El nombre de Juan Vigil no ha pasado a la Historia, pero sí quedó grabado a fuego en la memoria de fray Eugenio Amoedo, encargado del hospital del monasterio lucense de Meira. Tal había sido su sorpresa, y la del abad, al enterarse de que aquel hombre “de nación asturiano”, que había llegado al monasterio “diciendo que venía huyendo de los franceses, que le andaban buscando para matarle”, era, en realidad, un “traidor a la patria”, defensor “del partido francés”. El documento, de 1811, puede verse hoy en el portal del Arquivo Dixital de Galicia, Galiciana. Con desenlace incluido: al fraile Vigil, “sospechoso entre sus mismos paisanos, los asturianos”, se le despachó del hospital de Meira diciéndole que sus servicios ya no hacían falta tras la llegada de otro religioso gallego, Carlos Soto, “que nunca ha salido del claustro ni ha visto franceses”.
Convencidos, juramentados o redimidos
Miguel Artola, el primer historiador contemporáneo que analizó pormenorizadamente el fenómeno de los afrancesados[1] (a los que Menéndez Pelayo incluyó dentro de su lista de heterodoxos españoles[2]), dividió estos entre aquellos propiamente dichos y convencidos, partidarios de las ideas reformistas del gobierno josefino -de José I- a pesar de la intervención militar francesa, y los “juramentados”, que defendieron esa postura por necesidad o como un mal menor. Ni de los unos ni de los otros hubo muchos en Asturias, al menos en opinión de Fermín Canella. Aquí abundaba más la gente “tibia, débil; que no sintió hondamente el amor a la causa de España libre”[3]; nostálgicos de una Ilustración que nunca había llegado del todo ni a España ni, aún menos, al bastión cantábrico. De entre todos ellos, Canella destacaba solo a Francisco de Paula González Candamo (c. 1750-1832), nacido en La Peñera (Morcín) aunque catedrático en Salamanca, y que bajo el reinado de José I obtendría la plaza de fiscal en la Chancillería de Valladolid. “La ignorancia es solo útil a los tiranos” es la primera frase de su Memoria sobre la influencia de la instrucción pública en la prosperidad de los estados[4], opúsculo censurado en 1815 por “afrancesado y liberal”.

Afrancesado también, pero de otro tono y, además, enfermo y agotado tras su encierro en Bellver, Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811), vaca sagrada de la Ilustración asturiana, ha sido redimido siempre por la historiografía de cualquier veleidad política para con el invasor. Ya Julio Somoza[5] califica de “somera” su relación con Mariano Urquijo, exiliado casi al tiempo que Jovino en tiempos de Godoy, y que habría intentado “atraerle a su causa, motivando este último incidente la ruptura de sus relaciones”. Parece que Urquijo había propuesto al gijonés como Ministro del Interior con José I, en el verano de 1808, una tentativa a la que Jovellanos se negó, igual que a otras en el mismo sentido, aunque, eso sí, descafeinadamente. Según Alejandro Diz, únicamente por tratarse “de un hombre cortés, que prefería poner una disculpa que responder con un no tajante”[6].

Hubo otros. Pero es difícil seguir su rastro. El exilio de los afrancesados, ocurrido en masa tras el fin de la monarquía josefina, en 1813, solo ha dejado rastro documental cuando les obligaron a partir o cuando quisieron, por una u otra razón, volver. Fue el caso de Pedro López Coto, natural de Robledo (Llanera), condenado a seis años de cárcel en África por la Chancillería de Valladolid, que solicitó la conmutación de su pena por la de destierro y pecuniaria “por hallarse enfermo habitualmente (…) y tener mujer con ocho hijos”. Coto reconocía, en su petición, haber sido afrancesado juramentado, aceptando “por compromiso la comisión de cobrar contribuciones en tiempo del gobierno intruso”. Arrestado en 1810, del proceso judicial que siguió se desprende que su participación con el enemigo quizá no fuera tan liviana, pero sí firme el castigo. No fue el que más.
De los pasquines a la Cruz de la Victoria
Poco margen se dio a los afrancesados que pudieran quedar en Asturias, pronta como fue la revuelta de mayo y excitado el pueblo primero en Gijón contra Lagonier, el cónsul francés, cuyos pasquines a favor de la invasión soliviantaron a la ciudadanía; y después, a la llegada de las noticias sobre lo ocurrido en Madrid el segundo día de mayo y del bando de Murat, en Oviedo, en 1808. Tiempo después, ya en plena guerra, el Francés nombraría sus propios órganos de gobierno provincial. La Junta Central de Asturias, por ejemplo, en 1809, presidida por Álvaro Valdés Inclán y Rivero, marqués de San Esteban. Fue la encargada, el nueve de mayo de ese año, de dar publicidad al bando del mariscal Ney. En él se aseguraba que “casi toda la España está sometida”. No era verdad. “Asturianos, quiera el cielo ilustraros”, amenazaba Ney, nominado popularmente Rougeaud (“el rubicundo”), “y no ponerme en la necesidad de usar contra vosotros del terrible derecho de la guerra”.

