Nos recibe Emilia Vázquez (Oviedo, 1952) en su casa de Gijón, cerca del mar, de la playa. Felipe IV, el rey pasmado, escruta nuestras tres horas de conversación asomado a un cuadro que lo viste de colores «drag». Luna, una resplandeciente perra blanca, viene y va. Emilia es una de esas mujeres que piensan, que te lo dicen cuando se la propones —nunca pasa con un hombre—, que su vida no es interesante, ni da para tres horas de entrevista. Juzgará el lector si son interesantes estos recuerdos sobre una infancia de derechas, la militancia clandestina en el Movimiento Comunista, la fundación de la Asociación Feminista de Asturias, aquellas movilizaciones por la despenalización del aborto y el adulterio de las que un periódico regional dijo en 1977 que disgregaban la civilización occidental, su paso por el parlamento con Izquierda Unida, sus reflexiones sobre el 15-M y Podemos, sobre el feminismo, sobre los amargos conflictos que dividen hoy al movimiento. A diferencia de muchas de sus coetáneas —como Amelia Valcárcel, con quien coincidió en AFA, y con quien no se lleva bien—, eso que en algún periódico han llamado «feministas históricas», Vázquez, miembro de un colectivo llamado Las Otras Feministas, es transincluyente. Cuando, desde las posiciones contrarias, se invoca la pretendidamente inapelable autoridad de la biología, ella hace valer su condición de bióloga genetista para explicar las ignoradas complejidades del sexo humano. Emilia es divertida, «rabisalsera», como ella misma dirá de una diputada del PP con la que coincidió en la Junta. Las tres horas se pasan volando.
Emilia: naces en Oviedo en 1952.
Siempre me recordaba mi madre que nací el año en que se suprimió la cartilla de racionamiento. En Oviedo, sí. La calle, hoy, es el Bulevar de la Sidra: no tiene nada que ver con cómo era entonces (risas). La casa en la que nací, donde ahora vive un sobrino mío, tiene debajo la sidrería La Pumarada.
¿A qué se dedicaba tu familia?
Era de origen campesino, pero mi padre era un trabajador de los Ferrocarriles Vascoasturianos. De hecho, la casa, que luego nos vendieron, era de la empresa y estaba encima de la Estación de El Vasco.
Tristemente derribada en los ochenta.
Sí: la derribó mi querido amigo Antonio Masip.
Creo que alguna vez ha dicho que se arrepentía de esa decisión; que fue el mayor error de su mandato.
No me extraña. Era una estación preciosa, con aquellos azulejos y aquellos anuncios. Hombre, no tenía nada que ver con las grandes estaciones de estructura metálica del siglo XIX y principios del XX; pero era una estación guapa. Yo la visité mucho, porque, al ser familia de trabajador, tenías el tren gratis, y para ir a la playa o a ver a la familia o lo que fuera, usábamos mucho el tren.

¿Familia de izquierdas?
No, no. De derechas. Mis padres y todos mis tíos —y tenía un montón— eran de derechas; y la única hermana que tengo y su marido, con los cuales me llevo estupendamente, también. Yo salí como una rara avis en esa familia (risas). Mi padre, en la guerra, fue falangista. Me reñía mucho diciéndome aquello de «¡no te metas en política!», y yo a veces le preguntaba: «Bueno, y tú ¿por qué te metiste?». Me daba una contestación que era, supongo, reflejo de los tiempos, pero vamos: para abordar. Me decía: «Porque tenía un tío cura». Y a mi madre le habían matado tres hermanos en la guerra. Así que figúrate. Mi padre, de todas formas, era más tolerante. Cuando yo estaba todavía en la facultad, aceptó hacerse cargo de un amigo mío al que habían castigado mientras estaba en la mili, por no sé qué chapuza de manifestación o algo así que había hecho, y al que luego, para darle permiso para venir a ver a la familia a Asturias, alguien que no fuera sospechoso tenía que, digamos, tutelar. Siempre me decía: «la política no trae más que disgustos, no te metas», pero era más receptivo que mi madre. Hasta votó al MC en unas elecciones parciales al Senado en las que presentamos a Jose, mi marido. Él votaba a AP, ¿a quién iba a votar?, pero en aquella ocasión dijo: «Huy, este es mi yerno, así que lo voto». Mi madre, en cambio, ni hablar. ¿Cómo nos llamaba? Los ComeMierda, no, pero algo así; algo que tenía que ver con la eme de mierda y la ce. A los comunistas los odiaba. No sé si será que a sus hermanos se los llevó alguien del pueblo que era comunista; no tengo ni idea, porque, como bien sabes, de eso no se hablaba.
