la ópera. Te tenías que poner un vestido largo, claro; yo se los robaba a mi madre. También nos disfrazábamos con ropa del teatro. Si tú te ponías un vestido elegante, o los chicos un traje, nadie te pedía la entrada. Veíamos la ópera de pie y después nos íbamos a los bares más cutres de Oviedo a bailar y a reírnos. No éramos apolíticos. Dentro de nuestro grupo había feministas importantes. Estábamos metiendo cargas de profundidad en muchas cosas de la buena sociedad ovetense y del franquismo. Pero mira, cuando llegué a Madrid, recuerdo una experiencia que me dejó desolada, que fue que salimos de presentar un telediario los tres presentadores —el chico que lo hacía conmigo, no voy a dar su nombre, el presentador de deportes y yo— y nos fuimos a uno de los bares más guays de la Movida, y no nos dejaron entrar porque ellos iban con traje y corbata. Se me cayó el mundo encima: ¿no nos dejan entrar porque vamos demasiado bien vestidos? Es posible que sí que se jugara a un juego muy banal, muy superficial, que haga que no sea sorprendente que mucha de aquella gente, que en el fondo venía de círculos de privilegio, del pijerío de Madrid, acabara siendo de derechas. Pero yo en Oviedo no lo viví así.
Se ha dicho a veces que las Movidas verdaderamente interesantes eran las provinciales: la viguesa, por ejemplo.
Sí. Fíjate lo que fue en Oviedo la Santa Sebe. Y la Santa éramos nosotros. Yo no era socia, pero eran mis amigos, mi pandi. Y yo creo que sí había una transgresión real en todo aquello. Además, creo que después todos o casi todos hemos sido muy consecuentes. Nos hemos aburguesado muy poco.
De todas maneras, aquella transgresión, ¿no era menos contra el Estado que contra la política en general, y muchas veces contra la generación anterior de los cantautores, despreciados como gente demasiado seria, demasiado solemne?
Sí, bueno, eso sí lo recuerdo. Es una cosa generacional. Yo no me sentía representada, estéticamente digamos, por los cantautores, o, simplificando mucho, por la generación de los que iban vestidos con pantalones y chaquetas de pana. No sé por qué, pero era así. No la desprecio, seguramente la desprecié más cuando era joven, pero ahora no. A veces oigo alguna cosa y me emociona, porque me trae recuerdos de gente, de cosas que pasaron entonces y ya no pasan o parece que no pasan. Pero sí que había un rechazo que era el rechazo a los hermanos mayores; a los que tenían veinticinco años o así cuando tú tenías dieciséis o diecisiete. Pero sigo pensando que nuestro compromiso, el de la gente con la que yo viví todo aquello al menos, era muy real, y creo que lo hemos ido demostrando a lo largo del tiempo.
¿Se puede decir que, frente a aquello de el futuro ya está aquí, celebrémoslo, bailemos, ya no hay nada que protestar, vosotros entendíais que sí quedaban cosas por las que protestar?
Bueno, no sé. Un poco sí que teníamos esa sensación. Al menos el puro momento explosivo de los años ochenta, ochenta y uno, ochenta y dos, sí que lo vivimos como un momento de fiesta. Recuerdo escuchar aquella canción de Alaska y Dinarama, «horror en el hipermercado, terror en el ultramarinos» y decir: «¡Guau! Por fin hay alguien que no canta el rollo de siempre», ¿sabes? Una vez me dijo Vázquez Montalbán hablando de esto, del Oviedo que yo había vivido, de quiénes eran mis amigos, que nosotros descubrimos que el cuerpo y los placeres del cuerpo eran muy importantes. Es verdad. Descubrimos que bailar era lo más; que no hay nada como bailar. Descubrimos, aunque no fuera mi caso, pero mucha gente lo descubrió, que la droga era una experiencia fundamental; en algunos casos, tan fundamenta que no salieron de ahí. Descubrimos que el sexo era algo maravilloso, no algo pecaminoso, como nos habían contado. Esa sensación del poder de tu propio cuerpo y de todo lo sensual, de todo lo que fuera oír, ver, tocar, oler, bailar, celebrar, era muy importante para nosotros y puede que en algún momento pensáramos que ya no había nada por lo que pelear. Desde luego, si lo pensamos, duró poco. Pero seguramente lo pensábamos. Franco se había muerto y la vida era una fiesta.
«LLEGABA A MI CASA TODAS LAS NOCHES Y LLORABA MUCHO. HABÍA UN ABISMO ENTRE LO QUE LOS DEMÁS VEÍAN DE MÍ Y LO QUE YO SENTÍA POR DENTRO»
¿Cómo llegas a la televisión?
De una manera absurda. Yo llevaba tres años dando vueltas. Había acabado la carrera, buscaba trabajo, hacía cositas, trabajaba como traductora, me iba fuera de España algún tiempo, hacía algunas cosas, volvía… No acababa de encontrar mi sitio. Cuando ahora hablan de la gente joven que no encuentra trabajo, lo entiendo, porque yo sentí esa desesperación. Tenía veinticuatro años, seguía viviendo en casa de mis padres y a costa de ellos, salvo de vez en cuando que tenía un poquito de dinero y podía hacer algo por mi cuenta, y un día, como había hecho teatro, cine, danza, música, estas cosas, alguien me avisó de que hacían unas pruebas para buscar una presentadora para el programa de Televisión Española en Asturias, Panorama regional. Yo dije que no me interesaba, pero me insistieron: «¿qué mas te da?». En Oviedo nos conocíamos todos, y me sentí un poco presionada. Fui sin ningún interés, me senté en el plató, dije tres tonterías, me preguntaron no sé qué, pasé de todo y, cuando terminó la prueba, me largué por ahí de risas, ta feliz. Lo más lejos de mi voluntad era trabajar en televisión. La sorpresa fue que, cuando llego a casa a la hora equis, me dicen: «Oye, te han estado llamando, que te quieren contratar, que si vas mañana, te contratan». Me vi en la cosa de decir: joder, yo no quiero hacer este trabajo, pero claro, ¡es un trabajo, y un sueldo! Y estoy sin trabajo: no me puedo permitir decir que no. Voy a tener que decir que sí. Es un curro. Lo que yo no veía en aquel momento eran las consecuencias que eso iba a tener. Veía que era un curro que no me interesaba en un territorio que no tenía nada que ver conmigo. Yo era una hippy; andaba desastrada. En mi casa me decían: «¡Eres la que peor se viste de Oviedo!». No me había maquillado nunca, no había ido nunca a la peluquería. Maquillarme, vestirme, peinarme, no tenía nada que ver conmigo. Pero firmé el contrato y empecé. Y a los pocos días, me fui dando cuenta de las consecuencias que eso tenía en mi vida privada. Yo seguía haciendo mi vida normal, pero una noche, al segundo o tercer día, estaba en un bar con los amigos y tuve un mal rollo con una tía que vino a por mí. Estaba un poco pasada y empezó a decirme cosas desagradables. También me di cuenta de que la gente me miraba por la calle y cuchicheaba. Había destrozado mi vida privada.
