Mahmoud Lahloub dice que ha visto y ha vivido cosas que nosotros-los ovetenses que paseamos por el parque San Francisco o cenamos en el restaurante italiano en el que trabaja-no creeríamos, y prefiere no contarlas. Mahmoud nació en 1991 en la Franja de Gaza. Su pueblo, Deir al-Balah, significa en árabe “el pueblo de las palmeras”. También la vida del yemení Ammar Alshugee puede resultar insólita e inverosímil. Ammar sirve pizzas y platos de pasta en el mismo establecimiento de la calle Gascona, junto a Mahmoud, otro palestino y dos yemeníes.
Mahmoud fue el primero en empezar a trabajar en el restaurante a través de un amigo. Él, a su vez, fue ayudando a otros amigos, árabes como él, a conseguir un empleo. “Oviedo es muy pequeño, y los árabes aquí se conocen”, cuenta, “todos me conocen y saben que meto a gente en el trabajo. La gente dice: “¿quieres trabajar? Pues ve a que Mahmoud te ayude” Y nos ayudamos”.
Lo hace para devolver la ayuda que fue recibiendo de familiares, amigos y desconocidos desde que salió de Gaza en 2013 hasta que llegó a España en 2016. Y también porque tiene muy presente aquella ocasión en la que Mahoma fue a interesarse por un vecino judío que solía tirar la basura en la puerta de la casa del profeta: “Cuando vio que no aparecía basura en su casa se enteró de que había enfermado y fue a preguntar por él. Eso es tener buen corazón”.

No hay vida en Gaza
“Yo vengo de una familia de luchadores por la independencia de Palestina contra Israel: mi padre, mis tíos, mi abuelo…”, cuenta con orgullo, pero sin querer entrar en demasiados detalles. Tiene seis hermanas y dos hermanos, y estudió marketing en una universidad de Gaza: “Al terminar salí de allí para buscarme la vida. Yo quería luchar por mi país, pero también quería vivir. Y en Gaza no hay vida, no la hay. La gente intenta vivir, ¿eh? Pero no hay vida”.
Cuando Mahmoud salió de Gaza con 22 años ya había vivido la intifada del 2000, la guerra de 2008 y los bombardeos de 2012. “La gente no sabe lo que se sufre en Gaza, te lo juro”, dice. Aún hoy, para llamar a sus padres, que no quieren salir de Gaza, tiene que hacerlo en las cuatro horas diarias en las que hay electricidad en la franja: “El resto del día, nada. Ni luz ni agua”.
Tras la última guerra de 2012 Mahmoud salió de Gaza para ir a Argelia, donde estuvo tres meses en casa de un familiar. “Pero echaba de menos a mi país y a mis amigos, y quise volver a Gaza”. No pudo hacerlo, y lleva ya casi una década lejos de su país. Se dispone a explicar una de esas historias que nadie quiere creer cuando la cuenta en España:
“Al volver tenía que pasar por Egipto y allí, en la frontera, pagar a los policías, que son una mafia. Yo tuve que pagar 3000 o 3500 pavos, pero ahora llegan a 6000 o más. Tuve que pasar por el aeropuerto, y esto era cuando El-Sisi, que tenía buena relación con el gobierno de Israel. En el aeropuerto, en una sala sin luz ni nada, me interrogaron unos tipos, yo creo que eran del Mossad, porque reconocieron mi apellido, que tiene una historia de oposición a Israel. Y allí me metieron en la cárcel, que estaba en los bajos del aeropuerto, durante tres meses. Una puta mierda, hermano: café, fumar, una comida de mierda y dormir. Mi familia no sabía dónde estaba”.

Al menos él salió: “Estaban conmigo tres amigos de los que no sé nada. A uno creo que lo mataron”. La policía no les trataba bien: “Me pegaron hostias, me dieron una patada en la boca los hijos de puta. Me reventaron. Y a una mujer la pegaron y la violaron”. Con la ayuda de un sudanés y de un argelino pudo reunir el dinero necesario para sobornar a los carceleros, salir de prisión y comprarse un vuelo de vuelta a Argelia: “Nunca voy a olvidar el favor que me hicieron”.
De nuevo en casa de sus familiares, bereberes de la costa argelina, empezó a trabajar en una tienda de ropa. Pasó así tres años, hasta que caducó su visado y empezó a ser ilegal en el país. “En ese momento no tengo adonde ir. No me puedo quedar en Argelia y no puedo volver a Egipto ni a Gaza. El 4 de diciembre de 2016 decidí salir de Argelia a Nador, y de allí a Melilla. El 5 de diciembre, a las 8 de la mañana, entré en Melilla por la puerta de los camiones. Aproveché un momento que se despistó el policía y entré. El primer día, a la primera vez, logré entrar en Melilla”.

