La última novela de Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971) es una distopía de esas que perturban por su familiaridad y su cercanía: “Cuando todas las palabras valían lo mismo, la del rey y la del bufón, la pronunciada en el ágora y la pronunciada en el burdel, la del filósofo y la del banquero, cuando ya no había modo alguno de separar las palabras de su sombra, porque las palabras se habían convertido en mero espectáculo, eran como prisioneros en una caverna, y quienes las pronunciaban hacían pasar por oro lo que no era más que ganga. Y aquella palabra, la que los niños luego demolieron, aquella palabra fundaba ciudades y corrompía voluntades, lo infectaba todo, todo lo convertía en minucia de filibustero, en picardía innoble. Quizás debamos dar gracias a los niños por expresar su ira, por defenestrar a los antiguos payasos, por prohibir y condenar y derogar y clausurar y cancelar”.
En “Horda” (Seix Barral), el decimoquinto libro del gijonés, Salmón retoma, con idéntico pulso y oficio, las obsesiones y preguntas que jalonan su ya dilatada y archipremiada obra: Premio de la Crítica de Asturias, Premio Biblioteca Breve, Premio Las Américas, Premio Qwerty…Desde diciembre de 2020, Salmón es también diputado por Podemos Asturias en el parlamento asturiano.
Tengo la impresión de que “Horda” es una variación del mito de la caverna de Platón: el protagonista pasa de la oscuridad a la luz y, por el camino, cae en la cuenta de lo sencillo que resulta vivir en la oscuridad o en la ignorancia, y de las dificultades que entraña llegar a la luz, al conocimiento. Escribe que “la necedad es una escuela de complacencia”, mientras que la sabiduría “comporta una cuota de terror”
Sí, es razonable verlo así. No es la primera vez que en un texto mío, como clima intelectual, está presente ese fragmento de “La República”. Yo creo que en “El Sistema” hay también un proceso de desvelamiento, de toma de conciencia por parte del protagonista. Pero también hay una especie de tránsito de esa minoría de edad autoimpuesta, en la cual muchas veces vivimos, al peaje que hay que pagar por acceder a un atisbo de conocimiento, que siempre comporta una cuota de terror, de incertidumbre o de miedo.
He leído que empezó a escribir este libro durante el otoño del procés catalán, consternado por la pugna de “relatos” y el mercadeo de mentiras y “realidades alternativas”
Creo que a España ha llegado con relativa tardanza, pero esa estructura de la narratología aplicada a todos los ámbitos está muy presente desde hace décadas en el mundo anglosajón e incluso en Francia. A partir de finales de los 90 y principios del nuevo siglo la importancia del relato inunda todos los ámbitos de decisión. Y no solo el ámbito publicitario, sino que impregna y se expande por todos los ámbitos decisorios, entre ellos la política. Ya no es tanto el hecho lo que importa sino cómo contar ese hecho, cómo apropiarse de él o cómo acercarlo a las zonas de interés que tú tengas. Desde luego en el caso catalán eso se vio con especial intensidad.
A mí lo que más me impresionó de aquel periodo era esa sensación de levantarse cada mañana, acudir casi como un peregrino a las distintas fuentes para ver qué estaba sucediendo y encontrarse esa capacidad, amplificada como yo nunca había sentido, de trasladar relatos paralelos. Relatos que si tú enfrentabas creaban cantidades que no eran homogéneas entre sí: o era A o era no A. Y sin embargo el día a día continuaba y esos dos discursos iban en paralelo hasta un punto de colisión final, un principio de realidad que, de alguna manera, introduce la justicia. Viéndolo en perspectiva, uno de los desencadenantes de la redacción de “Horda” fue ese espectáculo de los relatos intentando construir realidades alternativas.
¿Cree que vivimos unas vidas sumidas en el silencio, pese a la comunicación y conexión constante?
Si identificas silencio con falta de conocimiento diría que sí. La sobreabundancia de información y de opinión genera la paradoja de la falta de conocimiento. Esa sobreabundancia acaba generando un paradójico silencio. El silencio de quien no sabe o de quien cree saber y cuando va a hablar se da cuenta de que está mudo, porque lo único de lo que es capaz es de reproducir voces ajenas. ¿Cuánto cuesta hoy el pensamiento propio, el pensamiento que no es nacido de la rumia de ciertos pensamientos de terceros que están por ahí disueltos?