Después, das el salto a Madrid. Presentas el telediario. Todavía ahora, ser presentadora de un telediario te haría conocida, pero entonces, en los tiempos de la cadena única, te hacía poco menos que la persona más famosa de España.
Yo estuve unos meses en Oviedo con la idea de irme enseguida, en cuanto encontrara otro trabajo, porque, claro, no vas a dejar un trabajo si no tienes otra cosa. Entonces me llamaron para irme a presentar el telediario y dije que no. Me insistieron dos o tres veces, cada vez me iban ofreciendo más dinero, yo decía que no, que no y que no y al final hubo un día en que me sentí muy presionada por los jefes y por mi entorno. Todo el mundo me decía: «Pero ¿cómo no vas a ir? ¡Tienes que hacerlo! Si no te gusta, lo dejas». Pero no es verdad. Es un camino que tiene muy difícil vuelta atrás. Yo, de hecho, lo dejé enseguida: el tiempo que estuve en Asturias y el que estuve en Madrid no llegó a los tres años, y hace treinta y muchos que lo dejé, en el ochenta y seis, hace treinta y cinco años. Sin embargo, la gente todavía piensa que estuve media vida o más y que fue antes de ayer. Yo, aunque nadie me crea cuando lo digo, si volviera a nacer, no trabajaría en la televisión. Me he arrepentido toda mi vida. Le debo muchas cosas, claro que sí. Primero, que me gané la vida con eso una temporada; segundo, muchos amigos y amigas maravillosos, que lo siguen siendo a día de hoy. Seguramente me abrió muchas puertas que no se me hubieran abierto de otra manera, o habría costado mucho más abrirlas. Pero aun así, poniendo todo eso en un plato de la balanza y en el otro lo que pagué, la pérdida del anonimato, mi conclusión es que no lo volvería a hacer. Siempre me he arrepentido y me sigo arrepintiendo.
¿Qué rescatas de bueno, además de lo que acabas de comentar? ¿Fue interesante como experiencia de otro modo?
Bueno, interesante, pero no creo que para bien, el poder; estar cerca del cogollo del poder, lo que vi y lo que oí. Yo era muy inocente: tenía veinticuatro años, lo cual, si lo piensas, es increíble. ¿Qué hacían poniendo a una chica de veinticuatro años, que ni siquiera era periodista, a presentar un telediario? No tiene ni pies, ni cabeza. Pero fueron ellos, no yo. Ya digo: ves lo que gira en torno al poder; lo que sigue girando, porque me temo que hoy no es muy diferente de entonces. Vi mucho cinismo.
Aquel poder no era cualquiera, sino el felipismo en toda su gloria.
Vi muchos intereses personales y de partido disfrazarse de intereses generales, sociales. Mucha ambición puramente personal, también: algo que no es criticable en sí, pero lo es cuando se vuelve más poderoso que cualquier otro principio ético. En ese sentido, la televisión fue una buena experiencia para mí, porque me sirvió para confirmar lo que yo era y mi propia actitud de mantenerme lo más lejos posible de todo aquello. Pero también fue una experiencia triste, porque te vuelve muy descreída respecto a muchas cosas. Vi hipocresía y ambició desmesurada, pero sobre todo cinismo.
“Vi muchos intereses personales y de partido disfrazarse de intereses generales, sociales”
Cuando lo dejas, ¿lo dejas por algo concreto que sucede y te hace decir «hasta aquí»? ¿O simplemente te fuiste en cuanto pudiste?
No, mi idea era, en cuanto pueda, me voy, me voy, me voy. Pero, por usar una metáfora nada excepcional, una vez tú te subes a un tren, a un ave en marcha, bajarte es muy difícil. No me dejaban. El caso es que yo tenía un contrato de tres años, y en un momento dado conseguí dejar la pantalla y estar en la redacción, que era lo que me gustaba. Hacía cultura e institucionales. Viajaba con los reyes; hacía cosas de Casa Real. Las dos cosas eran muy entretenidas, y estaba muy contenta. Pero se me acababa el contrato. La directora general era Pilar Miró. Esto no lo he contado nunca, pero ahora lo voy a contar. Uno de los directores de informativos, con quien tenía muy buena relación, me preguntó: «¿Tú quieres seguir?». Le dije: «Yo quiero seguir, pero quiero seguir la redacción». Me dijo: «Vamos a ver a Pilar», y fuimos a Prado del Rey, al despacho de Pilar Miró. Y Pilar Miró fue muy clara: yo sólo te renuevo el contrato para que vuelvas a hacer pantalla; si no, no te lo renuevo. Y le dije: «Pues no, no me lo renueves, porque no voy a hacer pantalla». Y con las mismas me fui. Me quedaba un mes de contrato y, afortunadamente, entre medias me había salido un trabajo en la radio. Ya digo que la televisión me abrió muchas puertas, no lo puedo negar. Me abrió la de la radio, que sí es otra cosa; un medio que me gusta mucho y en el que de hecho sigo. La pantalla me hubiera costado una enfermedad. Sufría muchísimo; llegaba a mi casa todas las noches y lloraba mucho. Había un abismo entre lo que los demás veían de mí y lo que yo sentía por dentro, y ese abismo me estaba enfermando. Era muy desdichada. No quería maquillarme, peinarme, vestirme, no quería decir las cosas que tenía que decir, no quería que me mirasen por la calle. Es difícil de entender, lo sé. Yo conozco gente que, cuando les han sacado de la pantalla, se han puesto enfermos. A mí me pasaba lo contrario.
