La vuelta a las aulas

Mirarles a los ojos con la intensidad con la que no había podido mirar a mis alumnos durante dos años de teleenseñanza me hizo recuperar la satisfacción del magisterio

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Paquita Suárez Coalla
Paquita Suárez Coalla
Escritora en asturiano y en castellano, traductora y profesora en el Borough of Manhattan Community College, de la Universidad de la Ciudad de Nueva York.

Después de casi dos años sin dar clases presenciales, y sin haber regresado a la facultad ni un solo día desde el 15 de marzo del 2020, cuando todo cerró y nos hicieron instalar nuestro salón de clase en el salón de nuestras casas, volví a las aulas hace un par de meses. Confieso que estuve esperando hasta el último momento a que cancelaran el curso presencial y deseé que me dieran la oportunidad de seguir enseñando online, por la aprensión que me producía romper esa rutina tediosa de los últimos veintitantos meses y volver a un espacio que, después de lo que se había vivido, sentía que me podría resultar tan incómodo como ajeno. La clase presencial no se canceló y ese viernes cumplí de una manera medio automatizada al principio con mi responsabilidad de ir al trabajo. Tomé un café con leche y una tostada antes de salir, me subí a un metro que ha tenido que dar aún más cabida a los numerosos homeless que hay ahora en Nueva York, y caminé hasta el edificio de la facultad entre los primeros copos de una nevada que se haría noticia al día siguiente.

Anticipando los engorros de la burocracia pandémica, había salido de casa con el tiempo suficiente para llegar una hora antes del comienzo de la clase, desconfiando además de mi poca pericia para manejar este tipo de situaciones. Es algo que me pasa también en la aduana, en el banco, en cualquier circunstancia que me exija llenar formularios que creo entender siempre con dificultad. Pero al final, aún me sobraron quince minutos de esa hora que yo había reservado para este protocolo. Reconozco que debo, en parte, a mi privilegio de profesora el haber acortado un proceso que tenía a muchos estudiantes haciendo colas incómodas a la entrada de la escuela, y lo conseguí pese a la falta de ánimo de los oficiales de seguridad para asistirme cuando, al pasar mi identificación por el sensor del torniquete que hay a la entrada del edificio, y aunque había subido a la página correspondiente de la universidad el pasaporte de vacunación, el torniquete no se abrió. Me desviaron entonces a la oficina de Public Safety y uno de los guardias le rebotó la pregunta al otro, y el otro al primero, cuando les expliqué lo que estaba pasando. “Llama a Recursos Humanos”, me dijo el más amable y el que, apurado por volver la vista a la pantalla del teléfono, aun se mostró dispuesto a prestarme ayuda. Saqué el teléfono, y le pedí que me repitiera una vez más el número al que tenía que llamar y que me explicara bien lo que tenía que preguntar en la oficina de Recuersos Humanos. Me respondió con la misma mirada puesta en la pantalla de su teléfono y marqué un número en el que no contestó nadie. “Mira en tu email a ver si te han mandado el código de acceso a la universidad”, me dijo sin modificar el gesto de indiferencia y de desgana. Lo observé un segundo, a punto de preguntarle desde qué ordenador quería que mirara el email, pero congelé la pregunta en la punta de la lengua, resignándome a tragarme la frustración y el malestar, y me senté en una de las sillas que había en la oficina. Abrí entonces la mochila y, con una paciencia que no me es propia, saqué el ordenador que había llevado providencialmente a la facultad por si acaso, sin saber muy bien unas horas antes en qué podría consistir ese por si acaso.