Creo que vivimos en una forma de comunicación que es muy hábil en ese sentido, porque no acude solo a principios intelectuales, sino que constantemente está acudiendo a resortes emocionales, y eso acaba generando este silencio paradójico. Un silencio que nace de este ruido constante que nos ensordece y en realidad nos priva de un discurso. Alguna vez he tenido la sensación, como escritor, de que lo que se demanda de mí siempre son opiniones y nunca son discursos. Y se demanda de mí que tenga opinión sobre todo: da lo mismo que sea el bicentenario de Flaubert que las corridas de toros. Este fenómeno del tertuliano a mí no deja de asombrarme, incluso con personas muy bien armadas intelectualmente. Voy a citar a alguien completamente alejado de mis principios políticos, pero al cual admiro mucho, que es José María Lasalle, que fue el mejor Secretario de Estado de Cultura que ha tenido este país y una de las mejores cabezas que tenemos. A Lasalle un día lo escuchas opinar sobre la reforma laboral de Yolanda Díaz y al día siguiente sobre Cataluña, y eso acaba generando una especie de sensación muy desasosegante, aunque si lo acepta será porque sus motivos le compensan. Pero a quien está a este lado, a mí al menos, me genera cierta estupefacción.
“Una sociedad atemorizada es una sociedad más obediente”
Escribe que con las palabras se va también la alegría, que “no existe felicidad silenciosa”
Eso creo que tiene que ver con el tipo de vida que llevamos, en el sentido de la velocidad. Yo asocio la literatura al silencio, y asocio el arte de la novela al silencio. La literatura exige un tiempo del que hoy muchas veces carecemos, que es el tiempo lento de la reflexión, del análisis, de lo inútil. Hay algo de bendita inutilidad en la literatura, sobre todo en la literatura que se concreta en obras esponjadas y amplias, no tanto en los relatos o la poesía. La conquista de ese lugar de silencio, que es un lugar de tiempo fundamentalmente, para mí es un privilegio y es una pelea, una demanda por la que luchar constantemente. Por eso creo que en los últimos años ha habido, entre ciertas élites, una resurrección de las filosofías helenísticas: el estoicismo o el epicureísmo. Pero no un epicureísmo agresivo, sino uno como fue el epicureísmo de la escuela original: un epicureísmo de lo plácido, de la amistad, del tiempo que perder, de la contemplación…Y creo que ahí hay un posible modelo de vida en estos tiempos. La marca de agua de la contemporaneidad es la velocidad, una velocidad que nos impide la adherencia. Todo es lábil y todo es frágil y todo está en suspenso, empezando por la verdad, porque los tiempos corren tan deprisa que no dejamos que las cosas sedimenten. Creo que la literatura debe reclamar esa potencia de convertirse en una forma de tiempo lento.

¿Tiene la impresión de estar rodeado de niños como esos que aparecen en la novela, mudos y brutales, fascinados por las imágenes?
No necesariamente son niños: no niños desde el punto de vista biológico pero sí desde el punto de vista intelectual, e incluso emocional…Sí, sí…Aunque creo que es peligroso extender a toda una sociedad este tipo de lecturas. Pero, obviamente, una de las pretensiones de este libro, que como toda fábula tiene una lectura moral, es llamar la atención sobre esa infantilización de grandes capas de la sociedad.
¿Y tiene esa impresión también cuando está en la Junta General?
(Ríe) Sí, lo que pasa es que en la Junta General nunca estoy del todo seguro de que esa impresión sea cierta, porque la Junta General es un pequeño gran teatro. Es un lugar donde uno nunca sabe bien si está asistiendo a algo real o a un simulacro. Y además a un simulacro no solo consentido, sino auspiciado por sus propios intérpretes. Recuerdo que cuando empecé, en el pasillo de la Junta, un consejero me dijo “Ricardo, esto es un teatrín. No debes tomártelo muy en serio”. Obviamente me estaba diciendo que la verdadera política no se hace allí, se hace en otros lugares, lo cual es cierto que te genera un cierto desencanto. No porque yo me haya acercado a esta experiencia con la convicción de que desde un parlamento, máxime formando parte de un grupo minoritario y en la oposición, se pueden cambiar grandes cosas. Eso fue un toque de atención como diciéndome “las cosas realmente importantes no están aquí”. Aquí, de alguna manera, hay unos personajes, hay un coro y representamos una escenificación para que la sociedad sienta que ciertas cosas están sucediendo, pero no es aquí donde pasan las cosas de verdad.
