El Premio Princesa de Asturias a la actriz Meryl Streep puede ser entendido como un premio a toda una carrera, galardonada con tres oscars, pero también como un reconocimiento al feminismo, pues si hay una actriz que ha interpretado la lucha feroz por la igualdad y la emancipación de las mujeres en cada personaje que ha encarnado, esa es Meryl Streep. En realidad, esa mujer son muchas mujeres. Es Susan Sarandon, es Viola Davis, es Shirley McLaen, es Glen Close, es Angelia Huston, lo fue Anne Bancroft, lo fue también Catherine Herpburn o Lauren Bacall. Lo son también Charlize Theron, Jennifer Lawrence o Margot Robbie y podría seguir así a lo largo de toda la columna, enumerando a mujeres que consiguieron hacerme cómplice de sus desdichas y de sus alegrías, que me enseñaron, en definitiva, a ser un hombre más libre. Lo que quiero decir es que la Streep nos remite a una mujer americana que ha logrado desnudarnos con la mirada, con su gesto, con su cuerpo, su voz. Con todo eso, le ha entregado a las mujeres que iban cumpliendo años un espacio propio, una identidad con la que sufrir o reír, algo que se había convertido en una conquista política y social dentro y fuera del marco de una pantalla. Las sucesivas Streeps que hemos visto en los últimos cincuenta años de la historia del cine han construido una narrativa de la mujer contemporánea, sufriente y frágil, entera y luchadora, forjadora de destinos que rompían techos de cristal o buscaban una habitación propia en un cobertizo. A su manera, representa muy bien el sentido de Simone de Beavoir: las mujeres no nacen, se hacen.

Hay unas cuantas películas que me flipan de Meryl Streep, pero sin duda la que logra destrozarme por dentro está dirigida por Clint Eastwood, ese cabrón capaz de congelarte con un sencillo tiro de cámara apuntando hacia sus ojos. Los puentes de Madison representa la salvación personal, romántica y fugaz, frente a un mundo hostil, político y sin imaginación. Siempre hay una oportunidad para cambiar el futuro, siempre hay una pick up de la que bajarse y escapar cuando te moje la lluvia. Siempre hay esa oportunidad para darle una vuelta a la vida doméstica y siempre en crisis de la pareja. Y la película, que es bastante abstracta, ha envejecido muy bien, hasta el punto de que una joven estudiante le ha comentado a la actriz esta tarde de miércoles que ella hubiera preferido que la Streep no hubiera decidido quedarse con su marido ni con su amante, que ella, simplemente, hubiera cerrado la puerta del coche y hubiera seguido su propio camino. La Streep ha dicho a todo que sí, que eso, precisamente, era el feminimso.
La filigrana de gestos con que Meryl Streep enriquece genialmente sus papeles, la convierten en una actriz gótica. Se adapta a una escritora capaz de enamorarse de un aviador, muta en una primera ministra británica dispuesta a destruir a la clase obrera, revive a la propietaria de un periódico dispuesta a contar la verdad y solamente la verdad o convierte un telefilm de tarde sabatina en una magnífica y estupenda comedia romántica travestida de musical. La Streep es una actriz gótica, ya digo. Siempre, cuando creemos que ya lo ha dicho todo con su expresividad, añade un gesto más a sus mirada, a su boca, como una rúbrica de su personalidad o una última palabra verdadera sobre el texto de otro.

«He conocido a la mejor actriz de la historia, trabajo con ella», le contó un día un enamorado John Cazale a su amigo Al Pacino antes de que ella diese el salto a la gran pantalla. John Cazale ha sido, posiblemente, el mejor actor del Nuevo Cine Americano. Sólo interpretó cinco películas y todas ellas han sido historia del cine. Juntos, Cazale y Streep, compartieron pantalla en El cazador, de Michael Cimino, posiblemente la película más gozosa de la amistad y la más antibelicista de cuantas se han rodado en los EEUU. El 12 de marzo de 1978 fallecía John Cazale a los 42 años de un cáncer y junto a el, en su agonía, estuvo siempre Meryl Streep. «No he visto a nadie tan devoto a alguien que está muriendo», aseguró Al Pacino. Esa es Meryl Streep.