«EN QUE CUALQUIERA PUEDA DECIR SIN MÁS “YO SOY MUJER”, HAY ALGO QUE ME RECHINA, PERO TAL VEZ SUPURE POR LA HERIDA Y ESO ME IMPIDA VER LA HERIDA DE OTROS»
En todos estos años —los ochenta, los noventa—, ¿cómo vives la causa feminista; cómo te implicas en ella?
Como te decía antes, en aquel grupo que teníamos en Oviedo había unas cuantas feministas mayores que yo, que siguen siendo mujeres muy poderosas a día de hoy como feministas y como seres humanos. Estaba Teresa Meana, estaba Begoña Fernández, que se murió hace unos meses y a quien acabamos de hacer un homenaje, estaba María José Olay… Ellas eran las tres más cercanas; yo empecé a darme cuenta de que el feminismo era algo que todavía hacía falta con ellas. Yo era una pinina de dieciséis, diecisiete, dieciocho años que, además, se había criado en un ambiente muy privilegiado tanto por mi casa como por la gente que me rodeaba, en el que parecía que todo ya estaba hecho. Estaba engañada, por supuesto: ésa no era la realidad. En cuanto salí de ahí y empecé a trabajar y a darme cuenta de cómo te tratan los tíos —y también algunas tías, que las había y las sigue habiendo, pero sobre todo muchos hombres— por el simple hecho de llevar el pelo largo y ser chica y no ir cagándote en todo por la vida, sino con una actitud cortés y educada; de cómo eso se presta a muchísimos abusos; a medida que fui viviendo cosas terribles que me pasaban y pasaban en mi entorno, fui profundizando más en lo que mis hermanas mayores me habían enseñado. Lo que pasa es que sí es verdad, y tengo que reconocerlo, y seguramente acusarme de ello, que he sido demasiado individualista. Nunca he estado en ningún colectivo y no sé por qué. Creo que es algo que tiene que ver con mi carácter. Sí he estado en colectivos ecologistas, pero, por alguna razón, nunca ingresé en uno feminista. Lo que sí he sido es una compañera de camino. He aprendido mucho de ellas, de las que de verdad dieron el callo. Yo lo he dado de alguna forma a través de muchas de las cosas que he escrito y de mi comportamiento en la vida, pero en la calle no me he peleado tanto como otras muchas; las mayores, las de mi edad y también las más jóvenes que están ahí peleando ahora. Yo era una feminista rara, porque era feminista, pero era muy femenina. Y mucha gente no lo entendía. Se suponía que ser feminista era ser bollera, o ser muy marimacho, que era lo típico que se decía. Había una serie de estereotipos que se aplicaban a las feministas y que yo no cumplía. Y entonces me preguntaban: «¿Cómo una chica tan chica como tú dice que es feminista?». A mí, hasta hace igual diez años, me han preguntado, en entrevistas, si era feminista con miedo: «Perdone que le haga esta pregunta…». Como diciendo: «No la quiero insultar, ¿eh?».
Ahora quizás suceda lo contrario. Hay que decir que se es feminista, y muchas veces no se es, pero se dice que se es.
Ah, por supuesto. Eso también pasaba antes. Tengo alguna experiencia de ésas de conocer a alguna persona que va de feminista y en su vida es exactamente lo opuesto para reír o para llorar.
El purplewashing, que dicen. Un marketing, empresarial o personal, por el que se da un barniz feminista a lo que en el fondo no lo es.
Con eso hay que tener cuidado, sí. A veces la gente lo hace con buena intención, pero hay que estar alerta. Aun así, yo creo que es bueno que ya nadie te pregunte con miedo si eres feminista.
Del auge feminista de los últimos años, ¿crees que está dejando verdadera huella en las relaciones interpersonales y la estructura social, o que se trata de un suflé muy aparente pero que no está generando cambios reales?
A ver, seguro que hay mucho de espuma, de decoración, de esnobismo, claro que sí, como lo hay en la ecología, que es otra de esas cosas que quienes estamos ahí desde siempre sabemos cómo ha ido cambiando en su aceptación social y la actitud mayoritaria hacia ella. Pero siempre hay una parte que es sólida y que cala. Y si para que una parte se solidifique hace falta espuma alrededor, pues aceptemos la espuma. Más tarde volverá a haber más espuma y otra parte volverá a solidificar. Si hace falta que algunos se hagan pasar por lo que no son para que otros se hagan de verdad eso, aceptémoslo.
Te quiero preguntar por un tema espinoso: el cisco que hay montado, en el seno del movimiento feminista, en torno a la ley trans, con sectores a favor y en contra muy enfrentados y con posiciones cada vez más enconadas. Tú, ¿cómo asistes a estos debates?
