Hace poco más de un mes nos despertamos con la noticia de que habían detenido a una madre por dejar sola a su hija de noche. Inmediatamente Twitter, que es el patio de vecinos del siglo XXI hasta que Musk nos deje, se llenó de tuits condenatorios y condescendientes en torno a la noticia. Según pasaron las horas nos fuimos enterando de que la madre era una joven mujer migrante en situación irregular, sin ninguna red de apoyo, embarazada, obligada a vivir en un piso patera y con un trabajo precario de sueldo miserable. Supongo que estaremos todos de acuerdo en que no se puede dejar a una niña de cuatro años sola en casa pero no es menos cierto que yo nunca me he tenido que enfrentar a la disyuntiva de tener que decidir si dejar a mi hija sola en casa rodeada de sus peluches y con el móvil a mano o quedarme con ella y arriesgarme a perder ese sueldo miserable con el que le doy techo y comida. Es muy difícil para mi siquiera poder imaginar el criar a mi hija sin apoyo ni seguridad, ni material ni emocional, pero lo cierto es que miles de familias viven en la cuerda floja sin saber lo que es la conciliación ni las reducciones de horarios ni las ayudas sociales y que solo reciben la visita de los servicios sociales cuando ya es demasiado tarde. Al final la joven madre acabó esposada por la policía, acusada, sin trabajo, sin la custodia de su hija, con la amenaza de ser deportada si es condenada y sin que nadie atienda su salud, pues al ser irregular nadie ha seguido adecuadamente su embarazo. De un plumazo la vida de tres personas se ha ido al garete sin que nadie actuara para evitarlo.
En contraste, gracias a las revistas de papel bueno, en las que las fotos siempre son a todo color y con filtros bonitos, nos hemos enterado de que Ana Obregón, esa señora que lleva amenazando mi bienestar emocional cada vez que enciendo la tele desde que tengo memoria, se ha comprado por unos 150.000 dólares una bebé a los sesenta y ocho años. Lo ha hecho en Miami, donde está prohibido hablar de homosexualidad en las escuelas y tienen leyes en las que se puede retirar la custodia a las familias de menores trans que respeten su derecho a transicionar pero a cambio te dejan comprar un bebé sin problemas, con independencia de edad, género, capacitación o estado emocional, siempre y cuando encuentres a una mujer lo suficientemente pobre y desesperada que quiera gestarlo por ti y tengas los dólares necesarios para pagar a la madre gestante, pero sobre todo a las agencias que se lucran de la compraventa de seres humanos. Cosas extravagantes que ocurren en el paraíso de la guerra antiwoke que libra De Santis ante el aplauso patrio de los mediocolumnistas de la cancelación.
“Lo ha hecho en Miami, donde está prohibido hablar de homosexualidad en las escuelas”
Mucho se ha escrito ya sobre los vientres de alquiler, esa práctica que la prensa y las personas que han recurrido a ella prefieren llamar maternidad subrogada -que suena más aséptico- pero que yo prefiero, sin embargo, calificar directamente como compraventa de seres humanos. No voy, por tanto, a incidir en los argumentos sobre las dinámicas de poder y la perversión de creer que el cuerpo de otra mujer tiene que estar a tu disposición, ni tampoco hablaré de la pesada carga emocional que soportan las “madres subrogadas”. Y no lo voy a hacer no porque no me preocupe o no me importe sino porque me gustaría insistir en un punto de vista que no se suele contemplar cuando hablamos de vientres de alquiler: que además de que es una práctica violenta con las mujeres gestantes también lo es con los menores gestados. Cuando alguien recurre a un vientre de alquiler lo que está haciendo realmente es comprar un ser humano y las consecuencias que este hecho va a tener en el futuro de dicho ser humano son imprevisibles.
Normalmente cuando se habla de la compraventa de bebés se presenta la adopción como la contrapartida ética a esa práctica deshumanizante para la madre y para el menor, pero es una contraposición profundamente tramposa e injusta. Y lo es porque la adopción, por encima de todo y principalmente, es una figura de protección pensada en el bienestar supremo del menor y que, además, suele ser la última opción, cuando todas las demás han resultado imposibles o ineficaces. Y esto significa, simple y llanamente, que a los menores se les da en adopción para encontrarles una familia que los proteja, los quiera, los cuide y los críe, lo opuesto en propósito y en ética a la compraventa de bebés, en la que los deseos de los compradores priman sobre todo lo demás. En la adopción son las familias las que se ofrecen mientras que las instituciones públicas tienen la obligación de investigar escrupulosamente la idoneidad de dichas familias porque, repito por si se nos ha olvidado, lo que prima es el bienestar supremo del menor, no los deseos ni los caprichos de la familia. Y es por eso que en todo proceso de adopción las familias adoptantes son tuteladas y advertidas de las dificultades que implica este tipo de maternidad y paternidad, del largo y complejo proceso de adaptación del menor, del apego y de los diferentes problemas a los que el menor se va a tener que enfrentar en el futuro sobre su origen e identidad y su lugar en el mundo y en su familia(s). Y por eso es, y ha de ser, un proceso burocrático y legal pesado, lento, extenuante y garantista con los derechos de los menores. Y a pesar de todo esto, muchas familias adoptivas no podemos dejar de pensar en las complicadas dinámicas de poder que implica la adopción y, en el caso de las adopciones internacionales, las connotaciones colonialistas que pudieran tener. Y aun así, y a pesar de la burocracia, los exámenes, los seguimientos y hasta los cursillos, hay familias que fracasan estrepitosamente, para desgracia de los menores y también procesos que pueden escapar de las prácticas legales y éticas, pese a los controles.
Hablar de maternidades y paternidades siempre es complejo, la mayoría de las veces nos limitamos a dar consejos que no son más que un resumen de nuestras propias experiencias, creencias y convicciones sin tener en cuenta las realidades ajenas. Existe, además, una línea muy delgada y sutil que separa los consejos de la condescendencia y la tendencia a juzgar las estrategias de crianza ajenas muy dañina y perjudicial, que nos hace olvidar que lo principal sigue siendo el interés superior del menor. Al fin y al cabo nuestros hijos e hijas no son nuestro consuelo o salvación, sino seres vulnerables y dependientes a los que cuidar y querer y que no nos deben nada. Es por eso que resulta escalofriante que alguien piense que porque siente un vacío o una necesidad y se lo puede pagar, está autorizado a comprar a otro ser humano. Este tipo de maternidades y paternidades nacen viciadas de mano porque no son más que la mercantilización de los cuerpos ajenos y los deseos propios, en ellas los menores son contemplados como simples objetos idealizados sin tener en cuenta ni sus derechos ni sus necesidades y que pueden ser desechados -como un Kelly tazado- si no se ajustan a lo pactado o buscado. Es por esto que me pregunto si los servicios sociales, que tan atentos están a las desviaciones y errores de las madres y las familias más desfavorecidas, estarían dispuestos a actuar de forma tan rauda y eficaz cuando una millonaria de la tercera edad se compra una bebé para aliviar sus penas y la inscribe como propia gracias a un vergonzoso vacío legal, o tal vez piensen que ahí donde manda la cartera no hay más autoridad.