Jordi Cruz, el chef estrella y presentador televisivo que se preciaba de no pagar a sus becarios, no daba crédito a lo que veía: “Es la primera vez que vemos a una finalista que no quería luchar. Ha sido una absoluta decepción, y lo peor de todo es que parecía que te tomabas a pitorreo nuestras palabras”. Menos todavía podía entender la respuesta de Patricia Conde, la concursante de MasterChef que renunció a luchar, pues no le habló de retos, de superación ni de desafíos. Las palabras de Conde se limitaban a describir su experiencia, a compartir su malestar corporal y su agotamiento: “Tengo mucho sueño, estoy muy cansada. No he parado estos últimos días y solo tengo ganas de dormir”. Cruz arqueó las cejas-qué vulgaridad, pensaría- y torció el gesto, como si le estuvieran hablando en un idioma desconocido.
De ese conflicto entre dos lenguajes que se repelen, que pugnan por dar cuenta de la realidad y por imponer un relato trata La batalla por el lenguaje. Un despertar poético contra las jaulas del capital (Ediciones Trea), del fotógrafo, periodista y profesor Rodrigo Llopis. La vivencia de un conflicto sindical en una gran multinacional francesa supuso para el autor una revelación del servilismo agazapado en las metáforas y en la semántica del lenguaje en el que hablaban sus jefes y con el que pensaban los subordinados. Liberarse de esa jerga de la gestión y la eficacia, de la cobertura lingüística de la precariedad y la explotación, y recuperar la palabra poética, el lenguaje sintiente y sensible, el único capaz de contener las espaldas agarrotadas, los ojos cansados, la falta de sueño y la ansiedad crónica de los proletarios en la era turbocapitalista.
Abre el libro con una famosa cita de Margaret Thatcher: “la economía es el método, pero el objetivo es cambiar las almas” ¿Es el lenguaje uno de los principales frentes en esta colonización de la vida y del espíritu por los principios de la macroeconomía?
Sí, es al interior de la reacción del capital de los años 70 y 80 del siglo pasado cuando vemos cómo la lengua de la gestión empresarial transciende lo económico y comienza a colonizar el espacio público, con la aspiración de imponer un capitalismo existencial como realización última del ser humano. Esta nueva explotación en apariencia amable, no pide solo al trabajador que la acepte, sino que además le pide que confíe y crea en ella, y lo que es el colmo, que la viva como una forma de emancipación, hundiéndolo en una disociación cognitiva donde aquello que lo motiva, lo termina autodisciplinando y sujetando. Pero estas teorías del liderazgo habían sido desarrolladas mucho antes, durante la expansión del Tercer Reich. Más tarde, cuando la Alemania nazi es derrotada, estos teóricos del «liderazgo de los hombres» y de «la alegría en el trabajo»—algunos de ellos antiguos integrantes de las SS-, serán amnistiados y formarán a los nuevos ejecutivos de las empresas europeas de posguerra a través de la Business School de Bad Harzburg, influyendo en la construcción de las teorías modernas de la gestión empresarial. Al igual que el Tercer Reich vivió un momento gerencial para producir una gran cantidad de industria militar con el poco «material humano» disponible de la retaguardia, hoy vivimos otro momento muscular de las teorías del liderazgo para que asumamos nuestra propia explotación en nuestros trabajos, pero también nuestro sopor existencial fuera de ellos. ¿Y cómo se consigue esto? Pues con un lenguaje que permita una identificación simbólica positiva del trabajador y del ciudadano con los intereses de los que mandan.
El libro es una crónica velada de un conflicto sindical en una gran multinacional de artículos deportivos, ¿cómo, por qué y cuándo se dan cuenta de que el lenguaje, las palabras formaban parte de su lucha por mejores condiciones de trabajo?
