Cuando se trata de la transición ecológica, pocas regiones de España rivalizan en conflictividad con Asturias. No es para menos: una comunidad conocida por su industria pesada y por su minería del carbón, en la que aún perviven esas grandes chimeneas de hormigón, esos inmensos edificios repletos de vigas de acero y cristaleras, que tan comunes son en otras partes de Europa y de los que tanto adolece la estructura productiva española.
Según datos del IDEPA, la industria contribuye en un 19.18% al Valor Añadido Bruto de la economía asturiana, generando más de cincuenta mil empleos directos; aunque está lejos, por ejemplo, del País Vasco – otra de las históricas regiones industriales españolas, que cuenta con un PIB industrial del 24,2% – Asturias sigue siendo una de las cabezas visibles de la España industrial.
O, al menos, lo ha sido hasta ahora. La amenaza del cambio climático, cada vez más apremiante, ha ocupado de nuevo un papel central en el debate público y en el discurso político gracias a las históricas movilizaciones de la juventud que se han producido en los últimos tiempos.
El tiempo para actuar se acaba y, lo que es peor, cuanto más tardamos en reaccionar, mayores son los daños y por tanto mayor es la factura. Así las cosas, aunque aún perviva en el imaginario colectivo la imagen de un ecologismo individualista, de pequeños gestos, las cifras indican que ese enfoque ni ha tenido un impacto efectivo en la lucha contra el cambio climático, ni va a poder tenerlo. Urge tomar medidas amplias, serias y profundas, repensar nuestras sociedades, y ese es un reto considerable.
La transición ecológica ha llegado para quedarse: el consenso en relación a la amenaza es un hecho, con un 90% de los españoles definiendo el cambio climático como un problema ‘muy serio’ – lo que nos coloca a la cabeza de Europa en concienciación ecológica. No hay el mismo consenso en la forma de abordarlo. Esa unidad casi homogénea se desmorona cuando se entra a discutir medidas concretas para resolver el problema.
Y no es para menos, porque no está nada claro quien va a pagar esa factura que no para de crecer. Los planes para la transición ecológica suelen cargar esa responsabilidad sobre los hombros de los de siempre: los trabajadores. Aunque suele decorarse todo el proceso con una dosis del tan encumbrado ‘diálogo social’, la realidad es que la intervención pública no está ofreciendo un futuro claro a muchos trabajadores afectados.
La impronta del neoliberalismo sigue siendo fuerte y no tiene demasiadas dificultades para teñirse de verde: la ‘intromisión en los intereses del capital’ es mínima, y se limita a encauzar las aguas del mercado. La continuidad del empleo no se garantiza: en su lugar, se produce una ruptura que arroja a los trabajadores a la arena de la competitividad. A empleo destruido, empleo creado – o eso dicen – pero quien acceda a esos empleos se determinará igual que siempre: obligando a los trabajadores a competir entre ellos en el mercado laboral. ¿Dónde está la justicia de la transición?
El caso de la Central Térmica de Lada es el último ejemplo de este modelo de transición “justa”. Tras el cierre, la plantilla directa de Iberdrola tendrá más o menos apañado el futuro. Pero los trabajadores de las auxiliares (Dominion y Lacera), en cambio, se enfrentan a una incertidumbre total.
Para esta treintena de trabajadores apenas hay garantías de ningún tipo: tan solo la promesa, difusa, de que se va a crear empleo a través de otras vías. Qué tipo de empleo, quién lo va a crear, y en qué condiciones, suelen ser preguntas para las que no existe una respuesta clara y contundente. Y son, precisamente, el tipo de preguntas centrales a las que el ecologismo debería responder si quiere tener el apoyo de la clase obrera.

En el caso de Lada, el Conceyu Abiertu pola Transición Xusta, una entidad que agrupa a varios agentes sociales para debatir y elaborar propuestas para una transición justa, ha propuesto un plan para la rehabilitación de la zona, que espera convertir los antiguos terrenos industriales en un nuevo espacio urbano sostenible, creando, según afirman, cerca de 3.000 empleos en un plazo de ejecución de 8 años. Sin embargo, qué ocurrirá después de esos ocho años – cuál será la estructura productiva de la comarca, qué proyecto de futuro se ofrece a la gente que vive y trabaja en ella, para que se queden aquí y puedan formar familias – es un misterio.
Cuando las propuestas de reindustrialización cobran fuerza, cuando más evidente se hace el papel clave de la industria a la hora de sostener la economía de un país – como lo está demostrando el impacto diferencial del coronavirus en aquellas economías con poco músculo industrial, como la española – el ecologismo no puede enfocarse como un problema de servicios, como una cuestión exclusivamente ‘ciudadana’.
Un espacio verde y sostenible, recuperado, que potencie la biodiversidad y resuelva problemas urbanísticos y residenciales es necesario, especialmente en Langreo. Pero de poco servirá si no queda nadie para disfrutarlo. Si las plantas y las fábricas siguen cerrando y no son sustituídas por otras industrias verdes, si los jóvenes siguen emigrando porque aquí no se pueden ganar la vida.
Es fundamental que el ecologismo tenga una perspectiva mucho más amplia, mucho más integral, que parta de una transformación de la estructura productiva que garantice la continuidad del empleo, para asegurar una transición verdaderamente justa y bajo la hegemonía de la iniciativa pública y democrática.
Enfocar así la lucha contra el cambio climático requiere movilizar un músculo social gigantesco que doblege los poderosos intereses del capital. Ese músculo social solo puede obtenerlo si integra plénamente los intereses de la clase trabajadora en sus propuestas y reivindicaciones.
El hidrógeno y las renovables están sonando como base de algún proyecto que aproveche parte de las instalaciones de Lada. El caso de la CT de Lada nos brinda la ocasión de empezar a diseñar esa alternativa: recuperemos terrenos, planteemos espacios verdes, pensemos en un urbanismo sostenible, pero diseñemos al mismo tiempo un futuro industrial, productivo, para la comarca. De lo contrario, puede que tengamos que pagar una factura social tan grave como la climática.