No conocí a mi abuelo paterno, Francisco Álvarez, al que le debo mi nombre y mi apellido. Le debo también un legado de dignidad del que me siento orgulloso. Lo poco que sé de él me lo contó mi padre, Julio César Álvarez, que hace muchos años que ya no está.
A pesar de haber ejercido el periodismo con tanta gente y durante tanto tiempo, nunca fui capaz de hacer de periodista con mi padre para reunir y contar las valiosas vivencias de un niño que tenía seis años cuando empezaron a llover las bombas en la guerra civil. Guardo, eso sí, el recuerdo de una historia que compartió conmigo en un tiempo lejano en el que yo también era niño. En esa vivencia otro niño, mi padre, caminaba por una caleya de una aldea del concejo asturiano de Candamu en medio de la paz engañosa que envuelve el silencio en mitad de una guerra. Un miliciano que se dirigía hacia el Frente del Nalón se cruzó con él, se fijó en que el crío llevaba una camisa roja, sacó del bolsillo una moneda de cinco céntimos de peseta, lo que entonces se conocía popularmente como una perrina, y le dijo: “Toma, camarada, que tú yes de los nuestros”. El neñu la aceptó con cara de circunstancias, el miliciano siguió su ruta, fusil al hombro, camino de un frente del que quizás nunca volvió.
Mi abuelo Francisco era un hombre humilde, campesino y peluquero rural, de ideas republicanas. Cuando las hordas franquistas entraron en su pueblo lo salvó de la muerte o del presidio un vecino de ideas cercanas a los triunfadores pero que declaró que mi abuelo era buena gente. Muchas otras personas no tuvieron esa suerte. La represión franquista fue tan sanguinaria en la posguerra como lo había sido durante la guerra civil, una guerra provocada por un contubernio de generales fascistas bendecidos por un contubernio de cardenales y obispos, financiados por un contubernio de grandes empresarios, blindados por tierra, mar y aire por la maquinaria de guerra de los regímenes de Hitler y de Mussolini. Aquello derivó en una campaña de exterminio de obreras, obreros, sindicalistas, intelectuales…
Yo crecí en los años 80 tarareando, puño en alto, canciones muy diversas. Una de ellas era el No somos nada, de La Polla Records, que decía. “Somos los nietos de los obreros que nunca pudisteis matar. Por eso nunca, nunca votamos a Alianza Popular, ni al PSOE, ni a sus traidores, ni a ninguno de los demás. Somos los nietos de los que perdieron la guerra civil”. Yo soy el orgulloso nieto de una de las muchas personas que perdieron la guerra y que con la guerra perdieron la libertad, la esperanza o la vida, pero que no perdieron sus principios ni sus ideales. El No somos nada quería decir en realidad que lo somos todo: somos la memoria, la rebeldía, la resistencia…
Este fin de semana se conmemora el 85 aniversario del estallido de la guerra civil. La efemérides se recordará de diferente modo en unos medios de comunicación y en otros; algunos medios disfrazarán su discurso con ese argumento de que en 1936 no había buenos ni malos, con esa idea de que hay que pasar página. Yo apuesto una perrina de diez céntimos, esa última moneda de un miliciano anónimo que se iba al frente a darlo todo sin saber si había marcha atrás, a que en ninguno de los textos que Nortes publicará estos días habrá ni una sola línea que dé a entender que un bando y otro eran iguales, porque no hay igualdad alguna entre la libertad y el fascismo, y en este periódico es un tema que tenemos claro.