Cuando al fin me pude ver del otro lado del torniquete, camino a la oficina –y paso por alto detalles que hasta carecen de interés– me sentí dichosa, casi orgullosa de mí misma por haber sido capaz de completar con éxito un trámite tan fastidioso, pero a medida que me iba acercando a las escaleras mecánicas, y a medida que empezaba a subir al primer piso, y luego al siguiente, y uno más a continuación hasta llegar al sexto piso, donde está el Departamento de Lenguas Modernas, el sabor medio amargo de aquella experiencia ya se me había metido en las vísceras. Si el mundo al que habíamos llegado no sé si después, ya antes o en el medio de la pandemia, era este mundo en el que se esperaba de todas y todos que tuviéramos un iPhone y un ordenador para poder funcionar como personas, sin personas que nos ayudaran en el intermedio, no me gustaba nada. Pensé en mis padres, y en muchísima más gente como mis padres que no tiene ni el uno ni el otro, y el disgusto me fue añarando un estómago ya medio vacío al sentirme parte de un sistema que ignora a quien no sabe sacar dinero de un cajero automático o a quien no es capaz de subir un código QR al teléfono móvil, sin pararse ni un segundo a pensar que son gente de cuya sabiduría sería un error muy grande prescindir. Hasta no hace mucho, mis padres venían todos los años a pasar el invierno a Nueva York. Hoy en día, y no porque tengan cuatro o cinco años más, se me hace imposible imaginarlos en esos aeropuertos donde el único contacto humano que va quedando es el de los agentes de seguridad que te piden pasaporte y billete, que te pasan por el escáner para radiografiarte hasta el tuétano, o te abren las maletas cuando algo, o alguien, se les hace sospechoso.

Llegar a la oficina y enfrentarme a una densa mezcla de ausencias y de desorden me puso enseguida en otro estado emocional. Faltaban todas las plantas que había estado cuidando desde que nos mudamos a esta nueva área de la facultad en el 2011, y que nos tiraron a la semana siguiente de empezar la pandemia; faltaban los tiestos de Talavera mexicana que yo había ido comprando en los mercados de San Antonio, y faltaba Alicia Perdomo, muerta el 22 de julio del 2020 por una negligencia quirúrgica, y con quien había compartido la oficina durante los últimos diez años. No había modo de recuperar el espacio anímico que había dejado el 15 de marzo del 2020 cuando todo se cerró y nos mandaron a casa, así que me senté enfrente del ordenador, rodeada de las cajas de mudanza de la que es mi nueva compañera de oficina, atosigada por aquel desorden que hubiera aterrorizado a Alicia Perdomo, y cuando faltaban tres minutos para las once me fui al salón de clases.

A la puerta del aula me encontré con los alumnos que esperaban por mí para poder entrar al salón. Había olvidado, en estos dos años de enseñanza virtual, que las aulas se abren con el carnet de los profesores, y que los estudiantes no tienen acceso al espacio de instrucción si el profesor o la profesora correspondiente no aparece. Ignoré el dato un poco a propósito y aproximé el carnet a la puerta, deseando que no me fallara. Verme enseguida delante de aquel pequeño grupo de estudiantes con los que iba a compartir los meses que van de febrero a mayo, mirarles a los ojos con la intensidad con la que no había podido mirar a ninguno de mis alumnos durante estos dos años de teleenseñanza, y sentir que ellos me miraban a mí, me hizo recuperar en segundos la satisfacción del magisterio y, sin que me hubiera dado cuenta, y diría que ellos tampoco, se nos pasaron las tres horas que dura esa clase hablando de algo tan concreto como las palabras y de algo tan abstracto como la lingüística, pero agradecidos en el fondo de disponer de ese algo tan concreto y abstracto a la vez, y al mismo tiempo tan seguro,  al que aferrarnos y en el que poder confiar. Salí de esa clase mucho mejor de lo que había entrando.

Regresé a la oficina a por el abrigo y el paraguas, me despedí de Silvia que seguía en la oficina de al lado organizando en la computadora la logística del Departamento de Lenguas Modernas y, camino al metro, evitando pisar los charcos de aguanieve que se habían acumulado en las esquinas de las aceras, deseé que la presencia de tantas máquinas que nos habían ido encandilando en los últimos años, y con las que lamentablemente habíamos estado criando a nuestros hijos, desaparecieran un poco de nuestras vidas.

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