San José, la iglesia gijonesa que nunca ha cerrado sus puertas a los movimientos sociales

Acogió a los pensionistas durante la dictadura, a las obreras de IKE y a los insumisos, como estas dos semanas ha dado refugio a los hosteleros.

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Paco Álvarez
Paco Álvarez
Periodista, escritor y traductor lliterariu d'italianu. Ye autor de les noveles "Lluvia d'agostu" (Hoja de Lata, 2016) y "Los xardinos de la lluna" (Trabe, 2020), coles que ganó en dos ocasiones el Premiu Xosefa Xovellanos.

La frase de bienvenida en su página web la define como una «parroquia abierta, solidaria y comprometida con el barrio del Carmen y con la ciudad de Gijón», y los hechos históricos dan veracidad a esa afirmación. Este año se cumplirá medio siglo del encierro que protagonizaron allí, en la iglesia de San José, tres centenares de pensionistas que al cabo de nueve días fueron desalojados violentamente por la policía franquista, que irrumpió pistola en mano. Las trabajadoras de IKE hallaron allí un espacio seguro para almacenar material a principios de la década de los 90, y en esos mismos años una docena de simpatizantes de la insumisión se encerraron en el templo para apoyar a tres insumisos que horas después fueron detenidos a las puertas de la iglesia para ser trasladados a prisión. En las dos últimas semanas la parroquia ha dado techo a otra lucha social, la de un par de hosteleros del colectivo Hostelería con Conciencia.

La actual iglesia de San José se alza muy cerca de donde estaba su predecesora, construida a finales del siglo XIX y destruida durante la guerra civil. El edificio, de estilo inspirado en el barroco colonial, fue concebido por el arquitecto noreñense Enrique Rodríguez Bustelo, autor también del palacete del antiguo Banco Urquijo (que se asoma al puerto deportivo gijonés y a los Jardines de la Reina). La primera piedra de San José fue colocada en 1946 y la inauguración tuvo lugar nueve años más tarde, tras ser rematadas unas obras que costaron alrededor de tres millones y medio de las pesetas de entonces y en las que trabajaron 81 obreros de la construcción. Este último dato se recoge también con precisión en la web de la parroquia, y el reconocimiento explícito a esa mano de obra (que parece evocar el poema en el que Bertolt Brecht se preguntaba por los anónimos albañiles y constructores de las pirámides o de la Gran Muralla China) es un indicio del compromiso sociopolítico que ha marcado la historia de esta iglesia, una de las más grandes de Xixón, con un millar de metros cuadrados de superficie útil. A principios de los años 60, al lado del templo creció un gigantesco vecino que distorsionó estéticamente el entorno de San José: el edificio Bankunión, de 22 plantas, era y sigue siendo el rascacielos más alto de la ciudad.

En 1971 el franquismo afrontaba sus últimos años de vida, pero el régimen no cejaba en la represión de los movimientos contestatarios, como pudo comprobar en sus propias carnes un nutrido grupo de pensionistas que inició un encierro pacífico en San José. El colectivo había ido estructurándose desde mediados de los 60 alrededor de la Comisión Provincial de Pensionistas y Jubilados de Asturias y, más tarde, de la Agrupación Regional de Pensionistas de Asturias.

En setiembre de aquel año, un centenar de jubilados que exigían pensiones dignas comenzaron ese encierro, que pronto tuvo repercusión dentro y fuera de Asturies. El periódico comunista Mundo Obrero señalaba que «la noticia se difundió inmediatamente y la reacción solidaria alentó a los encerrados y aumentó su número. La gente les llevaba mantas, comida, dinero, tabaco, camas de campaña, etcétera». Se fueron sumando otros pensionistas, hasta alcanzar la cifra de trescientos, mayoritariamente mineros, y esa movilización se vio respaldada con nuevos encierros en la iglesia gijonesa de La Milagrosa, la de San Juan en Mieres y la de Santiago en Sama de Llangréu.

