El siglo XXI se consume a sí mismo. Hay como una fiebre inicial que nace con el terrorismo islámico y continúa con la transustanciación del dinero convertido en criptomonedas, o sea, la metafísica de los cuerpos trenzados en unos y ceros. Nosotros, los trabajadores, siempre hemos sido un cero a la izquierda, mayormente. La nueva guerra fría es la urgencia de Putin para que su país viva la gloria de los zares, toda la grandeza geopolítica que no ha tenido desde que cayera la Unión Soviética y Ucrania se convirtiera en el patio contaminado de Europa. En realidad, Putin sólo reclama que se cumplan los pactos de la guerra fría. Pero esa es otra historia.
En el siglo XX, los escándalos políticos de la Gran Bretaña siempre se resolvían en un water, con la imagen un diputado muerto, vestido con lencería negra y una bolsa de plástico en la cabeza. Durante la pandemia, Boris Johnson organizaba fiestas en las oficinas del número de 10 de Down Street, entre botellas de champan, Lagavulin y unas cuantas filas de farlopa. Esta gente no sabe dimitir, pero sí te organiza una buena fiesta en la que nunca falta un móvil y el fantasma de Lady Di. Las fiestas de Johnson se han convertido en una novela de Agatha Christie o una aventura más de Conan Doyle. Solo Poirot y Sherlock Holmes lograrán que Boris dimita. Será necesario llamar a James Bond para que lo fulmine de un tiro, aunque Bond ya no mata.

Los chamarileros de la tele y la moda nos venden la nostalgia de otro tiempo. El siglo XX era un repaso de sí mismo, donde el futuro era una recreación impregnada de polvo y óxido. En el XXI lo vintage se ha vuelto una nota camp en nuestras vidas de Instagram. Las primeras obras de arte digitales y el primer tweet de la historia se venden por miles y miles de dólares. También son unos y ceros. Todo el siglo XXI se dispone en una yuxtaposición de guarismos, sencillas combinaciones binarias con infinitos significados. Solo la mierda se conserva intacta y real, tan sólida como un viejo ladrillo de barro que el tiempo le otorgará un significado arqueológico de aquello que un día llamamos humanidad. Los jóvenes historiadores han recuperado a La Pasionaria en el siglo XXI. Diego Díaz, mayormente, como un inesperado Vázquez Montalbán de este siglo, rastrea su vida. Entonces, la vida era sólida. Hoy la vida es espectral.
Así como a los cuarenta uno comienza a pensar, entre la anestesia y las oraciones, que ha pasado ya media vida y que la hemos dejado abandonada en el contenedor de una clínica abortiva, así se está sintiendo ahora, colectivamente, planetariamente, que en estos dos años de pandemia hemos perdido la novia, el siglo y la cartera, o lo que es peor, nos los han robado sin darnos cuenta. El siglo, que venía triunfal y apocalíptico como un Titanic cromado en oro. Primero fue el efecto dos mil, anticipando apagones, hambrunas, guerras. Después llegó Osama y la guerra del mundo libre más allá del desierto y la montaña. Le siguió la mayor crisis económica desde el crac del 29, con toda la poética del dealer recogiendo su vida en una caja. Cada lustro del siglo XXI es como un siglo entero, con su imaginería, con su crimen, su aniquilación, su piedad. Mientras tanto, compramos libros, vinilos y vacunas para diferir el transcurso de la vida. Vamos a conciertos, fiestas, islas, para acumular en el móvil el capital de las experiencias que justifiquen una fotografía. Es nuestra propia existencia la que compramos para conservarla en la repisa de una estantería.
Enero, entre tanques y legiones bajo la nieve, nos hace sentir que hemos perdido la vida, aunque acabe de empezar. Padecemos la conciencia heredada de habitar el futuro, en vísperas de una guerra, sin conciencia del siglo. Josep Borrell ha dicho que Europa está en peligro. Borrell es el hombre menguante de la política europea. Su inteligencia no se compadece de su fuerza. Se hace grande en Madrid y diminuto en Bruselas. Será quizá que este siglo nació muerto y ahora queremos resucitarlo con dinero, criptomonedas, la última religión del tiempo y la devastación de una guerra.
“Moscú sigue siendo la Bizancio soviética, inalterable ante las amenazas de Biden y toda la industria bélica de la OTAN”
El pánico del siglo XXI se parece bastante al del XX. Nuestro Ministro de Asuntos Exteriores se refirió ayer a Putin como una amenaza rusa para lograr el apoyo de los partidos en el Congreso, mientras una fragata española, la Blas de Lezo, hace maniobras en el Mar Negro. España, agotada la épica de la guerra civil, acude a la épica de su Imperio. Pero la épica hoy está en los informativos de Televisión Española, que nos ofrece los mejores planos de una guerra que no acaba de arrancar, en pleno trajín de la diplomacia. Con la voz y los textos de Víctor García Guerrero, seguimos los pasos del último soldado en la última trinchera, como en una peli de Kubrick, mientras el espionaje, en los ojos de un dron, vomita imágenes con la mirada judaica de Dios. Ucrania es un campo de batalla, una idea antes que un territorio definido en un mapa. Moscú sigue siendo la Bizancio soviética, inalterable ante las amenazas de Biden y toda la industria bélica de la OTAN. Creímos que nunca habría guerra de bloques porque la aniquilación nuclear de unos y otros, o sea, la aniquilación de unos y ceros, era la mejor arma evasiva contra la guerra. Pero no, como todo en este siglo, fue tan solo un error.