El otro día, la gran periodista cultural Paula Corroto, me preguntaba desde la twitería qué alimentaba a ciertos columnistas de la banda izquierda a escribir con el reflujo gástrico de un señor de derechas si habían llegado a cierto éxito publicando y cobrando de grandes cabeceras. Ciertamente, estos compañeros ya no tejen su prosa sobre la actualidad, que sigue siendo diversa e informe; lo suyo es una extensa filípica, cansina y dañina, que sólo consigue ir desgarrando la bandera nacional, a mordiscos o a arañazos, desde el neofalangismo, hasta convertirla en un trapo sucio y deshilachado. Este columnismo que se dice de izquierdas y retumba como un grito paleolítico, convoca desde el estandarte joseantoniano la atención de todos los fantasmas del nacionalismo español pretérito, abusando del adjetivo ruidoso y combustible que alimenta sus vanidades convertidas en frustraciones, vicisitudes y necedades. No es que traten la unidad de España y el paisaje cultural de modo primordial como una alarma general que debiera incitar a un nuevo alzamiento o a un suicidio colectivo, es que se han convertido en la razón psicótica, casi monomaniaca, de toda su vida literaria.
¿Fueron siempre así? Desde luego que no. Uno cree que los resentidos de la izquierda ya no escriben desde Voltaire, el barroquismo de Valle o el hipnotismo de Ramón, como hacía Umbral, ni siquiera desde un jacobinismo pasado por la razón de este siglo, para contar la actualidad, sino que lo hacen desde un resentimiento personal, como si un fogonazo nihilista les hubiera convencido a consagrar una columna en sangre y hacer de cada palabra una bala de francotirador, a la manera del gran Gabriel Albiac, disparada a todo aquel que asoma la cabeza desde la ventana de un ministerio, un circulo podemita o la calle Ferraz. Han desatado a las furias porque creen que el Gobierno les ha arrebatado la palabra España, otra manera de entender España, porque sienten que el socialismo ha renegado de la clase obrera, otra manera de entender a los obreros, porque entienden que la izquierda española ha abdicado de su historia, que viene siendo otra historia. Sólo una pléyade de articulistas puros e íntegros, alumbrados en el fuego eterno de la Bastilla, sostienen con sus columnas el Partenón del socialismo y la hispanidad, bajo el perseverante esfuerzo de su desdicha.
“Han desatado a las furias porque creen que el Gobierno les ha arrebatado la palabra España, otra manera de entender España”
España, me cuenta el gran periodista José Luis Argüelles, es una proyecto liberal, que se remonta a las Cortes de Cádiz. José Luis ha sido siempre un periodista de izquierdas, de una coherencia inquebrantable, con la capacidad de aplicar una sociología marxista y moderna a la realidad cotidiana que explica la vida política local con la misma fluidez que la internacional. El poeta de Mieres nunca ha renunciado a que la palabra España forme parte del acervo político de la izquierda. Lo dice un hombre que hacía periodismo como un púgil partiéndose la cara en las páginas de La Nueva España, manteniendo la mirada carveriana, sin perder el olfato de la noticia con su nariz rota y el rigor constante. Con ese aura que siempre ha tenido de boxeador, puede decirse que todavía entrena cada día en el ring de las palabras con la misma agilidad que se pegaba en el comité de empresa defendiendo los derechos de los redactores. Argüelles viene siendo un poeta, un periodista, un hombre de izquierdas.
Contrasta su figura, capaz de convertir el periodismo local en gran periodismo, con la de tantos otros colegas que desde la izquierda han hecho eso que Umbral llamó el largo viaje a la derecha. La suya ha sido una carrera íntegra, honesta, a pesar de haber estado rodeado de fieras politicas, literarias, artísticas, de auténticos hijos de puta, y como tantos otros, de haber sido pretendido por un intergrismo que sólo daba alas a la derecha. Jubilado de la cabecera que no del periodismo, piensa y habla en periodista y publica ahora en Impronta “El callejón de las fieras. Prosas de aquellos daños (2012-2016)”, una recopilación de artículos que demuestran que el columnismo es un ensayismo breve, necesario y conciso que amalgama actualidad, literatura y pensamiento, como el mejor destilado de un oficio impreso en las páginas volanderas y dominicales de La Nueva España. Nos hemos hecho en esa cabecera, hemos visto y escrito de todo, pero nunca desde el resentimiento. Esa ha sido una de las grandes lecciones que algunos redactores hemos aprendido de Argüelles. Porque escribir no es odiar. Nunca lo ha sido y nunca lo será.