Eurovisión: política e identidad

Lo importante es que el proceso de la búsqueda de una victoria, muy complicada por factores externos, nos sirva para abrir más las mentes y la cultura de este país

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Daniel Ripa
Daniel Ripa
Es psicólogo social y diputado de Podemos Asturies.

Era el año de Ucrania. No se podía esperar otra cosa (¡”Esto es Eurovisión, amigos”!). El documental The Secret Story of Eurovision de la BBC se adentra en los factores geopolíticos que acompañan la historia de más de 60 años del concurso. Nació a finales de los 50 como un festival que debía ayudar en el proceso de integración (macro-económica) europea. Pronto, durante la Guerra Fría, se convertiría en una parte más de la guerra cultural contra los países del Este. Sus certámenes intentaban mostrar la modernidad y la innovación musical de las sociedades capitalistas al oeste del Muro de Berlín y, con ello, seducir a los jóvenes de los países comunistas. Era el Hollywood musical de Europa. Tal fue su éxito que, según el documental, los países alineados con la URSS llegarían a intentar, sin éxito, contraprogramar la cita, impulsando su propio festival. 

Intervision, la respuesta soviética a Eurovisión

El ganador de este año estaba escrito desde que fue suspendida la participación de Rusia, tras la invasión de Ucrania. Era lógico. Así fue históricamente la geopolítica eurovisiva. La entrada de Israel en Eurovisión tuvo lugar en 1973, meses después de los atentados sufridos en la Olimpiada de Munich en el 72, aunque sólo seis más tarde de la guerra de los 6 días, donde Israel ocupó (hasta la actualidad) Gaza y Cisjordania. No fue mucho más tarde, en 1978 y 1979, cuando llegaron sus primeras victorias. Franco también usó Eurovisión para legitimarse. España había ingresado en la cita a partir de 1961. Al poco, en 1964, Manuel Fraga iniciaba la campaña “25 años de paz” para sacar pecho de la normalidad y consolidación de la dictadura. Era cuestión de Estado. En 1968 se produciría la victoria de Massiel (tras negar a Serrat cantar en catalán), lo que implicaba que la gala iba a tener lugar en el Teatro Real de Madrid en 1969, año en que volvería a lograr la victoria. Ese certamen estuvo a punto de no producirse pero, durante un mes, Franco levantaría el estado de excepción para celebrar el evento. Un lavado de cara internacional del régimen justo el año después de las revueltas estudiantiles de mayo del 68 (“Cuando Franco compró Eurovisión”, recuerda Infolibre en un certero artículo). Un hecho que recuerda, por otra parte, a la vergüenza de la FIFA en el Mundial del 78 de Argentina, que tenía lugar a pocos metros del centro de detención de la ESMA donde, en esos mismos meses, se torturaba y se haría desaparecer a 30.000 personas.

Massiel en Eurovisión

Eurovisión ha representado siempre un rol geopolítico que lo convertía en algo más que un festival. También hubo períodos de sopor, en paralelo a una integración europea donde eran más importantes los partidos de la Copa de Europa de fútbol que los concursos musicales. Precisamente su decadencia, su crisis de identidad, tuvo relación con los momentos en que sólo era un festival musical y no una herramienta para mostrar (e inducir) las simpatías pan-nacionales de la población y, sobre todo, de sus gobiernos. Pero nada duraría para siempre.

El nuevo Eurovisión: expansión y teoría queer

Eurovisión, que había estado herida de muerte, comenzó a mutar ya a mediados de los 90. Y lo hacía con éxito. Se producían dos eventos clave. El primero: Europa (y el modelo capitalista) comenzaba a mirar hacia el Este. Había que poner un McDonalds en la Plaza Roja. Y la primera batalla para ello era la cultural. A partir de 1993, Eurovisión ayudaría en la construcción de la identidad nacional de los países que habían formado parte del bloque soviético, con el ingreso de 11 nuevos países entre 1993 y 1996. Entre el 2000 y el 2008 entrarían como miembros otros 13 países ex comunistas. Eurovisión giraría definitivamente hacia el este: de las últimas 21 ediciones, donde nunca ganó España, en 8 de ellas las victorias han sido para países del antiguo bloque soviético.