Y ¿cómo es la infancia de una niña de derechas del Oviedo de los cincuenta?
Fui al colegio de monjas que había más cerca de mi casa: el Santo Ángel, que estaba donde hoy está el Museo de Bellas Artes. El sitio era precioso. Estudié ahí desde los cinco o seis años —ya hice ahí la Primera Comunión— hasta que salí con dieciséis, porque aquellas monjas, que eran francesas, no tenían PREU. Antes de empezar en aquel colegio, mi madre tuvo una enfermedad muy grave del corazón; una cosa que hoy se opera aquí sin ningún problema, la obstrucción de una válvula, pero que entonces era una operación especial que solo se podía hacer en Madrid. Mi padre y ella estuvieron allá cinco o seis meses y yo me fui al pueblo, con mi hermana, a casa de mi abuela materna.

¿Qué pueblo era?
Argame, aquí al lado de Oviedo. Y nada, para allá me fui tan contenta. Yo iba mucho al pueblo, tenía amigas y algunos primos.
¿Era el pueblo de tus dos padres?
No: el de mi madre. El de mi padre era Vegalencia, que está cerca. Pero allí no íbamos casi nunca. No conocí a mis abuelos paternos, y en el pueblo solo vivía una hermana suya. Pues bueno, nos fuimos a Argame, y como iba a estar tanto tiempo, me mandaron a la escuela del pueblo. Tengo una anécdota. Yo —que era «una guajuca mui piquiñina y mui ruinina», según decían los del pueblo— ya sabía leer, pero no me atrevía a decir que sabía, así que estuve ahí haciendo la eme con la a y todo aquello hasta que mi hermana, que es diez años mayor que yo, se lo contó a la maestra, doña Regina. Desde aquel día, pasé a ser la más lista del mundo mundial. En fin, ¿mi infancia? La infancia muy agradable de una niña de orden, del nacionalcatolicismo, creyendo en Dios y en todas sus bendiciones (risas). Jugábamos mucho en la catedral, que estaba al lado, y donde no estaba nada cerrado, como está ahora. Fuimos felices.
Tu primera militancia es en la JEC, la Juventud Estudiante Católica, ¿verdad?
Eso ya fue cuando entré en la Universidad. Como te dije, en el Santo Ángel no había PREU, así que lo hice en las dominicas. Allí estuve con una que era amiga mía desde que éramos niñas, con la que había ido al Santo Ángel. Era hija de un comisario de policía de la época, de los que a mí me parecía que eran un santo varón, hasta que me enteré de que no era muy de fiar. Cuando nos fuimos a la Universidad, ella estudió medicina y yo biología, pero estábamos en el mismo edificio; compartíamos las aulas, el bar… Y a través de ella entré en contacto con otra serie de chavales y chavalas, pero sobre todo tíos, que estaban estudiando medicina y estaban alojados en un piso de la JEC. Empezamos a ir por allí. Y sin dejar de ser creyentes, a cuestionar todo lo que significaba el régimen, la religión, los valores que nos habían inculcado. Yo, de niña, creía que el Telón de Acero era un telón de verdad; que no era ninguna metáfora. Y he de reconocer que recé mucho, por imposición de las monjas, para que el Telón de Acero cayera y aquello se acabara (risas). Empiezas a poner en cuestión todo eso.

El principio de la JEC era «ver, juzgar y actuar».
