Sánchez gana porque sabe conllevar

La idea de España es y será siempre una discusión abierta imposible de finalizar.

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Xuan Cándano
Xuan Cándano
San Esteban de Bocamar (1959). Periodista. Redactor en RTVE-Asturias. Fundador y exdirector de Atlántica XXII. Es autor de "El Pacto de Santoña" (Madrid, 2006)

Se repite mucho estos días que Puigdemont es un elefante en la habitación para el gobierno español. Pero en realidad lo es el nacionalismo catalán para el Estado, un problema histórico sin resolver desde hace siglos que condiciona absolutamente la política española.

Puigdemont es un fantasma que se pasea por Waterloo porque el Procés fue en 2017 un fracaso para el independentismo catalán, tan patético como la República catalana de los 8 segundos. Pero también el Estado español quedó muy tocado con su intervención, desafortunada, desproporcionada y antidemocrática, impidiendo por la fuerza la celebración de un referéndum. Esa imagen de la policía reprimiendo a los votantes y llevándose violentamente las urnas es demoledora para cualquier democracia que se precie.

El Procés se cerró mal, para el independentismo y para el Estado, y por eso el conflicto catalán, y con él también el propio concepto de España, resurgen inevitablemente, como los muertos mal enterrados. Que ahora el inquilino de La Moncloa, tras las elecciones generales del 23-J, dependa de un político que huyó a Bélgica y está perseguido por la justicia española es tan insólito como que el presidente de Cataluña, elegido por los catalanes, esté con algunos de los suyos en una especie de exilio por convocar un referéndum de autodeterminación que apoyan la mayoría de los catalanes.

Es cierto que el Procés parecía ocultar una huida hacia adelante de dirigentes nacionalistas catalanes salpicados por la corrupción, pero también que las cloacas del Estado se destaparon para acosar al independentismo. La persecución de independentistas por la llamada policía patriótica del ministro del PP Jorge Fernández Díaz es uno de los episodios más graves de la corrupción institucional y del aparato del Estado desde la restauración democrática en 1977. Watergate parece un escándalo menor comparado con éste.

Junqueras, Puigdemot y otros exiliados catalanes.

En el Procés se enfrentaron dos nacionalismos, el catalán periférico y el español estatal. La batalla era desigual y ganó el Estado, como siempre, que tiene el poder real, y sobre todo al Ejército. Es una historia que se repite, hay quien dice que una vez por siglo. Se reprocha a los independentistas que se saltaron la Constitución, pero llevaban años pidiendo su reforma, una utopía para una Carta Magna blindada, convertida en un freno para los avances democráticos.

El gran eje sobre el que se mueve la política española no es social ni económico, sino territorial. Pedro de Silva expuso hace ya muchos años que de todos los problemas que provocaron la guerra civil solo pervivía el territorial, “la cuestión nacional”. Más o menos, con justificadas críticas y evidentes limitaciones, el resto han desaparecido con la dictadura franquista: el problema político (falta de democracia), el económico/social (la pobreza y la desigualdad), el religioso (un Estado confesional) y el militar (un Ejército golpista).

El problema territorial, sobre todo el catalán, pero también el vasco, el eje que marca la política española, adquirió aún más peso desde el Procés, hasta el punto de que fue esa intentona independentista la que impulsó a la extrema derecha española con Vox, que es sobre todo un partido ultranacionalista español.

En un ciclo de auge de sus ideas, incluso de las más reaccionarias, las derechas perdieron las elecciones en España porque no la entienden. Se niegan a aceptar su pluralidad, que es su mayor riqueza. Quieren mucho a España, o eso dicen, pero no la conocen. Creen que España es el barrio madrileño de Salamanca, el vermú después de misa, el ruido de la Brunete mediática y la camisa blanca de manga larga para las noches de verano, como la de los dirigentes del PP en el balcón de la calle Génova el 23-J. Los conservadores necesitan una derecha moderna, laica y respetuosa con la pluralidad nacional, un PNV a la española.

Frente a ese enemigo desnortado, a Pedro Sánchez le bastó para imponerse en las elecciones, a pesar de sumar menos escaños que el PP, hacerlo con contundencia en Cataluña, que volvió a decidir. Sánchez arrasó en Cataluña a las derechas españolas, que en esa autonomía y en el País Vasco son marginales, pero también a los independentistas, porque los catalanes y un amplio sector de la opinión pública española valoran que haya rebajado el fuego del Procés. Rebajado, que no apagado, porque el problema catalán, como el vasco, no se puede solucionar, solo “conllevar”, como decía José Ortega y Gasset.

La cuestión nacional en España no se puede solucionar, solo “conllevar”, porque se asienta en dos concepciones antagónicas de la nación imposibles de complementar. Una unitaria, centralista y conservadora, que tiene la hegemonía y el poder, frente a otra plural, federalista y progresista, históricamente derrotada. Y en ese fracaso histórico, bajo la alargada sombra de las experiencias frustradas de la I y la II Repúblicas, tienen mucha responsabilidad los nacionalistas periféricos, que siempre contribuyeron a abortar proyectos federales y descentralizadores. Recordemos, por ejemplo, la proclamación de la República catalana en 1934 por Lluis Compays y el Pacto de Santoña en 1937, cuando los nacionalistas vascos pactaron con los fascistas italianos. La idea de España será siempre una discusión abierta imposible de finalizar porque ni las derechas ni los independentistas, por su esencialismo, hacen posible lo que parece su organización territorial natural y más democrática: una República federal. A unas y a otros puede estar agradecida la Monarquía española que ahora representa Felipe VI, muy desprestigiada y anacrónica, pero que permanece robusta porque es garantía de la unidad de España.

Las críticas furibundas e irracionales a Pedro Sánchez por sus acuerdos con los nacionalistas vascos y catalanes, nunca para formar gobierno, ese irritante “que te vote Txapote”, se volvió contra las derechas el 23-J no solo por su inconsistencia. También porque en realidad esas políticas del presidente socialista para “conllevar” la cuestión nacional en España fueron uno de sus mayores éxitos, como avalan los resultados del PSC en Cataluña.

Ahora Sánchez, un equilibrista de la política capaz de sortear con éxito todas las dificultades, afronta su mayor reto, que parece endiablado, más incluso tras el recuento del voto de los emigrantes madrileños que da un escaño más al PP: lograr formar un gobierno pactando con Puigdemont, que saborea la venganza en Waterloo. Tarea extremadamente complicada la del socialista. Habrá que ver si sabe jugar sus bazas, que son mejores que las del expresidente de la Generalitat, perseguido por la Justicia y con el independentismo catalán totalmente dividido y desmoralizado.

Esta vez, aunque las cesiones sean mayores y puedan acabar en una amnistía para los independentistas y un referéndum para reformar el estatuto catalán, la oposición de las derechas probablemente siga sonando con el mismo volumen, cansino y atorrante, pero con menos audiencia, porque salieron muy debilitadas del 23-J. Por no entender a España, por no saber “conllevar” la cuestión nacional.

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