Jesús Menéndez Peláez, testigo de excepción de aquellos hechos, tardó cuatro décadas en narrar en primera persona lo que allí había vivido. Lo hizo en un texto para el libro Mánfer de la Llera, de la rampla a la pluma (editado por la Conseyería de Cultura y Turismu del Principáu con motivo de la Selmana de les Lletres Asturianes de 2011)y ese mismo texto lo publicó también tiempo después en La Nueva España. Menéndez era en 1971 el cura coadjutor de San José y le tocó afrontar aquella situación, porque el párroco se había ido unos días de vacaciones. Recordaba con nitidez que «el 16 de setiembre, a las seis de la tarde, mientras atendía las visitas que llegaban al despacho parroquial, dos policías de la Brigada Político-Social vinieron a verme para poner en mi conocimiento que un grupo muy numeroso de jubilados había invadido la iglesia. La visita de aquellos policías secretas venía a ser una admonición para que los expulsara invocando el lugar sagrado del recinto eclesial. Mi respuesta fue que las iglesias, desde tiempo inmemorial, tenían el derecho de asilo y que, por tanto, como responsable de la iglesia de San José en aquellos momentos no sólo no los expulsaría sino que los atendería humanamente en lo que pudiera».

El sacerdote añadía que «la imagen de tres centenares de ancianos, algunos de ellos mutilados, durmiendo unos en los bancos, otros en el suelo, resultaba un espectáculo estremecedor. Por la mañana abrían las puertas de la iglesia, barrían el templo y lo ventilaban para que los fieles que acostumbraban a asistir a la misa de las ocho pudieran hacerlo sin mayor incomodidad». Reveló que «de esta manera se celebraron con normalidad funerales, aniversarios de difuntos y bodas» en los nueve días que duró esa movilización. Mánfer de la Llera, un minero jubilado langreano residente en el barrio incipiente de Pumarín y escritor en asturiano, se convirtió en uno de los dinamizadores del encierro. Según Peláez, «era mi interlocutor habitual. Él se preocupaba de que todo estuviera a punto para que nadie pudiera echar en falta nada en el devenir diario de una iglesia. Asimismo, era el intendente encargado de que todos los jubilados padeciesen las menores incomodidades derivadas de aquellas circunstancias. Sin pretenderlo, era su líder».

El 25 de setiembre, cuando se preparaba para oficiar la misa de las ocho de la mañana, irrumpieron en el templo las fuerzas de seguridad que, «con las pistolas desenfundadas, acordonaron a los jubilados. “La iglesia no autoriza este desalojo por la fuerza”, le reproché a la persona al mando de aquella unidad de asalto. “Yo traigo orden de desalojarlos por las buenas o por la fuerza”, me replicó». El mando policial pidió a gritos tres veces que desalojaran la iglesia y ante la resistencia pasiva de los pensionistas, que se abrazaron entre sí o se aferraron a los bancos, ordenó a los efectivos de la Policía Armada, los llamados “grises”, que cargaran. Jesús Menéndez, quien unos instantes antes se había dirigido a los policías y a los pensionistas con tono conciliador para tratar de mediar, presenció con impotencia «aquel espectáculo: ancianos por los suelos, otros saliendo a trompicones, otros con los rostros ensangrentados…».

El mando policial pidió a gritos tres veces que desalojaran la iglesia

Pensionistas que acabaron en la Casa de Socorro con heridas de diversa consideración, numerosas multas e incluso un consejo de guerra contra uno de los encerrados acusado de resistencia a la autoridad fueron las consecuencias del desalojo. Pero no tardaron en llegar las muestras de solidaridad hacia ellos: varios miles de obreros de empresas gijonesas del sector del metal iniciaron una huelga y al menos una decena de sacerdotes del Grupo de El Bibio (así llamado porque se reunían para cenar una vez por semana en la Casa de Ejercicios Espirituales de El Bibio, en la zona este de Xixón) acordaron suspender los cultos en sus respectivas parroquias al día siguiente, domingo, para concelebrar todos ellos una misa en aquella iglesia de San José que había sido profanada por la policía franquista.

Un par de meses después de que el testimonio de Menéndez apareciera en el citado periódico asturiano, el mismo rotativo publicó una emotiva carta firmada por Cristina Menéndez Vázquez, hija de uno de aquellos pensionistas que habían sido desalojados a golpes cuatro décadas atrás. Su padre, Emilio Menéndez, era uno de los más jóvenes de aquel encierro (tenía 39 años, se había retirado de la mina por enfermedad). Ella, una cría de diez años en 1971, lo vio llegar a casa tras aquello «con el cuerpo marcado por los toletazos de la policía. De hecho, había tenido que quedarse una semana en Gijón, recuperándose en casa de una tía de mi madre, porque estaba tan mal que no pudo desplazarse a Mieres, y mi madre iba y venía de Gijón todos los días, porque tenía que atender a sus hijos y vender pescado por los pueblos para ayudar a la economía familiar». Dos meses después del encierro, contaba Cristina Menéndez, «a mi padre le detectaron un cáncer de esófago. Lo operaron en Madrid en 1972 y en 1973, un día antes de cumplir los 41 años, murió. Tendría que ser así, pero creo que aquellos hechos aceleraron el proceso, y el dolor en el hombro izquierdo, que fue donde recibió uno de tantos golpes, le acompañó hasta la muerte». Acababa su escrito, dirigido al cura Jesús Menéndez, diciendo que «aunque mi padre era ateo, o al menos anticlerical, estaba muy agradecido por el buen trato que recibió por parte de los responsables de la iglesia de San José, y ahora que sé que estaba usted allí como cabeza visible le doy las gracias en nombre de mi padre por el trato recibido y por intentar protegerlos a toda costa de aquellos “vándalos” que actuaron bajo las órdenes de un gobernador civil sin escrúpulos».