Salí de España muy joven y para sobrevivir he tenido una enorme cantidad de lo que ahora se llaman «bullshit jobs». El libro se apoya en una de estas experiencias para atacar algo mucho más general que es este lenguaje que nos prohíbe pensar la realidad y afectarla dejándonos simplemente adaptarnos a ella. Pero este tipo de discursos los he encontrado por todas partes, como periodista o ahora en la educación, y hoy rige la totalidad del espacio público: hospitales, empresas, función pública, los discursos de los representantes políticos y por supuesto nuestra vida privada. En nuestro caso comprendimos que el malestar que vivíamos en común no podía ya ser vector de transformación social porque nos faltaban las palabras para compartirlo: actualmente el trabajador es un «colaborador», la explotación toma la forma de la «flexibilidad, la eficacia o el mérito», no se cuentan las horas trabajadas porque formamos parte de un «proyecto empresarial»… Al trabajador se le pide que sea un militante de los «valores» de su compañía y se le exige que se entregue a ellos literalmente en cuerpo y alma; pero cuando éste no puede cumplir con los «objetivos» y se derrumba, lo vive desde la culpabilidad de un fracaso personal. La toma de conciencia viene cuando entendemos que laborar en común no es negar la violencia de la producción ni tampoco negociarla, sino combatirla por todos los medios. Lo importante ya no es ganar una escaramuza laboral aquí o allá, que también es importante, sino «caer en la cuenta» y luchar contra esta ruina existencial a cada instante y en cada lugar.
“Esta nueva explotación amable le pide al trabajador que crea en ella y que la viva como una forma de emancipación”
¿Qué caracteriza a esa jerga managerial, como usted la llama?, ¿cuáles son sus rasgos, su estilo, su semántica y su sintaxis?
Las «filosofías de la dirección» desvitalizan y actualizan esos valores históricos que han venido siempre a nuestro socorro en tiempos de crisis movilizándolos a su servicio. Estos discursos van a operar como anzuelo, para motivar al trabajador y convertir la empresa en un lugar de «realización» donde podrá reconocerse en aquello que creía que había perdido en la desorientación existencial de un mundo en caos y que por su positividad nos incapacita para combatirlos. En nombre de la fraternidad, la colaboración, la autenticidad, la solidaridad, vitalidad, polivalencia, generosidad, libertad, creación y creatividad, asociación, trabajo en equipo, autonomía, flexibilidad, comprensión, derecho al error, experimentación, abolición de las jerarquías incluso la ecología, envía al asalariado a un contexto laboral en tensión donde el estrés, el sinsentido y la precariedad son el carburante para exigirle siempre más, dándole cada vez menos. La función de la palabra gerencial ha sido ante todo una revolución lingüística al servicio de un proyecto transnacional donde todo el mundo deviene accionista de su propia vida. Es un lenguaje motivacional, pobre e histérico, trufado de referencias al deporte o al vocabulario militar: desafío, competición, salir de nuestra zona de confort, ir más allá de nuestros límites, ser libre de trabajar 24 horas al día…En definitiva aceptar que aquello que se nos dice que es bueno para los que mandan lo es por norma también para los que obedecen. La estandarización del pensamiento que proponen estos lenguajes es sustituir la reflexión por el reflejo, para que terminemos por desconfiar de nuestra propia inteligencia a favor de una reacción automática y tutelada que impide cualquier transformación. Su objetivo: la producción de un ser humano que se deje gobernar por su propio interés, convirtiendo nuestra propia explotación en algo amable y deseable.
Dice que el objetivo de este lenguaje es poner orden en un mundo en crisis, a la vez que imponer disciplina en una época de abundancia
No, el objetivo del capital no es poner orden en un mundo en crisis, porque su finalidad es ser productor de crisis y desorden, y no creo que ésta sea una época de abundancia excepto en represión y angustia. Este lenguaje lo que impone es un reglamento estricto a cada sobresalto y hace de nosotros almas deseosas, por esta sensación de eterno naufragio, de más órdenes y seguridad. Sin ir más lejos, cada bache histórico acontecido en este siglo XXI ha tenido como resultado mayor explotación, más alienación y dominación en contra de todos esos valores por los que el capital nos había dicho haberse construido. Pero el ciudadano ya empieza a intuir que la crisis actual no terminará hasta el comienzo de la siguiente y que el precio a pagar en derechos y libertades será cada vez más importante.
