Berlusconi, mon amour

Tuvo muy claro lo que no quiso ser. Nunca quiso ser Giulio Andreotti. Intentó destruirlo y no lo consiguió.

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Víctor Guillot
Víctor Guillot
Víctor Guillot es periodista y adjunto a la dirección de Nortes. Ha trabajado en La Nueva España, Asturias 24, El Pueblo de Albacete y migijon.

Era una Italia extravagante, hedonista y personalísima. Era una Italia catódica, absurda y deslumbrante. Era tan hortera como elegante, tan pía como pecadora, tan siniestra como iluminada, tan cómica como trágica. Todos esas italias eran la misma, la que Silvio Berlusconi observaba, la que su piel estirada admitía, la que él emitía y exportaba al mundo como un lujoso crucero por las costas del Mediterráneo y del Adriático.

La vanidad del Loro era tan grande que logró convertir un país a su imagen y semejanza. Quiso ser Agneli, pero el suyo no era un imperio conformado por la sangre, el motor y el dinero. No producía coches. Los compraba. Quiso ser un Feltrinelli del cine, con una productora, varios canales de televisión y cinco editoriales, pero no había tanta materia gris en su cabeza para que el prestigio intelectual fuera consistente. En cambio, Berlusconi sí producía estrellas del cine y de la televisión, killers del calcio, de un modo tan fulgurante y efímero como un plato de espaguetti. Quiso ser un capo pero no ocultaba tantos cadáveres como para conformar un Estado del miedo.

Tuvo muy claro también lo que no quiso ser. Nunca quiso ser Giulio Andreotti. Intentó destruirlo y no lo consiguió. Borrar su legado, y tampoco. Para Berlusconi, la democracia cristiana era una prominente joroba que pesaba sobre la espalda de los italianos desde la II Guerra Mundial. Esa joroba era la responsabilidad. En cambio, la suya era una Italia sofisticada e indolente que miraba a las plataformas audiovisuales y a los simulacros. Su Italia era otra cosa. Su Italia se alejaba del foro de Roma y se acercaba más al teatro. Su imperio se sostenía con dinero y fantasía. El dinero le abriría las puertas al Mundo de Oz donde él sería el mago rodeado de belinas. La Italia bunga bunga se resume en esto: una televisión, un equipo de futbol, un Estado. Eso fue el berlusconismo. Una visión individual de alguien dispuesto a comprar un país y manejarse en la esfera internacional del G-15 con la misma soltura que una fiesta de cuñados.

La gran belleza. Dirigida por Paolo Sorrentino.

Giorgia Meloni, la bruja fascista del este, esperaba con delectación este momento tan crepuscular. La muerte de Silvio cierra definitivamente un capitulo de Italia que comenzó en los noventa y culmina hoy, con funeral y beatificación. Ahora le llega el momento a la extrema derecha que es atlantista y templa gaitas ante Ursula von der Leyen. El legado de Il Cavaliere es eminentemente cultural y se llama Paolo Sorrentino. La gran belleza, La juventud, El joven y el nuevo Papa y, sobre todo, Il Loro, conforman el legado estético de Berlusconi. Una Italia en la que siempre es verano. Lo más intelectual que puede llegar a ser un napolitano que fagocita a Fellini con la misma facilidad que Pratolini. Lo sublime se confunde con lo grotesco. Y que no falte lujo ni putas, farlopa ni dinero. Italia es una piscina que desborda veranos.

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