Absueltos, pero no indemnes

El procesamiento de la izquierda municipal tuvo un significado político que no pudo pasar desapercibido a sus impulsores.

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Miguel Rodríguez Muñoz
Miguel Rodríguez Muñoz
Es abogado y escritor.

Hace unos días, con ocasión de asistir como público a la primera sesión de la vista oral en la que se juzgaba por prevaricación a los miembros de la Junta de Gobierno del anterior Ayuntamiento de Uviéu, no fui capaz de evitar que se me viniera a la cabeza una y otra vez –en merma de la atención exigible ante la solemnidad y trascendencia del acto– el recuerdo de un refrán oído de niño que, más o menos, decía: Los chinitos en la China, cuando no tienen qué hacer, tiran piedras al tejado y dicen que va a llover.

Debo confesar que he asistido perplejo a la celosa búsqueda emprendida por el fiscal y la acusación particular de un comportamiento susceptible de reproche penal en los hipotéticos resquicios abiertos –por los que se podía haber colado la maldad– entre las confesiones de los reos y la prosa «municipal y espesa» de los expedientes administrativos, los informes técnicos y las ordenanzas. El banquillo de los acusados no era exactamente un banquillo sino una gran bancada en la que tomaban apretado asiento el alcalde, la vicealcaldesa y ocho concejales más de las formaciones de izquierdas presentes en la pasada Corporación, unidos como nunca. En estrados, había mayoría de próstatas. El rostro y los gestos de algunos juzgadores daban idea de tedio llevado con disimulo. Hacía frío y todos teníamos muchas ganas de orinar. A mayor abundamiento, en esa primera jornada el rifirrafe entre las partes giraba en torno al significado de la palabra «ocasional», obrante en algunas disposiciones municipales, lanzada constantemente al aire por quienes ejercían la acusación como si de una moneda se tratase, de forma que si salía cara era delito y si salía cruz una acción inocente.

“Los nueve concejales resultaron absueltos, pero no han salido indemnes”

Si no recuerdo mal, cuando era estudiante de Derecho –de ello pasó lamentablemente mucho tiempo–, se definía el delito como una acción típica, antijurídica, culpable y punible. Esa profusión de adjetivos atroces pone en evidencia que un comportamiento criminal constituye un asunto muy grave. Tengo para mí, además, que los códigos penales son un condensado en negativo –hecho con mucho detalle– de los valores más estimados por una sociedad, así como las constituciones lo son en un sentido positivo. Dada la difícil ponderación entre intereses contrapuestos que abre paso a eso que llamamos el interés general, acaba siendo escandaloso que la autorización de un mercado artesanal durante unas horas de un domingo de marzo, en una calle de la ciudad dedicada a actividades de ocio, sea tenida por un delito que lleva aparejada como pena para sus autores la expulsión de la vida municipal durante nueve años. El asunto deviene aún más escandaloso si se tiene en cuenta que la misma actividad y en idénticas condiciones ha venido obteniendo licencia de otras corporaciones –eso sí, de derechas de toda la vida– sin que su presunción de inocencia se viera perturbada. No deja de ser inoportuno además que, para una vez que una parte de la izquierda de suyo reticente se pronuncia a favor del mercado, vengan las autoridades judiciales y la empuren.

Está muy bien que el Ministerio Fiscal y la acusación particular hayan retirado la acusación, pues rectificar es de sabios. Pero, ¿no se podían haber dado cuenta antes de la inexistencia de delito? Han tenido que pasar cuatro años para que cayeran de la burra. Esa pasmosa morosidad en el hallazgo de la verdad judicial desliza las actuaciones al terreno de las conjeturas. El procesamiento de la izquierda municipal –personas por muchos motivos ejemplares– tuvo, más allá de la ceguera atribuible a la representación de la justicia, un significado político que no pudo pasar desapercibido a sus impulsores –aunque solo fuera por el rabillo del ojo–. Los nueve concejales resultaron absueltos, pero no han salido indemnes: su imagen pública fue gravemente dañada. Uno tiene la dolorosa sensación de que se traspasó una barrera. En muchos ciudadanos, muy respetables, esa larga y penosa travesía judicial causó –dicho sea en lenguaje jurídico– una gran alarma.

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