“La ideología gestionaria establece la inseguridad económica y la precariedad laboral como los motores de la productividad”
En el transcurso de ese conflicto sindical ustedes comprenden, de algún modo, que el lenguaje es performativo: que decir algo es hacerlo existir, insuflarle vida. Si el lenguaje conforma la realidad: ¿qué mundo, qué sociedad es la que está pretendiendo alumbrar esta jerga empresarial? Y, sobre todo, ¿qué pretende dejar atrás u olvidar ese nuevo mundo? Se refiere usted a la memoria, a las vivencias, a las luchas colectivas
El mundo que quiere alumbrar estos lenguajes es aquel en el que, por un bloqueo mental y verbal, se vuelvan las resistencias ilegales y nuestras causas indefendibles. Por eso uno de los eslóganes favoritos del capital hace referencia «al final de la historia» dejando la «gestión» de los conflictos a la mano invisible del mercado; aunque también podríamos interpretarlo de otra manera: como el final de toda lectura crítica del presente a través de la tradición recibida. La lengua del existencialismo liberal no tiene memoria porque su función es que nada pueda volver al estado anterior de las últimas reformas aplicadas en favor del capital.
¿Hasta qué punto este lenguaje forma parte del nuevo paradigma laboral de la precariedad y la autoexplotación?, ¿cómo se retroalimentan el uno al otro?
La ideología gestionaria y sus lenguajes establecen una nueva relación entre el trabajador y el accionariado donde la inseguridad económica y la precariedad laboral son los motores de la «productividad», en una alianza entre explotadores y explotados por la voluntad de «crear mundo», es decir, de colaborar emocionalmente al «proyecto espiritual» del capital, productor de nuevas formas de entender el ser, el espacio, el tiempo y por supuesto las relaciones… Y como además somos seres de afectos, y las teorías de la dirección lo saben perfectamente, hacen que el reconocimiento sea un don raro, convirtiendo al trabajador en un adicto de la «validación» y de todos los dispositivos de autocontrol e hiper-responsabilización como son las «autoevaluaciones de rendimiento», las inspecciones, la «auto-evaluación de las competencias» reduciendo la palabra del «colaborador» a un ejercicio destinado a la asunción de la norma, la autoamonestación y la naturalización de las jerarquías. Necesitados de reconocimiento y sentido, que es justamente de lo que carecen nuestras sociedades construidas bajo la estrategia de un «team building», nos imponemos una cadencia, un ritmo y una velocidad aceptando toda clase de restricciones y suplicios que serán recompensados, como esos animales que activan una palanca para recibir un puñado de croquetas, o a lo peor, una descarga para mantenerlos en su sitio. El asalariado, pero también el ciudadano de a pie, ha entrado de lleno en este chantaje emocional del falso amor entregado a cuentagotas por empresarios y políticos. El siglo XXI ha visto surgir, bajo la amenaza del terrorismo, las crisis económicas, las pandemias, o ahora la guerra funcionando de nuevo como lanzadera económica, una nueva forma de gestión del desastre, que nos bloquea y nos hunde en rumiaciones autodestructivas. En nuestros trabajos, todas estas relaciones «cool» que desde el primer día nos permiten tutear a nuestros jefes, asumir la responsabilidad de sus proyectos, irnos a bailar con ellos o compartir unas horas en un parque de atracciones, no es algo que tenga que ver con una «empresa liberada de jerarquías», ni con nuevas formas de «auto-organización» o «colaboración», menos aún con nuevas maneras de aprender a «desarrollar nuestro propio potencial»; sino con algo mucho más vulgar y obsceno, que es «gestionar» la sociedad como una comunidad de inútiles satisfechos.