“La Junta General es un lugar donde uno nunca sabe bien si está asistiendo a algo real o a un simulacro”
En la política, y dentro de los partidos, ¿no existe también la tentación de sustituir la palabra por la contundencia de la imagen o del gesto?
Sí, sí, pero yo veo una gran diferencia entre mi responsabilidad como escritor y mi responsabilidad como cargo público, y creo que es mucho mayor mi responsabilidad como cargo público. Yo, como escritor, creo que no soy más que un ventrílocuo del daimon o de la inspiración: por la boca del poeta habla la musa. Yo, cuando escribo, no hago más que traducirme a mí mismo, soy un ventrílocuo de mí mismo. Pero cuando eres un cargo público eres un portavoz, eres un altavoz que no está hablando por sí mismo. Estás hablando por otras personas e incluso, en ocasiones, tienes que estar defendiendo cosas en las que no crees. Tienes mucha más responsabilidad cuando estás utilizando tu voz para dar tu voz a otros, mientras que cuando escribo solo me doy voz a mí mismo.
Hay una idea que se repite varias veces en el libro, y es esa de que las palabras siempre tienen algo de ambigüedad, de misterio, de una imperfección que es siempre problemática. La imagen, en cambio, es siempre clara y transparente, directa y sin intermediarios. Ahí está la imagen de la torre de Babel que Magma proyecta como “advertencia” de los conflictos a los que nos aboca el lenguaje
Pero yo creo que la ambigüedad de la palabra es su fortaleza, y de hecho la imagen de la torre de Babel quiere escenificar una lectura en positivo de una historia que siempre se nos ha transmitido en negativo: la torre de Babel como ejemplo de la soberbia humana. A mí me gusta verlo al revés. Creo que la torre de Babel es una manifestación, quizás la más hermosa que existe, de la pluralidad humana. Los lenguajes, las lenguas, los idiomas como los recipientes de algo absolutamente plástico como es la emotividad, la capacidad que le concedemos al lenguaje de representar al mundo o de apropiarnos de él.
Introducir en la novela las imágenes como algo diáfano o algo unívoco no deja de ser una ironía. Nada con más capacidad de manipulación sobre el espectador que una imagen. Siempre recuerdo aquel experimento que hizo, ahora no recuerdo si Pudovkin o Dovzhenko, que era mostrar tres veces el mismo rostro, en primer plano, y en función de la imagen que ponían antes o después, la lectura que hacía el espectador de lo que ese rostro transmitía era totalmente distinta. No hay imágenes neutras, no hay imágenes que no sean ambiguas, en último caso porque toda imagen puede merecer una hermenéutica que la convierta en una cosa distinta a lo que es.
En el siglo XX, todavía en una cultura letrada en la que el libro era el principal depósito del conocimiento, el dilema de los escritores era si debían ser o no comprometidos moral y políticamente. Pero ahora, cuando esa cultura letrada está en retroceso y la importancia de la palabra en la vida pública no es tanta, ¿cuál es el compromiso del escritor?
Nunca he creído mucho en esta idea de la literatura engagé, del compromiso como la piedra angular de la escritura. Quizás porque el compromiso del escritor es fundamentalmente hacia sí mismo y hacia su herramienta. Pero no creo que ese compromiso tenga por qué necesariamente estar vinculado, por hablar deprisa y mal, a unas siglas. No creo que vaya por ahí el camino. Lo que sí creo es que el escritor, antes, ahora y siempre, tendrá una responsabilidad con el lenguaje. Una responsabilidad que tiene que ver con la capacidad del lenguaje para convertirse en un instrumento de conocimiento de la realidad y capaz de generar un discurso. Ese creo que sigue siendo el compromiso del creador con la literatura, y ahí es donde creo que debe seguir encontrando un lugar de trabajo o de consuelo.
