Cómo acabar de una vez por todas con la pandemia de la desigualdad

La pandemia supuso la detención de la vida de muchas personas: unas pudieron seguir trayecto, otras cayeron bruscamente al suelo.

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José Mansilla
José Mansilla
Es doctor en antropología social y profesor en la Universidad Autónoma de Barcelona.

En su libro, “Llega el monstruo: COVID19, gripe aviar y las plagas del capitalismo”(Capitán Swing, 2020) el recientemente fallecido sociólogo norteamericano Mike Davis advertía de la existente relación entre la aparición de una pandemia de alcance mundial y el modelo productivo de la globalización. La visión de Davis partía de su formación como académico marxista: la vocación del capitalismo es totalizadora, ningún aspecto o esfera de la sociedad puede quedar exento de su alcance. Así pues, factores aparentemente ajenos como la tala de bosques, la extensión de la ganadería intensiva a nivel planetario, el crecimiento de las periferias marginales a las afueras de las grandes ciudades, el empleo informal o el diseño del entramado público-privado que se encuentra tras la industria farmacéutica serían elementos de central interés a la hora de realizar una aproximación completa a un fenómeno como el de la pandemia del coronavirus.

Pero esta no es solo una relación ex-ante, es decir, de los factores que juegan a favor de la generación de un evento de estas características, sino que su efecto se siente sobremanera con posterioridad. Así, en las primeras páginas de La pandemia de la desigualdad: Una antropología desde el confinamiento (Bellaterra, 2020) ya señalaba cómo las medidas de control puestas en marcha por los distintos gobiernos a nivel mundial habían alterado la vida de las personas, familias y comunidades de forma muy diferente. No fue lo mismo tener una amplia casa en una zona rural, con patio o terraza, que compartir piso en el extrarradio de una gran ciudad; no afectó de igualmente a la migración con estatus irregular y trabajos precarios a jornal, que las clases medias y medias-altas que pudieron teletrabajar; no se aplaudió con la misma intensidad a enfermeras y médicos, que a dependientas y empleadas de supermercados o tiendas de comestibles, etc. Como si un gran autobús hubiera realizado un frenazo en seco, cogiendo a unos viajeros sujetos a la barra o cómodamente sentados y a otros simplemente en pie esperando su parada, la pandemia supuso la detención instantánea de la vida de muchas personas: unas pudieron seguir trayecto, otras cayeron bruscamente al suelo. 

Pues bien, nos encontramos, de nuevo, en una situación similar, aunque la alteración de la velocidad de crucero que lleva, normalmente, nuestra vida cotidiana no haya sido afectada por ningún virus asiático. La invasión por parte de Rusia de territorio ucraniano y las posteriores secuelas debidas tanto a las alteraciones producidas por tal envite como por las medidas adoptadas por Gobiernos e instituciones, como el Banco Central Europeo (BCE), han vuelto a generar un parón en seco de la vida de muchas personas. Pese a las disposiciones tomadas por gobiernos de todo el mundo, en nuestro caso el famoso escudo social, los precios de los combustibles han alcanzado cotas nunca conocidas, algo de vital importancia para esa parte de la población que depende de su automóvil para los desplazamientos diarios más allá de la ciudad de los 15 minutos; la factura del gas y la electricidad se ha elevado, también, considerablemente de forma que, a la espera de un invierno ciertamente benévolo debido al cambio climático, muchas familias ya sufren las consecuencias de las abultadas facturas vinculadas a la energía; las hipotecas de muchos hogares, aquellas hace poco constituidas, pero también, y sobre todo, las que escaparon de la Crisis del Ladrillo de 2007-2008, se han visto incrementadas debido a las medidas tomadas por el BCE como forma de luchar contra la inflación, por no hablar de las inquilinas a las que les tocaba renovar su contrato de alquiler y que, pese a las regulaciones dispuestas, han sido testigo de las triquiñuelas usadas por propietarios y caseros para llevar a cabo subidas más allá de lo regulado, etc. Todo esto también supone una pandemia, aunque no vírica, sino ocasionada por la imperante desigualdad que impera a consecuencia de un modelo social y productivo que se sustenta en ella para su funcionamiento.

Edificio ocupado en la calle Mon de Oviedo FOTO: David Aguilar

En el último capítulo de La pandemia de la desigualdad hacía una referencia a ese sesgo que nos acompañó durante aquellos meses. El que parecía predecir un futuro de amor y concordia basado en el rechazo a las penurias del confinamiento y las restricciones sociales. Entonces, como ahora, no se trata de mantener la ilusión de una vida mejor cuando la guerra entre Rusia y Ucrania acabe, o cuando las instituciones comiencen a dar pasos atrás en la lucha contra la inflación, o cuando las empresas energéticas, alimentarias y entidades bancarias tengan a bien comenzar a estipular rebajar en sus beneficios para no acabar con sus presentes y futuros clientes, sino de estar preparados y organizados para eso sea así cuantos antes.

El también fallecido antropólogo David Graeber en su libro “En deuda: Una historia alternativa de la economía” (Ariel, 2012) señalaba que “durante mucho tiempo pareció haber un consenso general de que ya no podíamos formularnos grandes preguntas. Cada vez más, parece que no tenemos otra opción”. De esta manera, quizás sea la oportunidad de plantearnos, finalmente, cómo acabar de una vez por todas con la pandemia de la desigualdad.

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