¿Cree que los sindicatos han aceptado ese lenguaje trucado y han perdido así su capacidad de transformación? Dice en la introducción que algo no va bien cuando víctimas y verdugos hablan en el mismo idioma…
Todo el mundo ha aceptado este lenguaje trucado sin darse cuenta, hoy se «gestiona» una empresa como se «gestiona» una pareja, el tiempo libre, una guardería o el sexo: «eficazmente». La culpa no es de los sindicatos, sino de la asunción de esta ideología en el interior de cualquier asociación. No nos faltan personas que piensen que todo podría ser de otra manera, nos faltan las palabras y los espacios para que podamos encontrarnos, y el sindicalismo debería ser como otros espacios autónomos: lugares protegidos que no puedan ser expropiados simbólicamente por el capital, empezando por nuestros propios cuerpos. El problema de hablar la lengua del capital es que lo interiorizamos incluso cuando pensamos que lo estamos combatiendo.
“Pensar como piensan los poetas sería dar sentido y pasión a las cosas que el poder ha transformado en insensibles”
“La poesía devuelve a cada uno su propia boca”, leemos en el libro. Pero, claro, no te refieres a los libros de poesía que hay en las librerías: ¿a qué te refieres cuando hablas de poesía en el libro?
El carácter poético de la lengua es ante todo una recuperación de lo que las palabras fueron, la reverberación de una presencia que propone horizontes más deseables de existencia, basados en nuestra capacidad de emancipación por la amistad, el amor, la inteligencia de la situación y la sedición, frente a las fuerzas represivas de un sistema que nos arrastra en su delirio de autodestrucción en una espiral de beneficio y eficacia. Desde una postura de ilegitimidad radical, no somos expertos de nada excepto de nuestra propia experiencia, se trata de construir legitimidad… de hacerse densos. Pensar como piensan los poetas sería dar sentido y pasión a las cosas que el poder ha transformado en insensibles, convirtiendo nuestra lengua en un dispositivo capaz de entender la existencia e intensificarla.
Habla de la poesía como una posible “realfabetización del espíritu”, ¿en qué consistiría?
Consistiría en poner en el centro de nuestras luchas la discusión por el monopolio de la palabra. Incluso del lado de la resistencia, porque también el militante ha despreciado a menudo cualquier narrativa experiencial o sentiente, convirtiéndose de algún modo en experto del sujeto político, y obviando que quizá la forma más eficaz de luchar sea compartir el relato de nuestras vidas, de hacer una lectura crítica de nuestras propias biografías, e identificar las causas de nuestros malestares y comprender que cualquier revuelta comienza entrando en ruptura con las leyes clásicas del discurso militante. Recuperar una experiencia poética del mundo es volver a tener una lengua destituyente que reaccione contra la descomposición y el cerco intelectual de una sociedad presa de formas delirantes de control e indigencia espiritual.
¿En qué nos puede servir esa palabra poética en esta época de encrucijadas sociales y ecológicas? Pienso, por ejemplo, en que tal vez sea una forma de dejar de ver la naturaleza como “recursos” y percibirla con todos sus matices estéticos, espirituales
Quizá la palabra poética no deberíamos evaluarla por su «utilidad » o « eficacia » social, porque justamente eso nos hace caer en la mismas trampas del lenguaje que he citado anteriormente. Ella es una palabra vital, no contable, que nos lleva por su naturaleza creativa a superar esta vulgaridad cotidiana del pensamiento bancario. Como enseñaba el profesor Balderrama sobre la poética : «podemos ignorar absolutamente lo luminoso, ni siquiera haber escuchado hablar de ello, ni tener una concepción del mundo, del ser como verdad o como belleza; pero la poesía nos da la vivencia correspondiente sin necesidad del concepto consciente que la acompaña. Es la vivencia lo que vale, no el concepto». Y claro, reducir la naturaleza a sus « recursos » es dejarse atrapar de nuevo por una ideología contable. Las sociedades capitalistas son un enemigo de la vida porque la reducen a la pura supervivencia. El ecologismo tibio tiende a olvidar demasiado pronto que para combatir la brutalidad del sistema no basta con el reciclaje y el abono de la mierda que consumimos -eso es solo una forma de jardinería esnob- y que la reflexión ecologista debe estar conectada con un combate total contra los enemigos de la vida en toda su profundidad. Todo el discurso de la «escasez de recursos», el capital lo utiliza en un nuevo giro adaptativo para hacerse pasar por la última utopía posible.