Lo que estoy diciendo, que no es nada nuevo, es la idea de una literatura que huya de cualquier consideración de la literatura como mecanismo de ocio o de banalidad. Ahí sí que creo que hay un elemento que yo, como creador, percibo como peligroso. Creo que la inserción de la literatura en un entorno industrial, como es el mercado editorial, cada vez es más evidente, y ahí es donde el escritor creo que tiene que pelear todo lo posible, desde su pequeño espacio, porque su actividad no acabe convirtiéndose en ocio y banalidad. Tenemos que rebelarnos contra la idea de lo que hoy llamamos literatura, que en muchísimos casos no lo es ¿Y cómo se rebela uno contra eso? Pues desde la responsabilidad hacia su propio trabajo.
“Vivimos en una sociedad que ha convertido la felicidad en una dictadura”
¿Dónde hay que buscar a los culpables de ese desvirtuación de la palabra?, ¿en los departamentos de marketing, en la televisión, en el parlamento, en los periódicos…?
Supongo que es un espíritu de los tiempos, un zeitgeist muy complejo y no creo que haya un único responsable. Es un proceso que seguramente viene de muy atrás. El debilitamiento del paradigma de conocimiento a través de la literatura, de la filosofía o de la historia arranca quizás de la posguerra, cuando una época de esplendor económica crea unas masas más desinteresadas de la lucha política, donde irrumpe la televisión…Ya lo decía Gramsci: la televisión logrará lo que muchísimas otras fuerzas no han conseguido. Es una esterilización que hace mucho más frágiles los movimientos sociales y la idea de conciencia de clase; que apunta mucho más hacia una salvación personal que pasa por el tener y no por el ser. Todo eso acaba socavando estos cimientos de los que estamos hablando, que no solo afectan a la literatura. Por ejemplo a la filosofía, que es de donde yo vengo y donde me he formado. La filosofía es un saber malhadado, un saber en retroceso que los propios planes de estudio están invitando a desechar por una aparente o supuesta falta de practicidad. Y yo no creo que sea tanto por eso, sino que hay una convicción de que el pensamiento crítico es un modo de construir ciudadanos activos y que se opongan a los criterios de autoridad y a los principios apriorísticos aprendidos o adquiridos sin ningún juicio previo. Si generas una sociedad complacida y complaciente te liberas de problemas. Fíjate en cómo acaba el mito de Platón: ese momento aterrador en el que el propio esclavo liberado es asesinado por sus compañeros, que no quieren saber lo que hay ahí afuera y se sienten felices con la esclavitud del rebaño.

El libro mete los dedos en una llaga que resulta muy incómoda y dolorosa en nuestra sociedad tecnoentusiasta: la tecnología más puntera puede ponerse al servicio de la injusticia más atávica, del control, el poder, la violencia y el dominio brutal
Creo que el gran drama de la tecnología es que ha logrado nuestro consentimiento de un modo completamente acrítico: desde la cesión de datos hasta la cesión de la intimidad, entramos con los brazos abiertos en esta idea de que estar conectados es la nueva eucaristía y esto es lo que nos va a permitir tener una vida plena y feliz. De alguna manera creo la tecnología nos uniformiza y pune la singularidad, al que está fuera. En definitiva, invita a formas de control con el pretexto de una aparente democratización del acceso al conocimiento, al placer o al disfrute. Es muy difícil hacer pedagogía contra eso.
En “Horda” aparecen varios personajes que, de algún modo, representan distintos niveles posibles de la conciencia: el mono, el humano que ha olvidado el lenguaje, el humano que ha recuperado el lenguaje y el Dios máquina: ¿estamos más cerca del mono o del Dios Máquina?
