“Teníamos un problema y lo hemos solucionado”. Con estas palabras, José María Aznar justificaba hace veintiséis años la deportación desde Melilla de más de un centenar de migrantes. Maniatados, con los ojos vendados y drogados con haloperidol con el fin de que no se rebelaran, los migrantes fueron transportados, cual ganado, en cinco aviones militares. En Mali, Camerún, Senegal y Guinea Bissau se pagó con maletines procedentes de los fondos reservados a los gobiernos respectivos para que aceptaran la carga humana de la que España se quería deshacer.
El gobierno del PP se defendió entonces del escándalo mediático afirmando que estas prácticas no habían sido un invento suyo. El socialista Joaquín Almunia salió pronto al paso de estas acusaciones: “El PP ha devuelto a los inmigrantes en aviones militares y los socialistas los trasladábamos en aviones civiles. Además, el PP los narcotiza y nosotros les dábamos bien de comer”. El PSOE, en fin, se vio finalmente obligado a reconocer que en sus deportaciones humanitarias también se suministraba haloperidol, aunque solo “cuando alguno de los expulsados mostraba signos de gran nerviosismo”.
En estos veintiséis años, los gobiernos socialistas no han tenido que envidiar nada a los del PP en materia migratoria. Cuando Aznar llegó al poder, las detenciones de personas sin papeles se multiplicaron, alcanzando la cifra de más de cuarenta mil anuales en 1998. Pero el récord de encierros en los calabozos en aplicación de la Ley de Extranjería lo ostenta el gobierno socialista de Rodríguez Zapatero: 103.904, alrededor de 285 diarios, en el año 2009. En ese mismo año, salió a la luz una circular interna en la que se instaba a la comisaría de Vallecas a detener al menos treinta y cinco sin papeles al mes. La prioridad –dado que su deportación salía más barata– era la captura de marroquíes. El súperministro Rubalcaba se vio obligado entonces a reconocer que, efectivamente, sus comisarías se regían por objetivos. Sindicatos policiales llegaron a filtrar que se concedían recompensas –días libres– a los agentes más eficientes, es decir, a aquellos que llevaban a cabo un mayor número de redadas racistas. Por aquel entonces, la sincronización de las redadas y de los vuelos de deportación fue perfeccionada, lo que ha dado lugar a verdaderas cazas policiales por nacionalidad con el fin de llenar aviones, un mérito más para incluir en la extensa hoja de servicios de Alfredo Pérez Rubalcaba.

Fue el mismo gobierno de Zapatero el que, cuatro años antes, había inaugurado las concertinas en las vallas de la llamada frontera sur. Y fue dicho gobierno el que mandó a Ceuta y Melilla cuatro compañías del ejército –casi quinientos legionarios y soldados– para reforzar el perímetro fronterizo. Era también ese mismo ejecutivo quien gobernaba en el año 2007 cuando Osamuyi Aikpitanyi fue asfixiado hasta la muerte por sus escoltas policiales durante su deportación. La regularización extraordinaria del año 2005 no puede compensar estas barbaridades, pero es que además dicha regularización respondió más a una necesidad del mercado de trabajo español que a una voluntad política de reconocer derechos. En aquella coyuntura, con España como país del mundo con mayor recepción de flujos migratorios, es más que probable que un gobierno del PP también se hubiera visto obligado a acometerla.

“Teníamos un problema y lo hemos solucionado”. Con sus declaraciones respecto a lo sucedido en Melilla, Pedro Sánchez ha logrado superar a Aznar. Lo que ha dicho el presidente sobre el operativo policial en Melilla, con los cadáveres aún calientes, es simplemente abominable, y solo es comparable a las palabras del ministro Fernández Díaz respecto a la matanza del Tarajal. Hace dos años y medio, en diciembre de 2019, el presidente socialista había declarado lo siguiente en un debate electoral: “Hemos limitado un cincuenta por ciento la entrada de inmigrantes ilegales pero, a diferencia de Vox, lo hemos hecho con un discurso progresista y humanista”. Concertinas, redadas racistas, CIEs, vuelos de deportación, apaleamientos en las vallas, pelotas de goma contra quienes tratar de nadar hacia la costa. En política migratoria, lo que separaba al PSOE del PP y de su excrecencia ultraderechista eran las formas. Estos días, se han recordado diversos episodios de la cínica trayectoria de Pedro Sánchez, pero quizás sus últimas declaraciones expresen exactamente lo contrario: la definitiva cancelación del cinismo socialista respecto a la política migratoria. Ya no hace falta andarse con eufemismos. En época de crisis energética, alimentaria y climática, ya vale decirlo todo.
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En su libro “Yo soy frontera. Autoetnografía de un viajero ilegal” (Virus, 2021), Shahram Khosravi señala: “No es de extrañar que la población que vive en zonas de frontera suela considerar que los verdaderos delincuentes son los diversos funcionarios de fronteras y no los contrabandistas.” Y es que el foco que Pedro Sánchez y sus ministros han tratado de poner en las malvadas mafias trata de desviar la atención sobre las genuinas mafias fronterizas: los propios Estados. No hay imagen más mafiosa que la de policías españoles intercambiando maletines con funcionarios de aduanas a cambio de recibir deportados. No hay mejor ejemplo de una relación mafiosa que la de Pedro Sánchez y Mohamed VI, conspirando secretamente con el auspicio de la UE. Mafioso es el lobby armamentístico empotrado en las instituciones para garantizar que los gobiernos compren más radares, más cámaras, más detectores de movimiento, más alambradas, más cuchillas. Sin las mafias estatales y supraestatales, el ecosistema para que florezcan otras mafias no existiría. Cuanto más crece la industria fronteriza, cuanto más dinero ponen los Estados en manos de las multinacionales de la seguridad y el militarismo, cuanto más violento se hace el régimen de fronteras, más difícil es llevar a cabo con éxito proyectos migratorios autónomos e independientes de las empresas que se lucran con el tráfico. En todo caso, y respecto a los campamentos de migrantes al otro lado de la frontera y la manera en que se organizan los intentos de saltar las vallas, basta leer el libro de Mahmud Traoré “Partir para contar. Un clandestino africano rumbo a Europa” (Pepitas de Calabaza, 2014), o cualquiera de los miles de testimonios de mujeres y hombres de a pie que tratan de cruzar la frontera, para caer en la cuenta de que lo que dicen Sánchez y sus ministros acerca de las mafias es, incluso intelectualmente, una basura.

Entre apelaciones a la integridad territorial de España y a la violencia de los asaltantes, al ministro Marlaska se le coló una reflexión de fondo: “Europa tiene que tomar conciencia del fenómeno migratorio. Va a ir a más.” ¿De qué va entonces la política de la UE? Europa se enfrenta –entre otras– a una doble crisis, demográfica y económica. Para abordar la primera necesita recibir migrantes. Para abordar la segunda necesita deportarlos. Para la primera, más humanitarismo; para la segunda, más Frontex. La política de acogida selectiva de refugiados es la solución al algoritmo: recibir a una minoría de refugiados, a poder ser de orígenes compatibles con los valores occidentales; y convertir en expulsables a una mayoría de falsos refugiados, o de refugiados no suficientemente blancos o no suficientemente cristianos, y a toda esa masa de migrantes económicos que, cada vez más, huyen de territorios expoliados por el capitalismo y su devastación ecológica. Esa población sobrante es la que yacía estos días apiñada y apaleada mientras los cuerpos de seguridad alabados por Sánchez la observaban y acariciaban sus porras.