Sí; aquello era como una prerreunión de célula de las que luego tuvimos tantas en los partidos. Nos lo tomábamos muy en serio. Ahí empezamos a hablar de todos los asuntos modernos: por ejemplo, de la revolución científico-técnica, o técnico-científica, no recuerdo ahora cómo la llamábamos, si RCT o RTC (risas). Para mí, al menos, aquello eran descubrimientos que me cambiaban la vida. A través de la religión, empiezas a ver lo injusto que es el mundo y la diferencia que supone nacer en una familia o en otra, ese tipo de cosas. Y te lo dice una que era de clase trabajadora, ¿eh? Pero bueno: mi padre se ganaba bien la vida. Fuimos una familia que no te sobraba de nada, pero tampoco te faltaba de nada, y pudiste estudiar, y nunca te pusieron ningún impedimento para que hicieras lo que quisieras.
De la JEC me parece entrañable la candidez de su forma de ser revolucionarios. Me lo contaba Carmina Garrido: agarrabais el Evangelio y decías «oiga, aquí pone que antes pasará un camello por el ojo de una aguja que un rico por el umbral del reino de los cielos». Esa cosa de apelar a la literalidad incumplida de los textos oficiales del régimen al que combates.
Claro, de ahí el «ver, juzgar y actuar». Veías que el mundo no se parecía a lo que te decía un señor vestido con sotana y dándote hostias en sentido metafórico. «¡Bienaventurados los pobres!». Decías: hostia, pues aquí los pobres lo pasan fatal. «¡Bienaventurados los no sé qué!». No, no: aquí los bienaventurados son los que tienen poder, los que tienen dinero, capacidad de mando. Vas descubriendo el mundo. Nos tocó una época que… Yo entro en la Universidad al año siguiente de Mayo del 68, en el sesenta y nueve. Todo estaba revuelto, todos teníamos unas ganas enormes de cambiarlo todo. Bueno, todos no. Ese todos es una entelequia. Tú habrás oído mil veces que todo el mundo estuvo en Mayo del 68. Parece que aquí quedamos cuatro, entre otros yo. Pero es mentira. Siempre fue una minoría. De todas maneras, el ambiente se notaba que era de cambio. Nosotros, en biología, éramos más bien tranquilos y de orden, pero en medicina no. Ahí entró gente que enseguida se hizo del PCE. Había, sobre todo, PCE y LCR. Era como estrenarlo todo: estrenabas universidad, estrenabas ideología, estrenabas conciencia, y todo estaba cambiando. Era fácil encontrar algún hueco en el que participar y que de alguna manera coincidiese con las inquietudes que tú tenías.
Era el momento de la antipsiquiatría, de la lucha de los penenes…
Eso fue ya más tarde. La historia de los penenes me tocó de lleno, porque yo acabé la carrera en junio del setenta y cuatro, y en octubre estaba trabajando de PNN en la facultad. Recuerdo ir muchas veces, con el movimiento de penenes, a reclamar a Teodoro López Cuesta en calidad de rector. Duró años, y además fue creciendo: cada vez éramos más penenes, porque oposiciones casi no había. Cuando yo abría la boca, aquel faltosu me decía: «Rubia, no me riñas, que ya me riñen bastante tus compañeros». Me lo decía pretendiendo ser amable, ¿eh?, con esa condescendencia masculina de: «Bueno, si estás aquí, será que vales para algo, pero no nos vayamos a tomar en serio que eres como los chicos», ¿no? Pero bueno, fue un periodo muy interesante, porque había que hacer los estatutos para la Universidad, un proceso constituyente, montar un claustro donde hasta entonces lo que había era el dedo del César… Todo eso llevó años. Acabamos como en el ochenta y cuatro y sacamos a Alberto Marcos de rector después de unas elecciones reñidísimas que no se pudieron hacer en la Universidad, no me acuerdo de por qué, y se hicieron en el Reconquista. Me gustó mucho participar en la elaboración de esos primeros estatutos. Pudiste meter un montón de cosas, como eran una cierta igualdad, algo de atención al medio ambiente ya entonces… Todo colaba. Luego ya, que se hiciera…
¿Qué te atrajo de la biología, a la hora de decidir qué estudiar?
No sé contestar muy bien a esa pregunta… Tenía claro que quería ciencias. Me gustaba mucho la literatura, la historia menos; me gusta viajar, pero detestaba la geografía… Y tenía que ser algo que hubiera aquí. La niña fuera no podía ir. Química no me apetecía especialmente. Geología, tampoco: las piedras no me gustan. Se inauguraba medicina, y estuve tentada, porque siempre me gustó, pero al final opté por la biología. De bata, no de bota. Siempre en laboratorio.