Esa es una pregunta interesante…(Piensa unos segundos) No me atrevo a ponerme en ese nosotros colectivo, pero puedo intentar traducirla a mí mismo. Para mí la introducción del mono en la novela tenía un sentido doble. Por un lado el sentido de la nostalgia. El mono provoca en mí una nostalgia de un pasado compartido, de una oscuridad biológica de la que venimos. No puedo evitar pensar en ello cuando veo grandes primates. Y al mismo tiempo produce un temor, un temor de una involución. Por un lado la atracción de un lugar remoto en el que se compartieron ciertas claves biológicas, y al mismo tiempo el temor a la deshumanización. Porque cuando pensamos en términos de deshumanización siempre la proyectamos hacia la máquina, o hacia convertirnos en cíborgs o en inmortales o transhumanos, pero “Horda” juega con la idea inversa: una deshumanización que es una reanimalización. En esa dialéctica de hacia dónde caminamos, si yo tuviera que escoger hacia donde caminaría yo, no sé qué me resultaría más temible: si retroceder sobre mis pasos y volver a ser un animal sin doble lenguaje articulado, o si convertirme en una especie de cíborg.
“La bota que te aplasta por toda la eternidad tu cabeza: eso es el poder”
Aunque no se narra directamente en la novela, a la situación que se describe en “Horda” se llega tras una revolución en la que los niños y los adolescentes derrocan a los adultos y toman el poder. Estos nuevos amos, además de vetar el lenguaje, instauran el culto a la juventud y a la fortaleza, así como la idealización de la supuesta inocencia y pureza de los niños frente a la imperfección de los adultos. ¿Pretende el libro, de alguna forma, defender y reivindicar al “hombre viejo” frente a los “hombres nuevos” que promueven los despotismos de todo cuño?
No, no necesariamente, pero sí puede ser una defensa del individuo. Una defensa de quien dice “no”. Uno de los modos de intervenir en la sociedad es precisamente intervenir desde el “no”, porque creo que eso tiene una enorme potencia. En la práctica existencial de cada uno, pero también porque puede convertirse en un impulso para otros. Te pongo un ejemplo de una cosa que me obsesiona y que tiene que ver con esa entraña de decir “no”, y que es el tema de la felicidad. Vivimos en una sociedad que ha convertido la felicidad en una dictadura: ya no es un derecho, sino que se ha convertido en un deber. Y además es un deber que pasa indefectiblemente por la posesión o por una lectura absolutamente naif y estúpida de lo que es ser feliz, caracterizada por cierta publicidad. A mí me parece que hay un espacio de reivindicación que se puede dar en este libro. Por eso conectaba “Horda” con “El Sistema”: los héroes de las dos novelas son individuos que, en un determinado momento, deciden cuestionar su lugar en el mundo e iniciar una pequeña forma de rebeldía que no saben muy bien adonde les va a llevar, y en los dos casos es una rebeldía a través de la palabra. Tú traes aquí un libro sobre Orwell [se trata de “La victoria de Orwell”, de Christopher Hitchens], y creo que la gran sombra tutelar de “Horda” es Orwell. La gente me menciona más a Bradbury y su “Fahrenheit 451”. Pero la sombra tutelar de esta novela, de haberla, es “1984”, que para mí es el libro más importante del siglo XX. Es un libro que no me gusta nada, muy cuestionable desde el punto de vista literario, pero tiene un clima que es esa línea caudal que Orwell establece entre lenguaje, poder y realidad que me parece que es la clave. Y ya no entro en las lecturas políticas puntuales, que es lo de menos. Me da lo mismo que sea un libro escrito contra Stalin, contra Ho Chi Minh o contra Donald Trump. Orwell lo muestra muy bien en el personaje de O’Brien, cuando el final dice que el verdadero corazón del poder es el poder, el poder por sí mismo. La bota que te aplasta por toda la eternidad tu cabeza: eso es el poder. Hay una serie de libros que me parece que radiografían el siglo con enorme intensidad. Para mí son “Viaje al fin de la noche”, “1984”, alguna parábola kafkiana, “El hombre rebelde” de Camus, y poco más.
Aunque el individualismo sea, de algún modo, la ideología oficial de nuestra época, lo cierto es que estamos constantemente sometidos a dinámicas masificadoras que castran la singularidad o la diferencia. En “Horda” escribe que “la intimidad era ya un concepto intrascendente”, y que no quedaba ya “ningún sentimiento de propiedad, ninguna epifanía privada”. ¿Somos ya más horda que individuo?