Mánfer de la Llera escribió sobre aquel encierro en su libro Coses vivíes (Alborá, 1998) y el ilustrador mierense Alberto Vázquez también plasmó aquellos hechos en varias páginas de su cómic en asturiano Los llazos coloraos (Trabe, 2019), con el que ganó el Premiu Alfonso Iglesias.

De las trabajadoras de IKE a los insumisos

Otro religioso que dejó huella en la iglesia de San José fue José Luis Martínez, al que conocían cariñosamente en algunos ámbitos sociopolíticos como El cura buenu (quizás como reflejo de aquel apelativo de El papa bueno que le adjudicaron al progresista Juan XXIII) y que en 1970 fue uno de los fundadores del citado Grupo de El Bibio. Había nacido en La Pola Llaviana y llegó a San José tras ejercer en parroquias de Grao y Candamu, y en Xixón como capellán de la histórica Fábrica de Moreda y como párroco en el poblado de Santa Bárbara y en Nuestra Señora de Fátima, en La Calzada. A esta última se incorporó en 1963 y en aquellos tiempos, recordaba en una entrevista publicada poco antes de su muerte, «a todos nos tocó correr delante de los guardias».

Durante el tiempo que estuvo al frente de San José, la parroquia se caracterizó por el apoyo y la solidaridad activa con personas desempleadas, inmigrantes y colectivos reivindicativos. Ana Carpintero, militante de la Corriente Sindical d’Izquierda, fue trabajadora de Confecciones Gijón, una empresa más conocida como IKE, por la marca de las populares camisas que se fabricaban en su factoría de El Coto. Recuerda que «manteníamos una relación muy estrecha con el párroco José Luis y yo creo que incluso estuvimos allí alguna vez encerradas, poco tiempo». En dependencias de la iglesia «guardábamos material de IKE. Por ejemplo, cuando temíamos que nos intervinieran la fábrica llevábamos allí camisas y cosas de valor que las trabajadoras entendíamos que podíamos ir vendiendo para sostener nuestra lucha. Y en algunas movilizaciones salíamos desde la iglesia».

Confecciones Gijón, que fue una de las mayores y más importantes firmas del sector textil asturiano, llegó a tener una plantilla de casi 700 personas, de las que más de medio millar eran mujeres. Con el inicio de los procesos de reconversión industrial, su plantilla protagonizó entre mediados de los 80 y mediados de los 90 una enconada movilización en las calles para defender sus puestos de trabajo. Sus trabajadoras mantuvieron un largo encierro de cuatro años en la fábrica para reclamar un proyecto de futuro que salvase la empresa, lo cual no se logró finalmente.

Ana Carpintero también recuerda «haber estado encerrada en San José cuando el conflicto de Censa». Ese encierro y otras movilizaciones llevadas a cabo por trabajadores y trabajadoras de Xixón y de Llangréu en 1980 tuvieron como primera y única motivación la solidaridad con la plantilla de una empresa viguesa de construcción de bienes de equipo amenazada de cierre. Censa había sido adquirida por la Sociedad Metalúrgica Duro Felguera, de matriz asturiana, que sin embargo se negaba a incorporarla a su grupo empresarial.

José Luis Martínez seguía siendo el párroco de San José en 1993, cuando una docena de personas del movimiento de apoyo a los insumisos se encerró en el templo gijonés. Carlos Fueyo, Fermín Bravo y Juan José García Yiyi habían sido condenados a prisión por su negativa a realizar el servicio militar obligatorio y la prestación social sustitutoria; ellos y anteriormente José Manuel Chico Pin fueron los primeros insumisos asturianos encarcelados. Al día siguiente del inicio del encierro, los tres antimilitaristas se presentaron ante los medios de comunicación en una rueda de prensa convocada en el interior del templo. Pesaba sobre ellos una orden de busca y captura por quebrantamiento de condena, porque tras serles concedido el tercer grado penitenciario o régimen de semilibertad se habían negado a volver a la cárcel. Era parte de la estrategia de desobediencia civil auspiciada por la Coordinadora Asturiana pola Insumisión (CAI) y por colectivos antimilitaristas de otros territorios, como Mili KK, Kakitza o el Movimiento de Objeción de Conciencia.

