A propósito de la victoria de Joe Biden y del Partido Demócrata en las elecciones generales de EE.UU., cierta izquierda melancólica ha vuelto recientemente a traernos desde el otro lado del Atlántico el viejo debate únicamente yankee acerca de las denominadas “políticas de la identidad” y el “abandono de la cuestión de la clase”. Al parecer, la unidad de la clase obrera se habría venido fragmentando desde el auge de la hegemonía del neoliberalismo en una diversidad de luchas sociales particularistas en búsqueda del mero reconocimiento individualista, dejando de lado una cuestión (supuestamente) transversal: la contradicción capital-trabajo.
Por poner un ejemplo en el caso que nos ocupa, las elecciones presidenciales de EE.UU., el nombramiento de la reciente Vicepresidenta Kamala Harris sería otra ocasión más en la que el neoliberalismo nos estaría tendiendo una trampa de la diversidad, al centrar la mirada en el color de piel de Harris y no en sus posibles políticas neoliberales. Este análisis, no poco extendido y para nada lejano a la conspiranoia, obvia el hecho de que la cuestión de clase en Estados Unidos ha estado histórica y radicalmente atravesada por la cuestión racial.

El concepto de ‘clase’ es un concepto en tensión
Además, la izquierda melancólica suele tender a idealizar el período del Estado del bienestar (1945-1970). Como bien han señalado Sandro Mezzadra y Mario Neumann (Clase y diversidad. Sin trampas), este período de “acuerdos de clase” se caracterizó por llevar a cabo un proceso de constitucionalización del trabajo: la transformación de la clase obrera y los movimientos obreros dentro de las instituciones del Estado de bienestar democrático, consiguiendo un ensanche, ampliación y profundización de las democracias occidentales.
Sin embargo, no hemos de idealizar esta época: el rechazo del mundo fabril por parte de la generación de 1970 y los procesos de inclusión y exclusión selectiva de la clase obrera (principalmente formada por hombres blancos autóctonos), entre otras cuestiones, fueron impugnados por el mayo del 68. Se descubrió algo que siempre había estado ahí: el concepto de ‘clase’ es un concepto en tensión.
Transversalmente, el movimiento del mayo del 68 se preguntó acerca de los límites sistémicos del marxismo como explicación totalizadora de las cosas, además de la obsolescencia de las organizaciones tradicionales de la izquierda. Estos límites venían dados por presuponer que había una sola contradicción fundamental que explicaba y vertebraba, de manera transversal, toda la realidad: el conflicto central capital-trabajo. La Nueva Izquierda surgió principalmente como oposición y alternativa a esta visión estrecha del ‘economicismo mecanicista’.

En realidad, lo que se debate es una cuestión mucho más profunda: la autonomía de lo político. Es decir, si tanto la clase social como la pertenencia a ella vienen ya determinadas objetivamente por la posición que se ocupa en la estructura económica y por la nómina a final de mes, o si, por el contrario, el territorio de lo político tiene un relativo margen de actuación en el que la clase social se iría articulando en el propio proceso político, siempre dinámico.
Si tenemos un mínimo de compromiso real con el cambio social y de honestidad intelectual, nos daremos cuenta de que las ciencias sociales apuntan hacia un hecho que ya el propio Karl Marx señalara: las relaciones entre la economía y las realidades políticas, culturales, sociales, etc. se irían entretejiendo y co-determinando de manera conjunta. No deterministas, sino orgánicas.
Esto implica construir una categoría de ‘clase social’ no nostálgica, sino actualizada
Entender que las clases sociales no son cajones estancos, sino realidades dinámicas, no es otra cosa que ser lo que Marx era: materialista. El materialismo histórico ponía el acento en la historicidad de las realidades sociales y sus cambios. Hoy día, para llevar a cabo una política emancipadora, ha de partirse de la heterogeneidad constitutiva de nuestras sociedades actuales. Esto implica detener muchas de las ofensivas hacia la Nueva Izquierda, los feminismos, el antirracismo o el ecologismo, acusados de desviar la atención de la única lucha transversal y fundamental, que sería la obrera. Acusaciones, por otra parte, no exentos de falacias y prejuicios de diversa índole. Esto implica construir una categoría de ‘clase social’ no nostálgica, sino actualizada, y entendida como un lugar de conflicto productivo en el que los feminismos, el movimiento queer, el antirracismo del Black Lives Matter o el ecologismo de las acampadas en rebeldía por el clima se tornan esenciales en articulación con un mundo del trabajo cada vez más complejo.