Tampoco en el otro bando, tiempo atrás, los ánimos habían estado mucho más calmados. No lo estuvieron, desde luego, en las noches del 22 al 23 de mayo de 1808, que precedieron a la declaración de guerra de la Junta Suprema del Principado a Francia. Fueron los días de mayor tensión en las calles. El 19 de junio, cuando todo parecía ya más tranquilo, la Junta revolucionaria decidió trasladar a los enviados del Consejo de Castilla por Murat, presos desde los primeros días de la sublevación en la Cárcel Fortaleza ovetense, a Gijón. Eran tres militares (Carlos Fitzgerald, Manuel Ladrón de Guevara y Juan Crisóstomo de la Llave) y dos políticos: Juan Meléndez Valdés, poeta y amigo personal de Jovellanos, y José Antonio de Mon y Velarde, natural de Los Oscos. Se enteró el pueblo de la salida de los afrancesados de la prisión y, ayudados por los soldados del Regimiento de Castropol, desbarataron el coche de caballos del obispo, presto a trasladar a los reos; asaltaron la cárcel y prendieron a los mensajeros de Murat. Los ataron a un árbol -que no era otro según Rato[7], más que el famoso carbayón, cortado “por el hacha municipal” décadas más tarde; según Canella, en cambio, en el histórico roble solo estuvo Fitzgerald, repartiéndose los demás en otros dos carbayos y otras tantas espineras- y, dispuestos a acabar con sus vidas, les concedieron la última gracia del auxilio espiritual de los religiosos franciscanos, cuyo convento se levantaba aún sobre el Campo, verbigracia, San Francisco.

La historia, narrada un siglo después por García Teijeiro[8] y representada en un soberbio cuadro pintado por Juan Uría en 1885 -aunque destruido en la voladura de la Universidad en los sucesos de 1934-, toma un cariz legendario cuando interviene en su desenlace, Cruz de la Victoria en ristre, el canónigo Ildefonso Sánchez Ahumada, logrando la intercesión divina y la piedad de los soliviantados. Allí también, además del pueblo, de Dios y de los frailes, andaba Marica Andallón, “compasiva, como mujer”, que diría Canella (1908). Una heroína de la independencia, rogando por la vida de los afrancesados. Porque lo cortés, entonces como ahora, no quita lo valiente.
[1] ARTOLA, M. (1989). Los afrancesados. Alianza Editorial.
[2] MENÉNDEZ Y PELAYO (1882, ed. 2003). Historia de los heterodoxos españoles. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
[3] CANELLA, F. (1908). Memorias asturianas del año ocho. Imprenta de Flórez, Gusano y Compañía.
[4] GONZÁLEZ DE CANDAMO, F. de P. (1820). Memoria sobre la influencia de la instrucción pública en la prosperidad de los estados. Imprenta de Vicente Blanco. Disponible en Repositorio Documental Gredos
[5] SOMOZA, J. (1901). Inventario de un jovellanista. Madrid: Establecimiento tipográfico “Sucesores de Rivadeneyra”.
[6] MERAYO, P. (2008). “Jovellanos, la distancia entre el afrancesado cultural y el político”. El Comercio, p.75 [14 de mayo]
[7] RATO HEVIA, A. (1891). Vocabulario de las palabras y frases bables que se hablaron antiguamente y de las que hoy se hablan en el Principado de Asturias, seguido de un compendio gramatical. Tipografía de Manuel Ginés Hernández
[8] GARCÍA TEIJEIRO, M. Alzamiento del Principado de Asturias en 1808. Tipografía del ‘Castropol’
El autor del cuadro de los afrancesados en el Campo San Francisco es José Uría y Uría.