“Eurovisión, que había estado herida de muerte, comenzó a mutar ya a mediados de los 90”

Sucedería otro hecho inesperado. A partir de la segunda mitad de los 90, el festival jugaría un papel clave en la construcción y legitimación de las identidades LGTBQI. Aunque sería Islandia, con Paul Oscar, el primer país en enviar a un representante abiertamente gay en 1997, fue la victoria de Dana Internacional y su “Afrodita” en 1998 la que dio una nueva dimensión al festival. De repente, un certamen casposo y viejo se convertía en plataforma europea para las políticas de la identidad: normalización de los derechos LGTBQI, feminismo, presencia de culturas, lenguas y estilos minorizados. Recuerda Vanity Fair que Dana, la primera trans en hacerse con la victoria, demostraba que nuestros países eran menos modernos de lo que pensábamos, como se comprobaría en la infausta entrevista en el programa de Xavier Sardá a la cantante israelí. El festival ya no se separaría de la comunidad LGTBQI. El austriaco Conchita Wurst, gay y drag, vencería en 2014, mientras que el bisexual Duncan Laurence sería el vencedor en 2019 para Holanda. El último vencedor, el grupo de rock italiano Maneskin cuestiona habitualmente los roles de género. Las actuaciones de artistas de la comunidad LGTBQI o con esa temática han sido habituales durante estos años. Se iba haciendo visible lo que ya era normal en la sociedad. Casi 25 años después, lo antaño “queer” ya sería mainstream y la youtuber Nikkie de Jager se convertiría en la primera trans en presentar el certamen para Holanda en 2021. Un año después, el libanés Mika, abiertamente gay, presentaría y actuaría en 2022. Países como Australia o Islandia son algunos de los que en esta edición han enviado a cantantes de la comunidad LGTBIQ y son muchos más los que han hecho guiños al colectivo.

Eurovisión es hoy una de las principales plataformas europeas que promueven la diversidad en la música y la apertura en nuestras sociedades. Empuja a ir más allá en el terreno cultural, a incorporar (y no precisamente en una situación de subordinación) lo que en el día a día está negado en nuestros medios de comunicación. También con la presencia de estilos musicales que muchas veces no aparecen en las radiofórmulas, como la victoria del grupo heavy Lordi en el 2006. Es también el principal termómetro cultural europeo: muestra lo que está sucediendo en Europa, a un nivel más underground: revela nuevas culturas e identidades que piden abrirse paso, detecta corrientes de simpatía y de rechazo entre países, expresa lo que está latente en el discurso público pero muchas veces no vemos. Y también cómo nos vemos entre unos y otros y quiénes son los europeos con los que nos sentimos más cercanos, cómo crecen y se reducen con el paso de los años las tensiones entre países.

“Eurovisión es hoy el principal termómetro cultural europeo”

El Festival también ha cambiado. Se ha hecho más millennial: necesita de la hiper-estimulación en las actuaciones, crece con los hype en redes sociales, nace con meses de antelación y se mide en visualizaciones en Youtube y Tiktok. El espectáculo, la estimulación, la conversación en redes sociales, es a partir de ahora parte inseparable de la experiencia musical. Eso ha convertido a Chanel, con su brillante coreografía en Youtube, y al Tiktoker inglés Sam Ryder -que tuvo 100 millones de visualizaciones en las plataformas- en los dos hypes de Eurovisión este año, casi empujándoles a la victoria. Dos países que llevan décadas sin ganar el festival que, gracias a este proceso millennial y la nueva geopolítica de la invasión rusa de Ucrania han ganado simpatías a lo largo y ancho de Europa.

¿Por qué España no ha ganado desde 1969?

Si en las últimas décadas del siglo XX nuestra diáspora en otros países europeos empujaba buena parte de la simpatía en las votaciones hacia España, la llegada del siglo XXI y la incorporación de nuevos países de Europa del Este a las votaciones provocó una ola de decepciones en cadena. La geopolítica manda: hay cosas que no se pueden controlar. 

Hasta el excelente tercer puesto de Chanel, la última vez que habíamos quedado entre los cinco primeros fue en 1995, justo en medio de la expansión del festival. Tras la rabia por cada fracaso, se producían intentos (cíclicos) de recuperar la ilusión. Lo conseguirían los programas de telerrealidad, que permitieron que la población española se volviera a tomar en serio el concurso, con Operación Triunfo y el himno “Europe is living a celebration” en el 2002, una buena canción víctima de las enormes expectativas generadas. Seguirían nuevos intentos fallidos eurovisivos bajo el formato de la tele-realidad, que no lograrían mejorar a Rosa López. Nuestros gustos no eran necesariamente los mismos que los de los europeos y las historias de superación personal de los triunfitos daban bastante igual fuera de nuestras fronteras. Llegamos a dar por perdido el festival e incluso, con mejores resultados que los años anteriores y posteriores, nos lo tomamos a broma con el Chikilicuatre en 2008. 