Claro, porque es un individualismo falso, simulado, aprendido. Por eso es tan importante la filosofía: porque la filosofía sí construye individuos. La filosofía sí que te ayuda a discrepar, a rebelarte, a saber decir “no” o “sí” o lo que corresponda en cada momento. Te ayuda a cuestionarte constantemente el corpus de lo aprendido, de lo transmitido y de lo heredado. Y es una magnífica escuela de creación de singularidades. Lo cual no indica que esas singularidades no sean compatibles con una creencia política en la capacidad de transformación de los colectivos. Yo creo que es compatible, y articular esa compatibilidad es una labor apasionante y necesaria. Pero no hay ninguna contradicción en la creencia en la construcción de individuos autónomamente capaces de cuestionar el mundo y al mismo tiempo de articularse en una sociedad más grande.
“La tecnología ha logrado nuestro consentimiento de un modo completamente acrítico”
En la novela, los niños controlan y vigilan a los adultos a través de lo que llama el “control de experiencia”: una máquina que hace un chequeo completo de quién eres, qué has visto y hecho y cuáles son tus recuerdos, para que la autoridad dictamine si esa experiencia es o no válida, es o no peligrosa. Una forma de control a través de la transparencia absoluta
Es una especie de construcción laica de la omnipotencia divina. Es como el Dios que todo lo ve y penetra en todos tus pensamientos. Sería como una máquina que encarna esa capacidad de escrutar cada uno de tus gestos. Es posible que este escrutinio no esté tan alejado de ciertos mecanismos de validación que nos rodean y a los cuales nos entregamos con absoluta prodigalidad y absoluto entusiasmo. Yo insisto en que lo más dramático de todo este asunto es que estamos cediendo enormes espacios de nuestra identidad. Ya no es tanto exponer la intimidad: los artistas han expuesto su intimidad históricamente, y en eso consiste el arte. Cuando Orwell o Picasso o Beethoven exponen su intimidad pues yo puedo comprarla gustosamente. Pero cuando la expone Pepe Fernández, que se levanta por la mañana y se hace un selfie con sus hijos, ¿a quién le importa eso? Me ha llamado mucho la atención este debate que hay sobre la autoficción en literatura. Eso ha existido siempre, con otros marbetes quizás, pero eso es el arte: la expresión decantada de una sensibilidad o de una inteligencia. Julien Gracq decía que el arte es un proceso metabólico: el artista mastica el mundo, lo metaboliza y te entrega “El mar de las Sirtes” o “Horda”, y eso ha estado siempre presente.
El temor es “el más exitoso de los pegamentos”, se lee en la novela, pero, ¿basta el miedo por sí solo para unir?, ¿el miedo une o, más bien, disciplina?
Sí, en ese sentido lo usaba. Disciplina es quizás un término más oportuno. Si te das cuenta, el relato de los últimos veinte años, desde los atentados del 11 de septiembre, es precisamente un relato de la disciplina a través de los distintos temores que hemos ido encarnando. Quizás lo que sucede es que la pandemia esté siendo un miedo que está durando mucho y que está siendo un miedo que, aunque es unánime y es una cosa, está adoptando muchos rostros distintos, cosas que no sucedía con el terrorismo o con el miedo económico. Pero sí que creo que es un gran elemento de disciplina: una sociedad atemorizada es una sociedad más obediente. Y de hecho yo creo que lo que hoy empieza a dibujarse con cada vez más intensidad es el conflicto entre sociedad disciplinada y la sociedad que no acepta esa disciplina. Y, fíjate, yo estoy echando en falta una reivindicación de la indisciplina desde la izquierda. Con esta nueva ola de ómicron empieza a haber cierta rebeldía frente al estado tutelar por parte de grupos de izquierda. Yo lo noto en el Parlamento: Podemos está cambiando su discurso sanitario y está pidiendo ya que no infantilicemos a la sociedad, más a una sociedad como la española que ha sido extraordinariamente gregaria y cumplidora. Es necesario construir un discurso desde el sentido común científico, pero al mismo tiempo diciendo que este estado tutelar tiene que tener sus límites.
Se echa en falta la indisciplina sobre todo en el Grupo Parlamentario. Existe un tradeoff entre promoción e insumisión.
PS: Consejos vendo pero para mí no tengo.