Es muy espinoso, sí… Yo creo que ahí hay algo generacional. Lo veo con mi hija, que va a cumplir treinta años y lo tiene clarísimo. Yo no lo tengo tan claro. No quiero hacer un discurso que se pueda interpretar como transfóbico (que ésa es otra: cualquier cosa que digas, ya te están llamando transfóbica…), pero yo tengo un problema con la definición de género. Lo reconozco. En que cualquiera pueda decir sin más «yo soy mujer», a mí hay algo que me rechina. Nos ha costado tantísimo llegar hasta aquí, que nos ha costado tanto poner en la pancarta «yo soy mujer y me siento orgullosísima de serlo», que tal vez eso haga que nos cueste ver que también hay otras personas a las que les ha costado mucho y que tienen el mismo derecho que nosotras. Asumo que seguramente estoy equivocada en mi sensación. Pero la tengo.
Yo percibo en muchas mujeres de una determinada generación, que han vivido en todo su horror lo que significaba ser mujer cuando no significaba nada bueno, una especie de recelo ante los trans basado en la creencia de que nadie en su sano juicio querría ser mujer.
Claro, ésa es la historia. Llevamos una historia de tanto horror, de tanta sumisión, de tanta tortura psicológica y física a nuestras espaldas, durante siglos y siglos, más la que hemos vivido nosotras personalmente, que hace que algo aquí nos cuadre. Pero yo, luego, escucho la visión de mi hija, y de otras mujeres jóvenes, y de algunas mujeres trans inteligentes y preparadas, que te lo explican de otra manera, y pienso que quizás nosotros estemos equivocadas, supurando por la herida y eso impidiéndonos ver la herida de otras. Tal vez sea así. Pero es un tema complicado. No es nada banal; remueve cosas muy profundas. Lo sé porque lo percibo en mí misma. Quizás alguna psiquiatra o psicóloga o socióloga o psicóloga social debería explicarnos en algún momento qué nos ha pasado con este tema. Algo nos pasa. Además, está pasando aquí, pero también está pasando en otros lugares; en el Reino Unido, por ejemplo. En todos los países ha nacido esta reacción espontánea que probablemente no hayamos pensado o madurado mucho: ¿porque tú lo digas eres mujer? ¿Y todo lo que yo he aguantado?
Percibo también en todo esto una versión feminista de algo que pasó con el 15-M: cuando se pedía «democracia real ya», la generación que vivió la dictadura sacaba las uñas y decía «oiga, que yo he corrido delante de los grises, ¿cómo que esto no es una democracia real?».
Bueno, pero a mí esta gente que se ha llenado tanto la boca con la Constitución del setenta y ocho y la democracia y la Transición… Vamos a ver, sólo faltaba que no hubiera sido así; que después de morirse Franco tranquilamente en la camita de un hospital, cuarenta años después de haber empezado su maldito reinado, no hubiera llegado la democracia a este país europeo, inmerso en un continente en el que la democracia es el biberón del que mamamos todos. Yo, cuando me dicen estas cosas, digo: vamos a ver, ¿os creéis que el mundo que nos rodeaba, los países, la Comunidad Internacional, hubiera permitido que España no caminara hacia ahí? No me entra en la cabeza. Era inevitable. Pero esta democracia está muy lejos de ser perfecta. Lamentablemente, tiene muchísimas fallas. El Estado en general tiene cimientos franquistas que perduran, y creo que si miras lo que pasa a tu alrededor sin prejuicios de partido —porque uno de los problemas que tiene España es que aquí no somos votantes o militantes, sino hooligans de los partidos, e incluyo en esto a los nuevos partidos—, te das cuenta de que los que tanto se llenan la boca con la Constitución del setenta y ocho son los que más se burlan de ella. A mí eso hay veces que me subleva muchísimo. Yo hice hace algunos años el esfuerzo de leer la Constitución, que no es ningún ejercicio para pasar un rato agradable. Fue justo en el momento 15-M y cuando surgió Podemos. Cuando lees la Constitución, se te cae el alma a los pies, porque ves que en muchos casos, escrita poco después de la muerte de Franco y cuando se venía de vivir todo lo que se había vivido, es modernísima, pero en muchas cosas fundamentales no sólo no se ha cumplido, sino que se ha incumplido a rajatabla, a conciencia. No está tan mal la Constitución, pero nadie se preocupa por cumplirla. Sólo se preocupan por ella cuando les interesa, cuando viene bien a sus intereses.
“No está tan mal la Constitución, pero nadie se preocupa por cumplirla”
¿Y no hay paralelismos entre la arrogancia de esa generación, su idea de constituir una aristocracia del dolor que, puesto que conoció la noche de los tiempos, tiene autoridad moral para decidir cómo son las cosas e imponérselo a los jóvenes, y la de las feministas mayores enemigas de la ley trans para con las más jóvenes y protrans? «Yo, que aborté cuando se abortaba en Londres o con una percha, sé lo que es ser mujer, y tú, que te has criado entre algodones, no sabes nada, y mejor te callas y escuchas».
¿Sabes qué pasa? Que yo ni corrí delante de los grises, ni tuve que ir a abortar cuando estaba prohibido. Estoy justo en la bisagra. Cuando murió Franco, tenía dieciséis. Era muy joven para haber hecho determinadas cosas. Sí las viví, porque mi instituto, que era el femenino de Oviedo, estaba al lado de la Facultad de Geológicas, y allí pasaban muchas cosas y las compartíamos. Íbamos mucho al bar de Geológicas y a movidas, a charlas que había. Veíamos cosas. Pero no estábamos metidas. Éramos muy crías. Los grises me pillaron de refilón y el aborto ilegal también. Así que no tengo esa querencia. Que es absurdo, porque, al final, las peleas generacionales son tan viejas como la propia existencia humana. Te las encuentras en textos griegos del siglo V antes de Cristo: «los jóvenes de ahora están muy maleducados, son unos sinvergüenzas, no hacen nada por la patria, por la polis por la que nosotros nos sacrificamos». Es un discurso permanente desde que existe la organización social humana. Y es un discurso absurdo, porque normalmente no tienen la razón total ni los unos, ni los otros. Los jóvenes creen que lo saben todo y no lo saben todo, pero los mayores tampoco. Por mucho que hayan vivido, hay muchísimas cosas que no sabemos, y vuelvo a incluirme. Estaría bien que se contase con la gente mayor, creo que es una experiencia buena, pero también entiendo que la gente mayor se vuelve retorcida, cínica, desconfiada, egoísta… Entiendo el rechazo que a veces genera todo eso en jóvenes que todavía creen en proyectos colectivos. Yo, si le tengo que dar la razón a alguien, se la suelo dar a los jóvenes.