De Melilla pasó a Málaga, estuvo unos meses en un centro de refugiados y después, gracias a unos amigos palestinos, consiguió un trabajo en un restaurante: “Un trabajo en negro, cuando aún no sabía español, pero iba aprendiendo. Trabajaba cuando cerraba, por la noche, para recoger las cosas y rellenar. Trabajé como 12 horas al día durante un mes por 900 pavos, que en ese momento los necesitaba”.
Consigue la protección internacional y un programa de ayuda le envía a Asturias. Al principio le cuesta integrarse, pero en Gijón conoce a Miguel, un activista del Comité de Solidaridad de la Causa Árabe: “Fue como un padre para mí y me hizo un favor que no lo olvidaré hasta que me muera. Me ayudó con el idioma, me consiguió un trabajo y conocí a gente de mi edad. Yo necesitaba un trabajo, no recibir una ayuda del programa de refugiados”.
Y trabajó primero en Tineo, en la recogida de arándanos, luego en una sidrería en Pola de Siero y ya por último en la pizzería ovetense, donde lleva varios años. “Me siento de puta madre en España, como decís aquí. Aunque he sufrido racismo, como con lo del piso y más de miradas. Son gente de mente muy cerrada: tú naciste en 9 meses, yo nací en 9 meses; yo no me meto en tu vida, tú no te metes en mi vida. Yo vine porque no quería morir en mi país, no para robar el trabajo”.
Mahmoud se casó hace pocos meses con una española y espera conseguir la nacionalidad dentro de año y medio. Entonces, “cuando tenga el pasaporte rojo, tal vez pueda volver a Gaza”.
A la fuga por amor
A Ammar Alshugee le falta bastante más tiempo para poder plantearse volver a su país. Él nació en Saná, la capital de Yemen, “un país siempre en guerra: entre nosotros y con países vecinos”. En el 94, siendo adolescente, huyó de la guerra civil en Yemen hacia Arabia Saudí, donde su padre abrió una cafetería y un supermercado. Volvieron a Saná poco después y Ammar conoció a su actual mujer.
“Ella iba a una escuela privada, y yo a una pública que estaba muy cerca. Su familia es muy importante, con gente en el ejército y en los ministerios”. La boda se celebró sin el permiso del padre de la novia, algo que en Yemen constituye una gravísima afrenta: “Si vuelvo me matarán. Ellos dicen que como yo soy hombre yo tengo mente. En nuestra cultura la mujer tiene solo media mente, por eso el responsable de la boda soy yo. Mi padre murió y no puedo ir a su entierro ni a su tumba. No puedo volver”.

Tras celebrar una boda clandestina en 2002 Ammar y su esposa huyeron a Egipto, donde él empezó a trabajar en un restaurante yemení. “Hasta la guerra de 2014 en mi país no teníamos ningún problema para estar en Egipto. Pero cuando empezó la guerra llegaron muchos yemeníes, un millón o más, y no pude seguir trabajando en el restaurante”
¿Por qué le retiraron el permiso de trabajo?, ¿otro compatriota se quedó con su puesto?
“Porque no puedo arriesgarme a que la familia de mi mujer sepa que estoy allí. A ese restaurante iban muchos yemeníes, y alguno podía reconocerme. Por eso dejé de trabajar allí y pensé en marcharme. Ya tenía 3 hijos y necesitaba ahorrar”. Ammar reunió cerca de 4000 dólares y, junto a dos yemeníes, un sirio y un palestino, se compró un billete de avión a Mauritania.
“A los 3 o 4 días de llegar ya encontramos a un traficante y, por 1100 dólares cada uno, nos llevó a Mali. Compramos pan, atún y agua para cruzar el Sáhara. Tardamos tres días en coche, junto al traficante. Había aviones militares de Francia cuando cruzamos la frontera, y el traficante tenía miedo porque pensaba que podían dispararnos pensando que éramos terroristas. También había puestos de control de gente con kalashnikov: pagábamos 100 dólares cada uno y nos dejaba seguir. Así llegamos hasta la frontera de Argelia con Marruecos”.
A Marruecos entró a rastras, reptando por una zanja a pocos metros de un retén militar. Desde la frontera en taxi hasta Nador, y allí a probar suerte en la valla de Melilla: “Yo estuve 18 días hasta conseguir entrar, pero mi hermano lleva ya dos años intentándolo. La policía marroquí le detuvo y le llevó a Argelia, y de allí a Niger. Tuvo que volver a empezar. Se fue de Yemen cuando empezó el coronavirus y todavía no ha podido llegar a España. Un traficante le pide 5000 dólares para meterle a Canarias en patera”.
La entrada de Ammar en Melilla al tercer intento estuvo a punto de frustarse: “Un amigo que estaba en el CETI (Centro de Estancia Temporal para Inmigrantes) me dijo que no había nadie en la puerta por el lado marroquí. Empecé a andar hacia la puerta y me miraba la policía de España. Yo saqué mi pasaporte y grité “¡Asilo!”. No sé de donde salieron policías de Marruecos corriendo detrás de mí para cogerme, y yo empecé a correr. Corrí hacia la puerta y la policía española me dejó pasar. Me puse a llorar”.
Ammar pasó unos meses en Extremadura y llegó a Oviedo en 2018, con 37 años. Aquí conoció a Mahmoud-él lo llama Mudi-y en 2019 empezó a trabajar en la pizzería. Sus tres hijos, de 17, 14 y 8 años, llegaron a Asturias las pasadas navidades, y están “felices aquí, tratando de hacer amigos”. Su mujer sigue en Egipto, y él se debate entre volver a Yemen o no. “Pero no puedo volver”, se repite.