Duelo autodestructivo

"Lo inevitable" y "El gesto imperceptible" son ramas de un mismo tronco que hunde sus raíces en aspectos hoscos y sombríos de la realidad.

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Roberto Corte
Roberto Corte
Roberto Corte (Oviedo, 1962). Vinculado al teatro asturiano desde 1980, y ligado a la autoría y dirección en el ámbito escénico, en la actualidad colabora como crítico en revistas especializadas.

Lo inevitable y El gesto imperceptible

de José Busto

Viernes 12 y sábado 13 de mayo, respectivamente. Teatro Palacio Valdés, Avilés

Lo inevitable y El gesto imperceptible son ramas de un mismo tronco que hunde sus raíces en aspectos hoscos y sombríos de la realidad. Cualidades que son ya recurrentes y consustanciales a la identidad estilística y temática del autor –Urbana y El día de autos, si mal no recuerdo, eran también frutos de la misma cosecha–. No es que José Busto sea un artista unidireccional, su abanico performativo despliega varillas y paisajes relacionados con el happening y las actividades escénicas de diversa índole, aunque será el trastorno depresivo emocional, la drogadicción y el comportamiento de unos personajes que zozobran y transitan por el lado profano de la existencia quienes mejor definen las características de su poética escénica. Un teatro que la crítica académica no dudaría en etiquetar como in-yer-face, por su lenguaje explícito y por hacernos sentir emociones extrañas al mostrar imágenes que incomodan, y, cómo no, por el alto grado de provocación que conlleva para el público convencional, adocenado y complaciente (el único habitual, entiéndase).

“Lo inevitable” no es realismo sucio, es naturalismo exacerbado siglo XXI

Lo inevitable no es realismo sucio, es naturalismo exacerbado siglo XXI. Un Zola que se recrea –hoy como hace 130 años– en mostrarnos el lado degradado y  decadente de la vida, la estampación cotidiana de la noche monótona y tenebrista, sórdida y viciada, tan real como la luz del día. Nico es un drogata destroyer que pone fin a su vida colgado como un galgo. Su vocación de guitarrista y compositor que no levanta cabeza lo acompaña en el hundimiento. Su tío, inyectado en alcohol (descomunal la cogorza de Sandro Cordero) llora su pena por la noche avilesina al lado de los colegas de su querido sobrino. La anécdota argumental es la colecta que hace el grupo para comprar una corona, y el peso específico y valía de cuanto acontece el aguafuerte hiperrealista que no pierde detalle. Insistente y sobrecargado, obstinado a rabiar. La coca, el speed, las birras y el trapicheo se llevan el foco de atención, pero el colocón y la jarana no logran eclipsar del todo la mueca de dolor que acusan, los reproches, los celos, los líos y una diferenciación caracterológica muy sutil que también matiza entre hombres y mujeres. Brillante impasse de nocturnidad, devastación y ocaso. Susana Gudín, a modo de atestado judicial, marca las horas en que ocurren los hechos para subrayar la objetividad del retrato.

Elenco de “Lo Inevitable”

La pieza es muy cinematográfica y coral, con lo mejor del palmarés asturiano. Junto a Sandro y Susana están Patricia Martínez, Cris Puertas, Pablo Escobedo, Cristina Lorenzo, Félix Corcuera y Fran Sariego. La extensión del artículo me impide detenerme en los muchos méritos encomiables. Pero hay en esa espléndida interpretación colectiva una organicidad y un verismo que, a mi entender, no encuentra plena correspondencia con la propuesta escénica, en mi opinión bastante más “teatral” de lo que sería deseable. Es probable que un planteamiento más desenfadado y en una línea más performativa resultara mejor.

Sarah Kane.

Por si cabía alguna duda de la íntima conexión de esta obra con la vida e intereses del autor, El gesto imperceptible nos lo deja bien claro. El texto –recortado y bien distinto a cuando lo vi con Cris Puertas hace ocho años– fue concebido inicialmente como un testimonio de los últimos momentos de Sarah Kane, la prestigiosa dramaturga británica que se quitó la vida con 28 años recién cumplidos. Ahora neutralizada y fundida con el autor-intérprete José Busto en dos espacios bien diferenciados que se simultanean obsesivamente –el habitáculo residencial de la escritora y la mesa de trabajo del autor– a través de un simple cambio de bata, la combustión explosiva del empastillamiento mezclado con botellón, la mucha coca, la neurosis galopante, los reproches al padre, la soledad, el aturdimiento desquiciante y un mismo y unívoco dolor físico y psíquico, tan intenso como terrible, que alcanzará la extenuación con un estremecedor y clarividente grito de desesperación: “¡No quiero vivir así! ¡¡Mamá!!”. Una llamada de atención que apela a la conciencia del espectador con un teatro sobrio y radical, sin concesiones, interpretado de manera ejemplar y en total sintonía con el tono depresivo que se quiere transmitir. El excelente trabajo de iluminación de Félix Garma en la construcción de una atmósfera asfixiante también ayuda lo suyo.

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