“Los grises me pillaron de refilón y el aborto ilegal también”
«LA INDUSTRIA DEL LIBRO, TAL Y COMO ESTÁ CONFIGURADA, ES INSOSTENIBLE»
¿Cuándo comienzas a escribir? ¿Has escrito desde siempre, o es una vocación tardía?
Desde los ocho años. Mi padre, entre las muchas cosas maravillosas que recuerdo de él, cuando era catedrático del Instituto Jovellanos de Gijón y llegaba a casa, hacía sonar las llaves —para mí aquél era el sonido de la felicidad— y entonces nos juntábamos a su alrededor y nos contaba cuentos. Pero no eran los cuentos que nos contaba mi madre o mis tías abuelas o mi abuela: Caperucita, Blancanieves, etcétera. Por alguna razón, a mí esos cuentos me interesaban menos que los que me contaba mi padre, que eran la historia en verso del conde Arnaldos, la de Odiseo por capítulos, la de un caballero llamado Alonso Quijano… Cada día nos contaba un trocito. Yo descubrí la literatura tal y como la literatura nació: como algo oral. Tuve esa suerte. Y mi padre contaba historias muy bien. No sé cómo me lo planteé, pero recuerdo pensar, a los cinco o seis años, que yo quería producir en los demás la misma emoción que todo aquello me producía a mí. A los ocho años escribí mis primeros cuentos. Por desgracia, mi madre guarda alguno, y de vez en cuando salen en Navidad y me muero de la vergüenza. A los nueve años gané un concurso, en COU gané otro en el instituto, también gané otros a los catorce, de Coca-Cola, a los quince, en el que el premio era una beca para irme a Francia… Me gustaba mucho escribir. También me gustaba mucho la música, y hubo unos años en que dudaba. Al final, la vida me empujó más hacia la escritura. Lo que pasa es que yo tenía claro que no quería escribir cualquier cosa. Era muy exigente conmigo misma, y tardé muchos años en empezar a publicar. Empecé con treinta y uno o treinta y dos años, pero, antes de eso, había estado escribiendo toda la vida. Me preparaba para cuando llegara el momento de publicar.
En 2009 ganas el Premio Planeta con Contra el viento. Alguna vez has dicho que no te gustan los premios, pero que te presentas a ellos porque entiendes que es parte del juego.
No me gusta la industria del libro tal y como está configurada. Es una industria insostenible ahora mismo. Yo creo que el escritor debería ser una persona más bien anónima. Vamos, no anónima: está muy bien que nuestro nombre esté en nuestros libros; pero hay un exceso de presencia que tenemos que tener necesariamente si queremos vender cuatro ejemplares. Para mí es innecesario que tengan que estar nuestras fotos en los libros, estar continuamente presentando aquí y allá, firmando en ferias, dando entrevistas… Hay escritores y escritoras que salen en la prensa del corazón y en los programas de la tele del corazón, y a mí me espanta. El escritor tendría que ser como era en el siglo XIX: señores cuya cara conocía muy poca gente. ¿Por qué nos tiene que conocer todo el mundo, como si fuéramos gente famosa, cuando en realidad no lo somos? ¡Si es que encima ganamos duro y medio! No tiene ningún sentido. Ahora, además, con las redes, la exposición se ha multiplicado. Yo tengo redes, pero no hago nada con ellas; están ahí muertas. Pero hace poco leía a una escritora joven decir que la exposición de las escritoras y los escritores ahora mismo con las redes es una cosa espantosa. Estás sometida a que te critique cualquiera que cree que es más listo que tú y que tu libro es una mierda, y que va y te lo dice. Estoy muy en contra de todo eso. Ésta es una sociedad del espectáculo en la que todo se ha banalizado mucho, pero yo creo que la literatura hay que entenderla de otra manera. Los premios forman parte de todo eso. Lo que pasa es que yo, en un momento dado de mi vida, hice una apuesta: dejé de trabajar en la radio, donde me ganaba bien la vida (estaba en Radio Nacional de España, con un sueldo no grande, pero sí decente) y que además me gustaba, dándome cuenta de que hacer un programa de radio diario, ocuparme de mi hija, que era un bebé, escribir y tener una vida propia —salir con mis amigos, ir al cine, a la ópera, al teatro, hacer viajes…— era imposible. Tuve que optar y opté por dejar la radio. Yo decía una frase que me han dicho que no diga, porque suena muy mal, pero la decía y la digo: yo quiero vivir de la literatura. No de la literatura, sino para la literatura. Escribir un libro no es sentarse delante del ordenador y escribir; es una manera de vivir. Hace falta tiempo y un determinado ritmo de vida. Yo, al menos, lo necesito. Necesito concentración, serenidad, calma, silencio, leer mucho, pasear para inspirarme… Necesito todo eso además de las horas físicas en las que me siento y escribo. Y eso es incompatible con tener otro trabajo, cuando más un trabajo que también ocupa toda la vida, como es un programa de radio, que tampoco es sentarse y hacerlo, sino prepararlo, etcétera. Hice esa apuesta, pero por desgracia descubrí que en este país al menos —no sé en otros—, si no haces mucha promoción no vendes libros y no ganas dinero para seguir escribiendo. Los premios forman parte de ese juego, te dan visibilidad, y yo acepté jugarlo. No me gusta, pero lo acepté, lo asumí. Pero ya digo: la industria del libro es muy rara. En algún momento habrá que revisar qué pasa ahí.
