Verano en Washington Heights

Nueva York, como el resto de los Estados Unidos, no existiría como es si no fuera por la suma de gentes llegadas de cualquier parte del mundo

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Paquita Suárez Coalla
Paquita Suárez Coalla
Escritora en asturiano y en castellano, traductora y profesora en el Borough of Manhattan Community College, de la Universidad de la Ciudad de Nueva York.

Desde que llegué a Nueva York, hace veintimuchos años, llevo el paisaje emocional asturiano tatuado en ese espacio tan sólido como invisible de los sentimientos, y desde entonces se me ha hecho muy difícil escribir algo que no esté directa o indirectamente relacionado con Asturias. Con una cierta obstinación por mi parte, me he preguntado muchas veces si hubiera hecho lo mismo de haber seguido allá y de no haberme alejado tanto de ese lugar que fue testigo esencial de mi niñez. Sin certezas objetivas que validen ninguna respuesta, acabo pensando que sí, aunque de haber seguido en Asturias —me corrijo— tendría que haberlo hecho no con la mirada de quien se fue sino con la lente de quien logró quedarse. Pero, como dicen, esa sería otra historia y, en mi caso, la única historia que no podré contar.

A lo largo de todos estos años de los que no me atrevo a hacer la suma, me he visto obligada a cambiar continuamente unos rituales por otros, sin haber llegado a vivir con la misma intensidad, ni con la tranquilidad que yo hubiera querido, los rituales que este espacio que es ahora mi hogar me brinda. Tengo a veces la mala conciencia de no haber sido buena emigrante, me mortifico demasiado cuando reconozco que lo que aprendí en España no siempre me sirve aquí, y los sabios argumentos de la razón entran en contradicción constante con las necesidades de un corazón que echa de menos, con demasiada fuerza, el lugar original del que lo acabé arrancando.

Cierto es que, desde hace ya bastante tiempo, he empezado a incorporar parcialmente en lo que escribo algunos escenarios de Nueva York, sobre manera en todo aquello que escribo relacionado con mis hijas, que han nacido y crecido en esta ciudad y que me han ayudado a anclarme a este lugar en el que he ido creando mis propios recuerdos de su niñez.

Por suerte, vivo rodeada de personas con las que comparto estos mismos sentimientos. Nueva York, como el resto de los Estados Unidos, es un espacio que no existiría como es si no fuera por la suma de gentes llegadas de cualquier parte del mundo y, con excepción de los descendientes de los pueblos originales: todos aquí somos emigrantes, o hijos de emigrantes que acaban heredando, en buena medida, ese sentir medio desarraigado de sus progenitores. Esta lucha constante contra el desarraigo es la que ha ido diseñando una ciudad que acoge olores de los más diversos lugares, sabores de países de los que quizás nunca hemos oído hablar, melodías y acentos de las más de setecientas lenguas que aquí se pueden oír y costumbres variadas de las que todos, un poco, nos acabamos contagiando. Cada vez que voy a las lavadoras que están en la planta baja del edificio, me llega el aroma a comino y coco con que la vecina salvadoreña condimenta sus guisos; los ritmos de rancheras, bachata, salsa o merengue compiten entre ellos cuando una se acerca a cualquier barrio hispano, y cuando el tiempo empieza a calentar y los días comienzan a crecer, los dominicanos y boricuas de mi vecindario van sacando sus mesas plegables a las aceras para jugar al dominó y hablar de la política de su país.

El río Hudson. Foto: Lito Bujanda-Moore

Este verano será el primero en tantos años como veintiuno que tendré que pasarlo en Nueva York, y el primero en todo ese tiempo que haré de Washington Heights, del Hudson y de los Palisades de New Jersey mi paisaje diario durante los meses de julio y de agosto, porque hasta en el peor momento de la pandemia nos las arreglamos para subirnos a un avión y bajar en Santiago del Monte. Me cuesta aceptar la existencia de esa pieza desencajada en la intimidad de mis ritmos, y lo primero que tengo que hacer cada mañana nada más levantarme es negociar con esas emociones obstinadas que se empeñan en reproducir ese escenario ausente en todo cuanto veo, escucho o huelo.

