Argentina ha votado y Sergio Massa ha sido el inesperado ganador de la primera vuelta frente al ultraderechista y ultraneoliberal Javier Milei. Un hombre de espaldas anchas, un hombre de Estado, capaz de conducir al peronismo a una nueva victoria. O, lo que es lo mismo, capaz de negociar con los intereses más antagónicos y armonizar los discursos más bienpensantes del kirchnerismo con el respecto a la oligarquía territorial y el deseo general de orden frente a la inseguridad que crece a la vez que se disparan los índices de pobreza.
Incluso, a diferencia de unas semanas atrás, da la sensación de que Sergio Massa, candidato y actual Ministro de Economía, tiene alguna herramienta para apaciguar los mercados y contener a los especuladores del dólar. Pues esta semana, a base de allanamientos, el que ejerce la Presidencia en funciones desde hace meses, ha parecido contener la corrida cambiaria, es decir la compra masiva de dólares y la fuerte devaluación del peso.
Frente a estos movimientos por parte de los especuladores financieros, Massa ha podido ponerle algún límite a quienes venían conspirando contra los ahorros de los y las argentinas y en contra de la soberanía nacional desde la city de Puerto Madero y las cuevas del microcentro.
¿Es verdad que esta pasión destructiva es una versión neoliberal del “Que se vayan Todos”?
Pero, aún tras el innegable vuelco que el oficialismo le ha dado al clima de terror gótico que se respiraba todavía ayer, ¿es posible borrar de una vez por todas la sonrisa de Joker de Javier Milei? ¿Podemos dar por bueno, como hacían ayer a la noche los medios de comunicación más peronistas, que la votación debe interpretarse como un síntoma de la racionalidad de la mayoría y la buena salud de la democracia tras cuarenta años de paz, justicia y memoria? ¿A quién favorece sostener que quienes votan la opción libertaria y compran las promesas de moto-sierra o bien son personas desinformadas, o bien frikis llenos de odio que, tras años invisibilizados por el consenso progresista, amparados en la multitud, se atreven ahora a expresar en voz alta sus deseos más antisociales? ¿Es verdad que esta pasión destructiva es una versión neoliberal del “que se vayan todos”, el grito de las grandes movilizaciones populares de 2001, pero ahora dirigido contra el Banco Central, el Ministerio de las Mujeres y el Estado social? ¿Basta con repetir la fórmula “Massa o fascismo” como nos preguntaba el escritor Diego Valeriano el sábado en una charla organizada sobre la negatividad omnipresente? ¿Podemos pensar la coyuntura más allá de la coyuntura?

Dos horas antes del cierre de las mesas electorales, a punto de ejercer por primera vez mi voto en Argentina, me siento en una terraza de Villa Crespo, céntrico barrio porteño antes hogar de trabajadores italiano y exiliados judíos. El escenario principal de la gran novela “Adam Buenosayres” de Leopoldo Marechal, es ahora un centro comercial a cielo abierto con una gran oferta de patisserie y café cortado anunciado como flatwhite. En una mesa contigua de uno de esos lugares para la clase media con educación y aspiraciones, que aunque no lo quiera es la mía, charlan dos chicas muy normales. No tienen más de veinticinco años. Llevan ropa de sport y tienen el pelo muy limpio. Seguro huelen bien, pero las continuas carreras de mi hijo detrás de Cosito, nuestro caniche, que tampoco deja de moverse en busca de un nuevo pis que oler, me impiden acercarme y poner la oreja como me gustaría hacerlo.
Hablan de la coyuntura desde el interior de la coyuntura. Pero no por los temas que aparecen en sus palabras, sino por una actitud o inclinación que durante el siglo XX se conoció como banalidad y hoy, mucho dolor después, podría llamarse indolencia. Es, pienso, una suerte de anestesia que se ha vuelto reactiva, violenta. Escucho que una le dice a la otra: ¿Cómo se llama esta provincia del norte que es muy pobre? Sigue: es un sitio que existe únicamente porque el Estado le ayuda. La vida está entera subvencionada allá. Le cuento a mi compañera y pensamos si hablan de Formosa o quizás Jujuy, una provincia que recientemente ha estado mucho en los medios, después de las fuertes movilizaciones de los docentes contra de las reformas del Gobernador Morales y la desmedida represión que le siguió. Una conflictividad social donde el telón de fondo no es otro que las políticas racistas contra los pueblos originarios y el extractivismo camuflado de nuevo desarrollismo.
Se trata del mismo gobernador que, a pesar de integrar las listas de uno de los candidatos de la conservadora Juntos por el Cambio, es ahora llamado a sumarse al bloque oficialista, el que, al menos formalmente, guarda relación con la “década ganada” (2003-2013), la memoria de los años setenta y la izquierda obrera y revolucionaria dentro del peronismo. Esas serían las banderas de un kichnerismo que no puede más que confiarlo todo a Alex Kiciloff, el verdadero hijo de Cristina, ejecutor de la nacionalización de YPF, inconsciente contestatario del movimiento y, por segunda vez, gobernador electo de la provincia de Buenos Aires, nada más y nada menos que el corazón de las tinieblas para el porteñismo blanco e ilustrado.

Habrá segunda vuelta, y Sergio Massa, cuya supuesta resiliencia algunos ya comparan con el sálvese quién pueda de Carlos Menem, anda a la búsqueda de la relación de fuerzas que, a la espera de conocer cuál será su grado de sumisión frente a los ajustes pedidos por el Fondo Monetario Internacional, le permita seducir a aquellos votantes moderados a los que no les ciegue el gorilismo.
Son un amplio tanto por ciento de votantes que el 19 de noviembre, en la segunda vuelta, aún no tienen claro si se van a quedar en casa tomando un whiskey y llorando por la Argentina que quiso y no puedo ser un país normal.