“Escribir un libro no es sentarse delante del ordenador y escribir; es una manera de vivir”
Se lee cada vez menos: hay otras distracciones que compiten con el libro. Y eso hace que en las editoriales desembarquen ejecutivos que no son libreros, ni humanistas, sino expertos en marketing, que venden libros como podrían vender cualquier otro producto.
Tal cual. De hecho, no voy a dar nombres, pero en algunas empresas editoriales de este país hay gente que viene de empresas industriales tan alejadas del mundo del libro que daría la risa si se supieran. Seguramente son muy buenos CEOs, pero a lo mejor no son los mejores editores. Esto pasa cada vez más y hay un problema añadido, que es que las editoriales se han ido agrupando en manos de muy pocos. Hay dos grandes grupos editoriales, cada uno de ellos tiene un montón de editoriales y tienen muchísimo poder sobre la distribuición y la venta. Llegan a las librerías y les dicen: «O me pones este libro en muy buen sitio, o el premio tal, que tú sabes que se vende mucho, no te lo traigo, o te traigo muy pocos». El librero dice: bueno, pues te lo pongo en muy buen sitio; te pongo un escaparate entero para este libro si hace falta. Al final, el libro es un negocio como cualquier otro, con unas reglas comerciales que no tienen nada que ver con la calidad de los libros, salvo en casos muy puntuales de editoriales independientes que hacen un trabajo que realmente es para ponerles monumentos; un trabajo de resistencia en nombre de la cultura auténtica. Todo es cada vez menos literario y más extraliterario. Y luego está el tema de los derechos de autor, que es un tema con el que tuve una guerra, pero una guerra en la que estoy muy sola. No me sigue nadie, porque no se habla de dinero: está mal visto. Pero es que no es justo que los autores cobremos, como mucho, entre el cinco y el diez por ciento de cada libro que vendemos, y el noventa o noventa y cinco restante se lo repartan la editorial, la librería y el distribuidor. Aquí hay algo que no funciona. Hay algo en esa industria que no está bien y no sé qué es: yo no soy economista, ni empresaria. ¿Cómo puede ser que en un país en el que cada vez se lee menos cada vez se editen más libros? ¿Qué inflación es ésa? ¿A qué responde? Es como si hubiese una especie de huida hacia delante. Yo he tenido —bueno, tengo, pero moribunda— una editorial pequeñísima, y todo era una pelea para conseguir que las librerías cogieran nuestros libros; nadie los quería. Si no tienes una distribuidora grande detrás, no te hacen hueco. A las distribuidoras grandes les parece mal que se dé juego a las editoriales pequeñas, y aun si te cogen el libro, si la primera semana no se vende, te lo retiran. La lectura es algo que afecta a lo más profundo del ser humano, y necesita un tiempo que no es el de la inmediatez. Para eso hay otras cosas. El territorio del libro es otro, pero se está contaminando de todo eso, y es una industria que en algún momento tendrá que pegar un petardazo, porque no puede ser. ¿Quién está ganando dinero con los libros? No lo sé, pero, desde luego, los autores no, las editoriales pequeñas tampoco y las librerías muy pocas veces. Y luego los lectores se quejan del precio de los libros.
Pero no del de un cubata.
O del de la entrada del fútbol. Ahora, con la idea de que la cultura tiene que ser gratis, las redes han hecho un daño tremendo; la web en general. ¿La cultura tiene que ser gratis? Ojalá, pero entonces que sean gratis también los pisos, los jamones, el cubata, el poleo menta y la ropa que llevo. Hay que vivir y que pagar las facturas. Si los que hacemos cultura tenemos que regalarla, ¿de qué comemos? ¿Tenemos que escribir en ratos libres; estamos obligados a ser siempre aficionados?
¿Has sido una escritora libre? ¿Has escrito siempre sobre lo que has querido, cuando has querido, o te has obligado o te han obligado a escribir sobre esto o aquello, con criterios de oportunidad?
No, jamás, jamás. Creo que por eso no tengo mucha producción. No soy una escritora de un libro al año, ni mucho menos. Soy una escritora de producción no pequeña, pero ajustadita. Sólo he escrito cuando he necesitado hacerlo, tanto ensayo como novela. De hecho, ahora hace dos años que no escribo nada, porque no lo necesito. Estoy en otras cosas. Yo soy una antigua en esto. Para mí la escritura es algo muy sagrado; tengo un concepto muy romántico de la literatura. Creo en la inspiración, algo que no está de moda. Yo la necesito y sólo me pongo a escribir cuando algo se vuelve obsesivo en mi cabeza. Si no hay algo que se vuelva obsesivo en mi cabeza, paso de escribir; de forzarme a escribir. No quiero ser una escritora profesional, que piense que hay cien mil temas interesantes para escribir y se ponga y escriba sobre cualquier cosa. Para eso, habría seguido haciendo periodismo. Concibo la literatura de otra manera; creo que es algo mágico; una especie de magia de la vida que a veces te ocurre y a veces no.
“Creo en la inspiración, algo que no está de moda”
¿No tienes ningún proyecto entre manos en este momento, entonces?
No. Estoy haciendo radio, acabando un guion de cine que me pidieron y que me divierte muchísimo, tengo por ahí algún proyecto audiovisual… Pero un libro, ahora mismo, no está entre mis planes. Puede que lo esté dentro de quince días o que no lo esté nunca. Siempre he sido muy fiel a mí misma. Radio, guiones, los hago de otra manera; mi acercamiento a eso no está tan lleno de mito como mi acercamiento a escribir un libro. Para mí, la literatura sigue siendo un espacio sagrado, y para sumar mediocridad, para talar muchos árboles simplemente para sumar un libro por sumarlo, prefiero no escribir.
¿Te has sentido bien tratada por la crítica a lo largo de tu carrera literaria?