Hace unas semanas, y cuando aún fantaseaba con la posibilidad de un viaje que de sobra sabía que no tenía más cabida que en mi imaginación, le contaba a mi amigo Paco Álvarez que hasta echaba de menos el Alimerka. Lo del Alimerka, por supuesto, no era más que una forma simbólica de hablar para calcular el volumen de la añoranza, considerando que pocas cosas quedan en este mundo de mercancías globalizadas que no se encuentren en los principales centros de ventas de un comercio cada vez más uniforme. Pero aunque no los encontrara, que también es verdad que las estanterías de los supermercados locales no son una réplica de las de nuestros respectivos países de origen, lo que se extraña —o lo que yo extraño— va mucho más allá de la fabada o del quesu d’afuega’l pitu, por más que una tenga que acabar aferrándose a signos tan tangibles como los de la comida para orientarse en un lugar donde no siempre alcanzas a reconocer el norte. Y el norte, para mí, ha sido esa vuelta rutinaria cada verano a Asturias.

De todos modos, y mientras lucho para reescribir estos dos meses de los que no podré dar cuenta en el calendario de mi casa en Grullos, paso página, y en el capítulo siguiente de este relato de la emigración del que he acabado por formar parte me encuentro las historias de aquellos para los que aún no ha habido vuelta desde que llegaron a este país y para los que, quizás, no vaya a haberla nunca; de todos cuantos no han podido abrazar más a sus padres, y de aquellos que han tenido que dejar atrás unos hijos que, en caso de volver a verlos, tendrán que hacerlo desde el abismo de sus miradas respectivas para reconocerse. Para todos ellos, la importancia de unos signos que yo hasta acabo ignorando —porque me traslado cada diez meses de un espacio a otro, a veces incluso menos— adquieren una espesura y una fuerza que apenas puedo medir.

A mediados del semestre pasado, mientras avanzábamos en la lectura de la novela de Gabriel García Márquez El coronel no tiene quien le escriba, y expectantes mis alumnos por saber si al coronel le llegaría la pensión del Gobierno o si acabaría vendiendo ese gallo para el que ya ni comida les quedaba, una estudiante mexicana que había permanecido callada buena parte del curso empezó a hablar de la gallera que su padre tiene en ese pueblo de Guerrero del que salió hace más de veinte años y a donde no ha podido regresar desde que llegó a Nueva York. Mi estudiante, que se crio viendo en la televisión las peleas de gallos con su padre, ajena a la sensibilidad de quienes denuncian el maltrato animal y cercana a los sentimientos de ese hombre que “un día decidió comprarse un gallo de la nada”, es ahora la encargada de revisar los gallos cada vez que va a México a visitar a la familia. Nadie al principio entendió que ese hombre quisiera gastarse dos mil dólares en un animal que ni siquiera llegaría a ver, y tal vez sigan sin saber muy bien por qué, desde ese primero, el señor ha seguido comprando gallos sin detenerse a medir los costes. “Como si fuera una adicción”, dice esta hija que nunca ha cuestionado a su padre y quien seguramente habrá entendido cada una de las líneas de la novela de García Márquez mucho mejor que cualquiera de los mejores teóricos del realismo mágico o de lo real maravilloso. A fin de cuentas, la obstinación del coronel —firme en su propósito de comer mierda antes que deshacerse del gallo de su hijo muerto— no es muy distinta a la de su propio padre, aferrado a esos animales que compra por Internet a precios escandalosos.

Pero además de la gallera, y no muy lejos de donde vive un grupo de narcos que, según mi estudiante, defienden a las muchachas más jóvenes del pueblo, el señor también ha mandado construir una casa en la que espera ir a vivir algún día, cuando el verdadero sueño, el de regresar a ese lugar donde no hace mucho murió su madre sin haberla podido enterrar, pueda finalmente cumplirse.

A mí, que he vuelto a Asturias todos los años desde que vivo en Nueva York, y que tengo la sensación de que el cuerpo se me ha vuelto de adentro para afuera porque este verano no he podido ir, me estremece la fortaleza de cuantos se ven obligados a interpretar historias tan duras como las de este hombre que ha encontrado en la gallera la única forma de agarrarse al lugar del que salió y al que no sabe si regresará alguna vez. La presencia simbólica de los gallos ha de ser para él tan sólida y espesa como su existencia real, por mucho que no los vea más que en la pantalla del ordenador cuando los compra. Y la densidad de esa presencia simbólica es la que le da a este mismo señor toda la fuerza que necesita para seguir viviendo en una tierra ajena que se tambalea bajo sus pies cada vez que la pisa.

“¿Será que estos gallos le dan a mi padre una esperanza que nosotros no le podemos dar?”, se pregunta en voz alta su hija cuando acabamos de leer la novela de García Márquez.

Seguramente que sí, como me la dan a mí las palabras cada vez que escribo sobre Asturias.

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