Si eres un ordenador, tu vida va bien. El mundo virtual, que es el de las grandes inversiones, el de de los bitcoins, el de la inteligencia artificial y el metaverso, es el único mundo que suele correr por delante de la ley y por eso ha progresado en el sector de la investigación, el desarrollo y la innovación, por eso ha triunfado en el mundo financiero que es un mundo ficcional, aparentemente paralelo e inasequible al de la realidad, pero conectado, efectivamente, a través de un hardware. Todo lo demás, el mundo de los objetos, el mundo físico de los deseos y de los cuerpos, está bastante regulado e intervenido por los Estados. Se ha vuelto aburrido. Mala cosa.
Bajo esta idea libertaria subyace desde hace más de una década el pensamiento iliberal de muchos superricos, al estilo de Musk o de Bethos en la vida real, al estilo de Spectre, en el mundo de James Bond, al estilo de la Tyrell Corporation en el desolador futuro de Blade Runner bajo la mirada existencial de Rick Deckard o a la manera de la Wayland-Yutani Corporation en el corrosivo universo de Alien ante la violenta desesperación de la Teniente Ripley. En la cabeza de todos estos pioneros del anarcocapitalismo megalómano y conspiranoico, también está presente la posibilidad de ser inmortal, aunque este deseo cotice actualmente a la baja frente a otros aparentemente más accesibles como la posibilidad de huir del mundo o colonizar otros que no estén tan contaminados de eso que, vulgarmente, llamamos humanidad.

El ángulo de pensamiento de Bethos o Musk siempre ofrece resistencias. Mientras la clase obrera busca evadirse de la cotidianidad en un resort de Tenerife y vive modestamente satisfecha sabiendo que su empleo está regulado y protegido por su gobierno, el desesperado fundamentalismo mercantilista se expresa en coches lanzados al silencioso espacio donde no se puede escuchar Space Oddity de Bowie, exóticos cruceros orbitales desde los que contemplar cómo se contamina el planeta que un día fue azul o un viaje a Marte desde el que volver a replantar una lechuga siempre que no cuente con el respaldo de ningún estado. Su sentido del progreso científico se abre camino a través de la transformación de los mercados, aunque el pesimismo trumpista de este último año, les haya inducido a pensar que ningún mercado tiene sentido en un mundo desnaturalizado. Cuando los mercados colapsen, habrá que instaurar otros en algún otro lugar.
Esta semana, la vicepresidenta del gobierno en funciones, Yolanda Díaz, lo advertía en un encuentro de Sumar donde se reflexionaba sobre el futuro: “Las élites tecnológicas, billonarias, tienen un plan: huir y protegerse ellos solos”. El proceso histórico del turbocapitalismo se inicia y se concluye con el pensamiento libertario iniciado por Friedman, con un interesante matiz: los ricos se están cansando de la tierra y sus poderes terrenales. El capitalismo prefiere en estos momentos los ordenadores antes que a las personas, el mundo transferido a las inteligencias artificiales y las redes sociales que al contacto físico y el autoritarismo económico frente a la democracia representativa. En todos ellos, y sobre todo en la Tesla Corporation y la red (anteriormente llamada Twiter), se pretende encontrar una fórmula alternativa a la democracia que no signifique una barrera para la libertad. Efectivamente, Bethos y Musk pretenden dar un paso importante: que la tecnología cambie el mundo sin pedir permiso. Algo de esto encontramos en el libro que acaba de publicar Capitan Swing: La supervivencia de los más ricos de Douglas Rouskoff.

Hubo un tiempo, no hace mucho, en que los ricos soñaron con la inmortalidad, dispuesta a ser decodificada a través del mapa de nuestro adn. A lo largo de las dos primeras décadas de este siglo, los grandes multimillonarios americanos se dedicaron a invertir en fundaciones dedicadas a buscar la técnica mágica que permitiera prolongar su edad y su calidad de vida. El cine ha tratado este asunto en películas como La isla, dirigida por Michael Bay, donde la Merric Foundation se ocupaba de la crianza de humanos cuyos órganos estaban vitales estaban destinados a ocupar los cuerpos de aquellos que pudieran pagarlos. Lo que diferencia realmente a los ricos de los pobres ya no es un yate de 30 metros de eslora, sino la capacidad de decidir su longevidad desde un yate de 30 metros de eslora o, mejor aún, desde una nave espacial.
Uno de los motores del iliberalismo se alimenta de esta idea: ¿Y si tuviéramos la posibilidad de disponer de más tiempo? En toda visión de la inmortalidad, en todo viaje homérico a través de las estrellas, se esconde una perversa cualidad: sólo tiene sentido si tu fortuna te lo permite y además es inconmensurable. De otra manera, democratizar la longevidad o colonizar la Luna supondría un serio problema para la libertad individual y las fortunas de unos pocos plutócratas.
Instituciones privadas como Founders Found, una empresa de capital riesgo con base en San Francisco dedicada a invertir en la industria aeroespacial, la inteligencia artificial, la computación avanzada, en energía, salud e internet y que es accionista de Airbnb, Spotify, Facebook o SpaceX entre otras, forma parte de esta trama tras las que se esconden los viejos y siempre programados fondos de inversión, y no es la única. Methuselah Found es otra fundación dedicada a detener el proceso de envejecimiento, en la que ha invertido Pay-Pal, y cómo no mencionar a Humanity Plus, una de las organizaciones sin ánimo de lucro que en las dos últimas décadas más se ha volcado en el transhumanismo o lo que viene siendo la transformación de la naturaleza humana a través de la tecnología.
En los días 19,20 y 21 octubre de 2018, Antonio Garrigues Walker, fundador de una de las firmas de abogados más importante del mundo, representante del liberalismo de centro derecha clásico en España y que ha representado a las grandes corporaciones internacionales mercantiles a lo largo de los últimos cincuenta años, afirmaba en un congreso de la Humanity Plus celebrado en el Ateneo de Madrid que no creía en la inmortalidad y, tras reconocer que en EEUU no existía un control de los avances científicos y tecnológicos en ese y otros campos (una regulación como la que desde la UE se pretende ahora en la inteligencia artificial), preguntaba al auditorio por qué querían ser inmortales, o mejor dicho, para qué querían serlo. Entre los asistentes, un hombre levantó la mano y respondió: para vivir una vida completamente feliz.

El cine de ciencia-ficción no depara grandes expectativas sobre Marte. En la adaptación de Desafío Total que filmó el director holandés Paul Verhoven, el planeta rojo era un mundo desértico, subterráneo y mutante sometido al autoritarismo de una compañía minera, similar al mundo representando en centenares de westerns que hablaban de pioneros que habían abandonado la vieja Inglaterra por las tierras vírgenes de los EEUU. No sabemos como será la felicidad en Marte pero sí sabemos lo que significa vivir en la Tierra y lograr eso que Jacques Audiard pretendía alcanzar a través de los personajes de sus películas: “una modesta felicidad”.
La humanidad, afortunadamente, ha sabido aprender a ser feliz rodeada de carencias, a superarlas, a reconocerlas en las manos, los labios o los ojos imperfectos de las mujeres y los hombres y a saber suplirlas conquistando parcelas de justicia e igualdad social gracias a la democratización de los Estados. A veces, no hace falta llegar a tanto para darse cuenta de que basta una llamada de teléfono para hacernos sentir modestamente felices, aunque sea desde Tenerife.