Algunas veces sí, y otras no. Una parte de la crítica ha tenido muchos prejuicios conmigo. Ha habido dos, en concreto, que han pesado muchísimo sobre mí: una, ser mujer. La crítica no trata igual a las mujeres y a los hombres. Todas las escritoras te lo podemos decir. El otro prejuicio es que había trabajado en televisión. Ése lo entiendo; el otro, no. Lo de la televisión me cabrea, pero puedo entender que alguien piense: «Mira a esta tía, una famosa de la tele, que ahora quiere escribir un librito». Han pasado treinta y tantos años y creo que ya he demostrado con creces que no era eso, pero, aunque no fuera la verdad, entiendo que alguien pensara eso al principio. Me ha costado que ciertos sectores me tomasen en serio, pero eso que hubo una época en que me preocupaba, ahora ya no me quita el sueño.
Mi percepción es que, para la crítica, has estado en un punto intermedio entre el sota, caballo y rey de los bestsellers entretenidos pero ramplones y la clase de escritora a la que se admite en determinados olimpos de la literatura. Has escrito libros más complejos que un bestseller, pero, a ojos de la crítica, no lo suficientemente para darte el paso a la primera división de eso que se llama la gran literatura.
Sí, puede ser, puede ser. Pero de verdad que me da igual. Nunca he tenido interés en pervivir en la historia de la literatura. No creo en la fama póstuma. He escrito siempre el mejor libro que he podido. Pero mira, fuera de España me han valorado a veces mucho más que dentro. La novela con la que gané el Planeta, de la que hubo quien dijo que vaya bestseller de mierda, aparte de que luego se tradujo a diecisiete idiomas, ganó un premio en China a la mejor novela traducida en la Universidad de Pekín que era la primera escritora española en conseguir. Luego lo ganó Javier Cercas, pero en aquel momento, ningún escritor español lo había ganado. Y en esa lista estaban varios de los escritores del mundo a los que yo más admiro; gente que si me la encuentro por la calle me arrodillo delante de ellos. Al verme en esa lista con ellos, yo pensé: hostia, no debo de ser tan mala, ¿no? Eso me tranquilizó mucho. También fui finalista de un premio semejante en Rusia, y a China no llegué a ir, porque no pude en aquel momento, pero sí que fui a Moscú, y allá me trataron como yo trataría a Virginia Woolf si apareciese por aquí. También recibí otro premio en Italia, y lo mismo: un trato exquisito. He estado en muchos sitios fuera de España y he percibido un respeto mayor del que muchas veces percibo aquí. Por eso pienso que seguramente mi currículum juegue en mi contra. Fuera de España, no saben quién soy, no me conocen de nada. Leen mi novela sin una sola pista sobre mi pasado. Muchas veces, ni siquiera han visto mi foto, porque la mayoría de los libros que se publican fuera no llevan foto.
“Me ha costado que ciertos sectores me tomasen en serio”
¿Es una costumbre editorial española, lo de la foto? Nunca lo había pensado.
Es una costumbre española. Yo leo mucho libro francés e inglés y casi nunca está la foto del autor. A veces en alguna edición de lujo, pero no es lo normal. Así que la gente no sabe si llevo el pelo largo o corto, si tengo veinte años u ochenta. Me leen sin prejuicios, y cuando me leen sin prejuicios, encuentran cosas que mucha gente aquí no acaba de ver. Ya digo: hubo una época en la que me daba rabia, sobre todo porque yo dejé la televisión por todo esto, y además tuve ofertas, cuando empezaron las televisiones privadas, que no te puedes imaginar; cantidades obscenas como las que se pagaron durante años en las privadas, hasta que llegó la crisis económica, de ésas de hacerte millonario en tres años. Nunca quise volver, porque quería estar donde consideraba que tenía que estar. Aun así, mucha gente no me lo ha perdonado. Pero me da igual. Pero es que ¿quiénes son los críticos? Todo forma parte de lo mismo; del juego que comentábamos antes. Hay un periódico muy importante de este país que cada libro que yo sacaba me daba un palo. Un día saqué uno con una editorial del grupo al que pertenecía ese mismo periódico y justo ese libro lo pusieron muy bien. ¡Date! Hasta que publiqué con ellos era mala; ahora que publico con ellos soy buena.
¿Qué compensa más todo esto: el cariño de los lectores o la satisfacción de haber escrito algo que tenía que ser escrito?
Yo te diría que, en este momento de mi vida, ninguna de las dos cosas. Nunca he sentido esa satisfacción de decir: «¡Buah, esto que he escrito es la hostia!». Soy más humilde que todo eso. Hombre, hay libros que me han dado muchas satisfacciones. Tengo un ensayo que se llama Las olvidadas, de 2005, un rescate de mujeres creadoras desconocidas, que todavía se sigue reeditando y vendiendo. Fue la primera o de las primeras cosas de divulgación de historia de género que se publicaron en España. Y sí que es verdad que, cuando alguien te dice que un libro tuyo ha sido importante en su vida —y con ése me ha pasado mucho, pero también con otros—, te da mucha satisfacción. Pero yo nunca pienso que haya escrito una obra maestra o que haya llegado al culmen de mi carrera. No sé si existirá el culmen. Te diría que no. En este momento, estoy muy distanciada de todo eso. No sé si se ha acabado mi carrera como escritora o algún día volveré, pero ahora mismo estoy lejos.
Un género en el que has incurrido mucho es el biográfico. Has biografiado a Gauguin, a las hermanas Brontë e incluso a Sissi Emperatriz, cuya biografía fue tu primer libro. ¿Qué te atrajo de la reina austríaca? ¿Un cierto afán de revisar a un personaje que nos había sido contado de una determinada manera?