Chikilicuatre

Nuestras discográficas también sufrieron las consecuencias. El hit más pegadizo no siempre es el mejor, aunque pueda ser el que más venda a corto plazo. Y el corto plazo, el machacar durante meses en las radio fórmulas con el o la futura representante de España en Eurovisión se convirtió muchas veces en el único objetivo. Una buena metáfora del país del pelotazo inmobiliario y el dinero rápido. No importaba que a veces la carrera del intérprete quedara destruida después de la cita eurovisiva. ¡Ojo! También hay (grandes) intereses comerciales en Eurovisión, pero pensar que este certamen es (en el siglo XXI) sólo una competición entre greatest hits, patrocinados por la industria musical, explica muchos de los sonoros fracasos. Es una suerte que no haya sido el caso de la intérprete de SloMo.

El principal problema es que muchas veces hemos visto Europa por una ventana distorsionada. Nos llegan las tendencias sociales y culturales, pero a veces tarde o desacompasadas. Nuestras elecciones eurovisivas habían tendido a enviar al artista acertado, pero dos años más tarde. El año en que ganaba el intimista Salvador Sobral, llevamos a Manel Navarro, con su famoso gallo en directo que tumbaría su carrera musical. Un año después intentaríamos remediarlo enviando, en un paralelismo con el portugués, la historia de amor de Alfred y Amaya. Lamentablemente, para ello dejábamos en la nevera al maravilloso Lo Malo de Aitana y Ana Guerra, justo el año en que Europa descubriría el reggaeton, de la mano de la representante de Chipre Eleni Foureira, que con su “Fuego”, alcanzaría el segundo lugar. ¿Era la ciudadanía o TVE quien no estaba sintonizada con los gustos musicales del resto de Europa? Dos ejemplos. Fuimos el primer país europeo en legalizar el matrimonio homosexual, en 2005, pero seguimos enviando representaciones clásicas de género y orientación sexual. Contamos con 4 lenguas oficiales (esperamos que pronto llegue la oficialidá del asturiano y sean 5), pero nunca hemos enviado una canción que no sea en castellano.

Tanxugueiras

Pero hay esperanza. El formato del Benidorm Fest entendió por primera vez en años de qué iba Eurovisión. Va de que lo mainstream y la industria compitan en el mismo espacio que otras corrientes culturales que ya han dejado de ser underground, aunque aún no cuenten con reconocimiento en radios y televisiones. También va de buscar buenas canciones y de conectar con el público. Y de entender las corrientes europeas e internacionales culturales y musicales. Si Tanxugueiras deslumbró en el Benidorm Fest y ganó el voto popular y el demoscópico (una muestra de espectadores seleccionados de forma aleatoria) es porque ya existían fenómenos que mezclaban la música tradicional con la modernidad, como por ejemplo Rodrigo Cuevas en Asturies, y porque las culturas de las periferias se entienden ya por mucha gente crecida en democracia como un patrimonio común. Las gallegas representaron bien a la España diversa lingüística y territorialmente, con la mezcla de tradición y modernidad. Y si funcionó Rigoberta Bandini es porque el feminismo ya no es sólo un nicho cultural sino un movilizador político transversal. Ambas obtuvieron apoyos de la España de las periferias y de la izquierda, algo lógico en un país atravesado por las diferencias geográficas y políticas entre los territorios del Estado. Pero incluso Chanel, con una canción pensada como producto comercial para Eurovisión, es una de las mejores artistas 360 que han pasado por el festival (eso sí, hiper-sexualizada en la representación elegida y con una letra cuestionable, pensada para Jennifer López), representa a una España diversa (nació en La Habana, pero su familia se mudó muy joven a Barcelona) que navega la pujanza de mezcla de la música española con la internacional, en tiempos donde triunfa el carácter latino, el reggaeton o fenómenos como Rosalía o Jennifer López, hija de padres puertorriqueños. Eurovisión se gana con innovación en el terreno cultural e identitario, con algo de autenticidad, con simpatías pan-europeas, y también -necesariamente- con buenas canciones. Ese es un camino transitable. Pero lo importante es que, en el proceso de la búsqueda eterna de una victoria prácticamente inalcanzable -y limitada por motivos geopolíticos-, eso nos sirva para abrir más las mentes y la cultura de este país. 

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