Uno de aquellos tres jóvenes, Carlos Fueyo, cuenta en su libro Diario de un insumiso (Cambalache, 2015) que «cuando salíamos de la sala donde había tenido lugar el encuentro con los periodistas entraron en la iglesia tres “secretas”». Los tres insumisos que buscaba la policía se ocultaron en la sacristía, con el consentimiento del párroco, mientras miembros de la CAI negociaban la hora y las condiciones de su entrega voluntaria. «Tuvimos tiempo para comer, para avisar a familiares, amigos y medios de comunicación, poco más. Entrevistas, despedidas, nervios…». Hacia las cuatro y cuarto de la tarde llegaron varios agentes del Cuerpo Nacional de Policía. Carlos Fueyo lo relata así: «Nosotros tres ya estábamos sentados en las escaleras exteriores de la iglesia. Tras intercambiar unas palabras y al darse cuenta de nuestras “pasivas intenciones”, con aparente espontaneidad se dispusieron a llevarnos a rastras hacia los dos coches policiales aparcados en las inmediaciones». Hubo momentos de tensión, familiares y simpatizantes se arremolinaron alrededor, gritando consignas como «¡Nun hai prisión que pare la insumisión!» o «¡Abaxo les muries de los cuarteles!». Al fotógrafo que cubría la información para El Comercio lo alcanzó en el estómago un toletazo perdido.

Cerca de diez mil jóvenes se declararon insumisos en todo el Estado en los años 80 y 90, hasta la supresión definitiva del servicio militar, en 2001. En Asturies, más de medio centenar fueron juzgados por vía penal y casi una veintena acabaron en la cárcel. En la mayoría de los casos les impusieron condenas de dos años, cuatro meses y un día de prisión, y se generó una amplia ola de apoyo social a sus reivindicaciones en la que, a través del Conceyu Ciudadanu pola Llibertá de los Insumisos Presos, se implicaron organizaciones y colectivos sindicales, políticos, vecinales, feministas, ecologistas, culturales, cristianos de base…

Cerca de diez mil jóvenes se declararon insumisos en todo el Estado en los años 80 y 90

José Luis Martínez, El cura buenu, conmemoró como párroco de San José su medio siglo de sacerdocio y a la celebración de sus bodas de oro sacerdotales asistieron significativos representantes y militantes de organizaciones políticas y sindicales de las izquierdas gijonesas. Cuando el Ayuntamiento le concedió la Medalla de Plata de Xixón en 2005, en su discurso de agradecimiento mencionó, entre otros, a los teólogos de la Liberación, sus referentes. Martínez murió hace ahora diez años.

Por todas esas vivencias de solidaridad que jalonan la historia de la iglesia de San José, a nadie sorprendió que el pasado día 12 el actual párroco, Fernando Llenín, recibiera a las puertas del templo y se sumara al aplauso que la gente allí concentrada dedicó a los hosteleros Tono Permuy y David Tejerina, del colectivo Hostelería con Conciencia, en el inicio del encierro de semanas que mantuvieron en ese templo para denunciar la asfixia económica que están sufriendo las personas asalariadas y autónomas del sector y para reclamar ayudas efectivas ante las restricciones de la actividad hostelera derivadas del coronavirus. Se da la circunstancia de que David Tejerina fue uno de aquellos insumisos condenado y encarcelado en los años 90 por su negativa a realizar la mili. «No estamos aquí para pedir limosna, estamos aquí para luchar», dejaron claro los hosteleros, propietarios del café-librería Toma 3 y de la sidrería Canteli, respectivamente, durante un encierro del que Nortes ha dado cumplida información y que finalizó este viernes.

Así pues, la iglesia de San José recobra su función exclusivamente religiosa y las labores sociales que la parroquia desarrolla habitualmente. Quién sabe cuál será la próxima causa que acogerán sus muros. Esos muros que levantaron 81 obreros y que en tiempos sombríos defendieron un puñado de curas obreristas, los muros en los que aún retumban los ecos de todas esas luchas populares, de sus derrotas y de sus conquistas.

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