“Siempre se vuelve al primer amor” cantaba Carlos Gardel. 15 años después publicar “Clase obrera, antifranquismo y cambio político” (La Catarata, 2008) Xavier Domènech (Sabadell, 1974) regresa al tema de su primera investigación para aumentarla, desarrollarla y añadir un punto de vista fundamental, ausente en aquella obra: el de los empresarios.
La idea rondaba al historiador catalán desde por lo menos 2011, pero entre medias hubo una crisis económica, social y política, el 15M, las mareas en defensa de los servicios públicos, los Comunes, Podemos, el Procés …. Muchas cosas. Hoy, de nuevo en la Universidad, Domènech ha sacado tiempo para volver “al primer amor” y publicar esta monumental “Lucha de clases, franquismo y democracia. Obreros y empresarios (1939-1979)” (Akal, 2022). 400 páginas que condensan la destrucción y reconstrucción del movimiento obrero bajo la dictadura, y su papel clave en el proceso democratizador español. Este sábado se presentará a las 19h en la Casa de Cultura de Mieres en un acto junto al edil de Cultura Juan Ponte, filósofo y también director de La FEC, y María Corrales, analista política en Público y una de las personas que están en la sala de máquinas de En Comú Podem, la izquierda federalista catalana.

La brutalidad del franquismo, su carácter represivo, ha hecho a veces olvidar el porqué de esa violencia política. Domènech lo recuerda en su libro: aniquilar la capacidad de organización que las clases populares españolas habían llegado a tener en los años 30 y recuperar las tasas de ganancia perdidas por los empresarios. La dictadura fue pues, ante todo, un régimen orientado a consolidar el poder de la clase dominante. El historiador catalán lo ilustra con un ejemplo tomado de una comarca fabril como la del Vallès Occidental, en la provincia de Barcelona: en 1942 los salarios habían llegado a bajar un 72% con respecto a 1936 y la jornada laboral crecía de las 48 a las 64 horas. El libro de Domènech narra y analiza cómo a pesar de la represión y los grandes cambios económicos, sociales y culturales, las clases populares fueron paulatinamente recuperando la capacidad de autoorganización y de presentar batalla en defensa de sus derechos sociales y laborales.
“En 1942 los salarios habían llegado a bajar un 72% con respecto a 1936 y la jornada laboral crecía de las 48 a las 64 horas”
Frente al relato oficial de una democracia regalada por el Rey o producto del consenso y el “pacto entre caballeros” de las elites procedentes del régimen con los líderes de la oposición, Domènech pone en el centro el papel jugado por la movilización obrera y democrática. Por eso hace suya la máxima de los historiadores Carme Molinero y Pere Ysàs: “Franco murió en la cama, pero el franquismo murió en la calle”. Y es que fueron los movimientos sociales los que hicieron ingobernable el país obligando al reformismo franquista a ir mucho más lejos de lo que había proyectado: un franquismo sin Franco. Domènech explica que los propios empresarios franquistas entenderían entonces que la dictadura ya no resultaba funcional a sus intereses y que para llegar a algún tipo de pacto social que frenara la espiral de conflictividad social era necesario evolucionar hacia un sistema democrático homologable con los de Europa Occidental. Algunas de las páginas más interesantes del libro abordan precisamente la compleja formación de la nueva patronal democrática, la Confederación Española de Organizaciones Empresariales, cuando los empresarios comprobaron que el Sindicato Vertical franquista ya es incapaz de encauzar el conflicto social.

En 1976, con los sindicatos todavía ilegales, y a pesar de la represión, España va a ser el país con más huelgas de Europa Occidental. El historiador describe el proceso por el que la conflictividad social se fue recuperando en las empresas, así como paulatinamente extendiendo a la calle, el barrio y finalmente la ciudad, con huelgas generales locales y comarcales como las de las cuencas mineras asturianas, Ferrol, Vigo, Sabadell o Vitoria-Gasteiz, y más allá, la oleada huelguística del invierno del 75-76, que tendría su punto final en la huelga general del 12 de noviembre de 1976, convocada ya en toda España.
Domènech nos explica también cómo conflictos inicialmente económicos o puramente laborales se fueron entrelazando con otras demandas políticas y sociales: libertades democráticas, amnistía para los presos políticos, autonomía para las nacionalidades y regiones, viviendas y barrios dignos, educación, sanidad… El historiador también reconstruye los debates tácticos y estratégicos en el seno del movimiento obrero y los partidos de izquierdas, pero sin olvidarse de lo micro, de la historia desde abajo, de los sentimientos y vivencias personales de militantes obreros como uno, cuyo testimonio recoge, que recordaba al salir de la cárcel, a principios de los 70, como “la gente de la empresa había evolucionado, había una sensibilidad muy distinta a la que había en el 66, incluso el ingeniero, cuando me vio, me abrazó y me dijo que se alegraba de verme”.

A diferencia de quienes dan la clase obrera como una identidad natural, intuitiva, ya hecha, y que basta con ser nombrada en los panfletos o los discursos para que se ponga en funcionamiento, el autor de “Lucha de clases, franquismo y democracia” explica la lenta construcción de esa idea de colectividad. Una idea que podía estar en las mentes de los obreros más politizados, pero que para alcanzar una dimensión de masas, más allá de minorías muy concienciadas, tuvo que superar los prejuicios e individualismos que hacían a muchos trabajadores recelar de la idea de unión y lucha. El conflicto y la solidaridad jugarían un papel clave en la construcción de esta identidad colectiva de la que muchos trabajadores y trabajadoras, procedentes de medios rurales o urbanos, educados en el miedo y la desconfianza, la servidumbre y el nacionalcatolicismo, carecían en un principio. “Frente a la idea del interés particular como trabajadores, se fue construyendo una amplia conciencia de clase que permitía el crecimiento de huelgas de solidaridad, que redundaban en la mejora de toda la clase, en la creencia compartida de que tan solo con la protesta colectiva se conseguía la mejora social; frente a la visión de la ciudad como valor de cambio, la imposición del valor de uso social en equipamientos, servicios y vivienda, en la lucha por una ciudad democrática; frente a los precios del mercado, la idea, y la imposición, del precio justo”, escribe Domènech. Por qué, paradójicamente con la democracia, entraría en crisis ese enorme capital político, organizativo y moral que había atesorado el movimiento obrero, se apunta en las páginas finales del libro, pero como escribe su autor, “eso ya es otra parte de esta historia”. Ojalá se anime pronto a contarla.
El libro de Domenech es justo y necesario pero leyendo lo que se comenta sobre el mismo aquí y en otros medios me da la impresión de que no aporta mucho a las tesis que se defienden en el excelente y documentado “El final de la dictadura” que en 2007 publicaron Nicolás Sartorius y Alberto Sabio