Cuando Diego me pidió que escribiera este artículo, superado el reflejo bartlebiano, inmediatamente vino a mi memoria la comedia de nuestro querido Tom Fernández titulada “¿Para qué sirve un oso?”
En esta pelicula, Guillermo y Alejandro a la sazón hermanos y biólogos, tienen dos momentos vitales aparentemente antagónicos. Alejandro quiere salvar el oso para proteger los bosques asturianos y su hermano Guillermo, que ha abandonado su trabajo en la Antártida, encarna el pesimismo del que se ha encontrado de cara con la bestia invencible del cambio climático.
Pensé que Alejandro diría que un carril bici es, un poco, como un oso: una especie urbana escasa y esquiva. Donde arraiga, se reproduce más o menos rápidamente pero apenas amenaza el ecosistema de los coches y resto de humeantes cacharros aunque sus propietarios-esclavos aúllen como coyotes por su existencia. Donde no consigue asentarse la vida sigue, tan plácidamente, y la facción pedaleante de la ciudadanía clama en el desierto por su despliegue inmediato sobre la trama urbana.
Carril bici es el nombre hispánico para las vías ciclistas segregadas. Desde un punto de vista jerárquico, los carriles bici serían vías cuya utilidad es la circulación de las bicicletas exclusiva y separada de coches, motos, camiones y autobuses. Y también para mantener las bicis separadas del amenazado espacio peatonal. En la jerarquía urbana, el carril bici concede a la bicicleta su espacio protegido a costa del 70% del espacio que ocupa el tráfico motorizado en la ciudad, sin tocar un metro del espacio para las personas que caminan, juegan o interaccionan en la vía pública. Así de simple. Tan simple que incluso la Wikipedia se lía mezclando el espacio peatonal con el espacio para los vehículos y abunda en la sempiterna confusión entre los carriles bici construidos como lo manda Holanda y las nefandas aceras bici carpetovetónicas.
Si hablamos de sus destinatarios, los carriles bici sirven para que personas de toda edad, sexo y condición física puedan usar la bicicleta en sus desplazamientos cotidianos. Convertido en maximalismo filogenético y al grito de ¡carril bici ya!, el carril bici – y su inexistencia – han servido para que no se hayan tomado durante decenios ningún tipo de medidas complementarias para mejorar la vida de las personas que usan la bicicleta hoy. Entre “no podemos esperar a tener carriles bici para usar la bicicleta” y “construye carriles bici y los ciclistas vendrán pero entre autobuses, no” hay muchos grises. Pero para las cabezas eminentes que acaudillan la movilidad urbana, como diría Gramsci, en medio no hay nada. Y en el cálculo urbano, nada entre nada es nada. Nada.
De para que sirve un carril bici (o no) da cuenta también su distribución urbana. Un carril bici por si solo, es como una golondrina: no hace verano. Para que un carril bici sirva para algo debe ser parte de una red conectada, segura y cómoda. Una red de carriles bici permite a las personas desplazarse por toda la ciudad al trabajo, a estudiar, hacer gestiones, deporte, divertirse y acceder a la cultura de forma agradable y segura. La conectividad de la red es la clave. Ese carril bici que aterriza sobre una calle al azar porque cabe sin estorbar al tráfico ni restar aparcamientos y que no lleva a ninguna parte ¿se podría considerar una vía ciclista en puridad?
Para que un carril bici sirva para algo debe ser parte de una red conectada, segura y cómoda.
Según su función, los carriles bici se diferencian entre los que se construyen para la movilidad diaria, los trazados para usos recreativos y los erigidos para el lucimiento personal de munícipes y concejalas. Para los dos primeros hay toda una serie de criterios de diseño y consideraciones sobre su usabilidad, etc. Para una noticiosa inauguración de un carril bici no hace falta que este tenga ninguna longitud concreta ni características de diseño definidas. Cualquier adefesio vale y no debemos criticarlo porque “algo es algo” y siempre nos da el gusto de ver a un cargo electo sobre una bicicleta aunque sea por unos segundos cada legislatura. Criaturas, ellas también tienen derecho al placer de sentir el aire en su cara de cemento y slurry rojo (o verde o azul).
Y hablando de lechadas, no quiero acabar este opúsculo sin destacar otra utilidad. El carril bici ha sido (y seguirá siendo) un espacio privilegiado para la inmarcesible y arrolladora innovación española. La existencia de reputados manuales de diseño de carriles bici y los casos de éxito internacionales que se podrían copiar raya a raya, no han conseguido arruinar la creatividad de las y los técnicos que “repiensan” la ciudad. “Eso para Holanda vale pero aquí en X se necesitan otras cosas”, te dicen clavándote el ojo de Millán Astray en tu mirada atónita. El ancho del carril y su separación de la calzada o la acera, lo dicta con sobriedad una persona que lo mide todo en campos de futbol o plazas de aparcamiento. El color, textura y marcado del carril bici es un espacio riquísimo para los ejercicios de estilo y la ñoñería esa de tener una red coherente y comprensible no es nunca un obstáculo para desarrollar su fantasía. Y qué decir de su forma orgánica de integrar en el trazado de un carril bici peligrosos obstáculos como árboles, farolas, señales… una auténtica joya del urbanismo imbécil.
También pensé en lo que diría el voluntarista Alejandro: desde su bicicleta, con su diario de campo, prismáticos y GPS, nos diría apasionadamente que si cuidamos bien los carriles bici, los alimentamos de ciclistas y favorecemos su expansión por el ecosistema urbano, entre los árboles veríamos crecer otra ciudad descarbonizada que es posible. Y que muchas ciudades así harían un bosque. Y que ese bosque ayudaría a mitigar el cambio climático. Lo cual podría, de paso, atemperar el desconsolado pesimismo de su querido hermano Guillermo que terminaría parafraseando a Ghandi diciendo “La grandeza y el progreso moral de una nación puede medirse por la forma en que trata a sus carriles bici”.