“Todo o que pasou o meu pobo
pasoume a min”
(Uxío Novoneyra)
Entre 1936 y 1943 la villa de Celanova se convirtió fatalmente en uno de los focos más representativos del terror fascista en la provincia de Ourense. El 25 de julio de 1936, apenas cinco días después de proclamar el estado de guerra, el comandante militar de Ourense le encargaba al director de la prisión provincial que estudiase la posibilidad de habilitar el convento de San Rosendo como depósito provisional a donde derivar la gran cantidad de presos políticos que amenazaba con saturar tanto la propia prisión provincial como las prisiones de partido. Pocos días después llegarían los primeros reclusos.
En esta primera etapa, su funcionamiento apenas se diferenciaba del de un campo de concentración, como señala el historiador Rodríguez Teijeiro en su tesis: El sistema penitenciario franquista y los espacios de reclusión en Galicia. Elixio Rodríguez, miembro de las Mocedades Galeguistas de Bande, relató su experiencia en unas memorias más o menos noveladas, pero que no dejan de reflejar la impresión que le causó la estancia en aquella cárcel. El primer espacio de reclusión fue el antiguo refectorio (comedor) de los monjes, un gran salón donde la aglomeración era tal que, según relata Elixio, en algunas ocasiones, para que unos pudieran pasear otros tenían que arrimarse de pie a la pared. El local no contaba con acondicionamiento de ningún tipo y los presos se veían obligados a hacer sus necesidades a la vista de los demás en baldes que después vaciaban en la huerta del monasterio.
Aparte de las impresiones que nos han llegado de algunos presos, no sabemos exactamente la cantidad de población reclusa en 1936. Las primeras cifras fiables son del año 1937 cuando el número de reclusos oscila entre los 85 de febrero y los 306 de abril. Por lo que es de suponer que entre julio y diciembre de 1936 las cifras serían muy similares, entre los 100 y los 300 presos, fluctuando con frecuencia.
“Fuimos apaleados, y nos hacían confesar, comulgar y llevar escapularios”
A la prisión acudían frecuentemente falangistas y militares en busca de víctimas de sus “paseos”. Comparando las órdenes de traslado con las cuentas de alimentación, Rodríguez Teijeiro contabiliza un desfase de hasta 94 reclusos entre julio y diciembre de 1936 cuyo ingreso en la prisión no fue registrado por lo que es de suponer que, errores aparte, la mayoría habrían sido asesinados por el camino. Ese fue el caso de los hermanos Fuentes Canal. El 16 de agosto de 1936 el gobernador civil ordenaba su traslado de la prisión de Ourense a la de Celanova, donde nunca llegarían. Al día siguiente, sus cuerpos aparecían en una cuneta de la carretera, en el lugar de Ponte Pequena.
También se cuentan más de 20 órdenes de libertad o conducción referentes a presos del monasterio que acabaron transformadas en penas de muerte. Un caso particular es el de José Abadín Morenza, un obrero del ferrocarril sentenciado a 20 años de prisión que comenzaría a cumplir en junio de 1937 en la prisión de Celanova. Poco después de ingresar tendría un altercado con uno de los guardias por lo que fue castigado con el traslado a otra prisión. Si tenemos constancia de su asesinato es porque éste se destapó dos años más tarde cuando una comisión decidió conmutarle la pena y se interesó por su paradero, respondiendo desde la prisión de Celanova que allí constaba como fallecido.

Otros presos fueron reclutados como soldados y enviados al frente. En diciembre de 1936 el gobernador militar de la provincia dispone que 54 presos sean destinados a la Legión, aunque la cifra se elevará finalmente a 101. En marzo de 1937 fueron destinados otros 31 reclusos a una bandera falangista. Algunos consiguieron pasarse de bando. El ABC republicano, editado en Madrid, recoge su experiencia en el monasterio de Celanova, que ellos llaman “la villa de la muerte”:
“Fuimos apaleados, y nos hacían confesar, comulgar y llevar escapularios. Cada noche sacaban unos cuantos y eran fusilados, mientras soltaban a todos los perros de la villa para que sus aullidos amortiguasen el ruido de los disparos”.
“Su funcionamiento apenas se diferenciaba del de un campo de concentración”
En 1938 comenzó una nueva etapa de la prisión después de la caída del frente norte. Desde principios de año pasó a desempeñar las funciones de una prisión central, aunque, oficialmente, no tuvo esa categoría hasta el mes de mayo. Aumentó el número de internos, que ahora eran condenados con sentencia firme, en su mayoría asturianos, lo que hizo necesario el acondicionamiento de nuevos espacios tanto para los reclusos cómo para los soldados que debían custodiar el recinto. Se habilitó el otro claustro.
Una buena muestra de las precarias condiciones en las cuales se encontraban los reclusos es un inventario realizado en octubre de 1938. Para una población que, en aquel momento, oscilaba en torno a los 1200 presos, el material se reducía a 135 platos y 50 cucharas, 276 fundas de almohada, 478 mantas y 1054 petates (casi 100 calificados de inservibles). La enfermería no contaba entonces con ningún tipo de instrumental médico. Todo apunta a que esta situación no mejoraría, por lo menos, hasta la llegada, en diciembre de 1939, de una comunidad de religiosas que se encargarían de los servicios de cocina, enfermería o lavandería. Las mejoras se manifestaron, en palabras del director de la prisión, “en detalles como el de ordenar varios reclusos a sus familiares que suspendieran el envío de comidas y paquetes con alimentos”. ¡Por lo menos la comida ya se podía comer!
Pablo Sánchez (Madrid, 1991). Historiador. Autor del libro Masonería y República en Celanova y de varios artículos de divulgación histórica. Desarrolla su actividad investigadora sobre la historia social y la memoria democrática. Ha colaborado con diversas asociaciones y periódicos.