Sí, la mirada feminista. Siempre me ha gustado desmitificar, quizá porque haya algo en mi mente de pasión por la ciencia y por lo tanto por la verdad. Luego resulta que no creo en la verdad, pero hay algo de eso, aunque me contradiga a mí misma. El personaje de Elizabeth, que es como yo la llamo, por no mezclarla con el icono, me ha interesado siempre. Me acuerdo del día que vi la película con siete u ocho años; cómo llegamos a casa mis hermanas y yo, fascinadas como todas las niñas cuando ven esa película, y mi madre nos contó que era un personaje real y abrió una Larousse ilustrada preciosa de los años treinta que teníamos en casa, y que todavía conserva mi hermana. La había traído mi padre de Francia, y había un grabado en blanco y negro precioso, reproduciendo uno de los cuadros más famosos de ella, preciosísima. El textito contaba la historia real, la tragedia que la acompañó, su desubicación, su rebeldía, aunque fuese de una forma muy breve. Mi madre nos lo leyó y yo me quedé con aquello en la cabeza. Y más tarde, según iba creciendo en mí la mirada feminista sobre el mundo, era un personaje que me iba acompañando. Me la fui encontrando en viajes. Me acuerdo de una vez que fui a Corfú y me acordé de que esta mujer había tenido un palacio en Corfú. Lo investigué y efectivamente, allí estaba el palacio, que ella misma se había construido. Me la fui como encontrando en sitios, y leyendo alguna cosa que compraba fuera de España. De repente, no sé por qué, me planteé que quería hacer un libro sobre ella, pero claro, con esa mirada feminista: dejémonos ya de tonterías, esta mujer fue lo contrario de lo que debió haber sido. Era una mujer fuera de su tiempo y de su lugar. Hubiera sido una mujer de ahora muy feliz, pero no lo fue como emperatriz del siglo XIX. Sufrió muchísimo las cortapisas que la rodeaban. Y es curioso: yo no creía que ese personaje le interesara a nadie en aquel momento, pero me llevé una gran sorpresa al descubrir que tres escritoras estábamos trabajando en ella a la vez, una en Francia y dos en España, yo misma y Ana María Moix, que publicó su libro, Vals negro, dos meses después que yo el mío. Algo había en el aire. A veces pasan estas cosas. Luego, el libro tuvo un éxito increíble, y se ha seguido vendiendo hasta hace poco. Es un personaje muy apasionante.
¿A qué libro de todos los que has publicado le tienes más cariño, por la razón que sea?
Yo creo que a ese mismo. Lo escribí con mucha ingenuidad, con mucha inocencia. Disfruté muchísimo la escritura. Me puse a escribirlo cuando mi hija acababa de nacer y era un momento físico y anímico buenísimo para mí. Supongo que es un tema hormonal, pero aquélla fue una de las mejores épocas de mi vida. Me sentía pletórica de energía, de ganas, de fuerza, de buena salud. Y me lo pasé muy bien, porque lo escribí sin pensar que nadie lo fuera a leer. A partir de ahí, ya sabía que los libros se leían y que te llevabas muchos disgustos; que había gente capaz de decirte una barbaridad sobre el libro que habías escrito. Los siguientes ya los escribí con menos alegría. Pero con aquél me lo pasé muy bien. Éste es un mundo con muchos sinsabores. A mí, nunca me han dado tan duro en ninguna cosa que he hecho como en la literatura. Ni cuando he hecho televisión, ni cuando he hecho radio, ni cuando he hecho otras cosas me han dado tan fuerte. En la literatura, lo normal es la crítica, no sé por qué.
Para ir cerrando la entrevista, quería preguntarte por Podemos, un partido en el que tú te implicas en un momento dado, formando parte de la lista de Somos Oviedo a las elecciones municipales de 2015.
Podemos. ¿Qué te digo, Pablo?
¿Estás decepcionada con el partido?
Estoy decepcionada con muchas cosas, pero, aun así, pienso que menos mal que están en el Gobierno. Lo puedo resumir así. No quiero ir más allá.
¿Qué derrotó más al Podemos que quería asaltar el cielo? ¿Los elementos, o errores propios?
Hombre, los elementos no han estado muy a favor. El juego sucio es continuo, y lo seguimos viendo. Ha habido grandes errores también. Pero también hay aciertos destacables a pesar de todo, de las dificultades. Y yo, por más que algunas cosas me generen rechazo, y me lo generan, y por más que me haya distanciado un poco, digo: «Menos mal que están en el Gobierno». Si no, las cosas serían muchísimo peores.
Para concluir, y puesto que las fotos que la ilustren van a ser suyas, me gustaría que nos hablaras de tu hija, Celia: una cineasta muy prometedora.
Sí. Presentó su primer largo en el Festival de Cine de Gijón y ganó varios premios. Según me iba llamando, «¡mamá, otro!», me iban a dando ataques de risa. Estoy orgullosísima. Es una persona que ha encontrado su sitio. Le ha costado llegar hasta ahí, porque va a cumplir treinta años, ya no es una niña, pero es muy buen momento para empezar una carrera de ese tipo. Yo empecé a publicar con treinta y dos, treinta y tres. Es el momento en el que empiezas a tener un poco de madurez. Cuando eres muy joven, es mejor estar viviendo. Meterte a escribir o a hacer una película te aísla mucho de la vida. Y a esa edad, hay que meterse en todos los follones. Ya te distanciarás luego. Celia tiene una mirada personal muy potente, y eso, para alguien que se quiere dedicar al cine —al documental en su caso, porque no le interesa la ficción, sino el mundo de lo real—, es maravilloso. Es una persona comprometida, pero también muy creativa; creo que lo ha demostrado. Así que, por hacer la broma, estoy como la madre de la Pantoja (risas). La película que hizo es maravillosa. Habla de Benjamina Miyar, una fotógrafa de principios del siglo XX del pueblito de Cangas de Onís en el que está enterrado mi padre, Corao. Mi padre era de allí, y su tumba está a tres metros de la de Benjamina. No la conocíamos: la descubrió Celia cuando estaba investigando otras cosas. Y estoy muy orgullosa de que haya sacado a la luz a una mujer tan impresionante, que luego fue represaliada por el franquismo y lo pasó realmente mal. Yo produje la película, y me siento muy contenta de haber formado parte de ese trabajo.