Que una mujer estudiara, en aquella época, ya era inusual, aunque estaba dejando de serlo; pero que estudiara una carrera científica lo era aún más, ¿no?
Las de ciencias decíamos que las pijas hacían derecho y filosofía para ligar, para hacer un buen matrimonio (risas). Era injusto. ¿Pocas mujeres en ciencias? Bueno, no te creas, ¿eh? La mayoría eran hombres, pero había bastantes mujeres, y siguió habiéndolas en los cuarenta años que pasé allí dando clase. Nunca fue una carrera que espantara a las mujeres. Alguna esencialista te diría que biología, vida, las mujeres donadoras de vida… Aunque a mí todo eso me parece una chorrada (risas).
Más tarde, cuando empieces a dar clase, tendrás un director que diga que las clases teóricas deben darlas los hombres; y las prácticas, las mujeres.
Efectivamente. De mi promoción entramos tres, dos chicos y dos chicas; y las dos chicas fuimos a los laboratorios a dar clases prácticas, y los dos chicos a dar teoría. Cosas de la época. Recuerdo también una anécdota de unos años después, o sea, sería ya el año ochenta y tantos. Vino a dar unas conferencias y un curso de dos días Francisco Ayala, un exjesuita, genetista como nosotros, que era una figura en el terreno de la genética evolutiva. Había dejado los hábitos y se había casado con una rica heredera norteamericana. En esto, nuestro jefe, que era jesuita, nos reúne y nos dice que a la mujer del doctor Ayala la genética no le interesa mayormente, y que por lo tanto requiere que las chicas, o alguna de nosotras, salgamos con ella, le enseñemos la ciudad y la entretengamos mientras los compañeros escuchan la conferencia de Ayala. Los ochenta, ¿eh? Y la Universidad, y un señor que, como buen jesuita, no era especialmente doctrinario: tú hablabas con él sobre, por ejemplo, el aborto, y se oponía, pero admitía el debate. Pero mira: nos opusimos todas. Sin ponernos de acuerdo, además. Dijimos: «No, no: nosotras tenemos tanto interés como cualquiera en que este señor nos ilustre con su ciencia». Y salió un colega en auxilio nuestro: dijo «bueno, lo puede hacer mi mujer, que es puertorriqueña, y habla muy bien inglés».
Te especializas en genética de peces con especial aplicación a la acuicultura; al cultivo de especies tanto marinas como de agua dulce.
Me gustaba la genética humana, y estuve como mínimo tres años yendo prácticamente todos los días a la Residencia de la Maternidad, que está al lado del hospital, pera hacer una cosa que ahora, con la secuenciación del ADN y los PCR y tal, prácticamente no se hace, pero todavía se hace alguna vez: los cariotipos. Ver los veintitrés pares de cromosomas que cada uno y cada una tenemos y buscar malformaciones, enfermedades hereditarias y congénitas… Crespo, que era profesor de pediatría en Medicina, era el que llevaba eso; y tenía un adjunto, Toral, y una chica que se dedicaban a hacer genética y cariotipos. Yo le dije al jesuita que quería hacer la tesis ahí. En eso era colaborador: habló con Crespo y fui para allá. Pero fue imposible. ¡Me hacían el vacío científico! Eran amables en lo personal, pero prácticamente no te daban trabajo, y para el poco que te daban, los tenías siempre encima, porque como no eras médico…
El corporativismo.
No te haces una idea. Yo estuve teniendo el despacho mío en la Facultad de Medicina, de los cuarenta años, treinta y cinco, porque en seguida el edificio de Biología quedó para Geológicas, y nosotros nos fuimos con los médicos. Pues estuve subiendo en el ascensor años y paños con determinados médicos —no te voy a dar nombres, pero te podría citar alguno que anda todavía por ahí— y jamás te saludaban. Era como si no existieras. Otros no, ¿eh? Otros eran encantadores. Pero esos que te digo… Los médicos son corporativistas por definición. Tienen esa conciencia de que tienen una profesión en la que, como dice un sobrino mío que también lo es, «¡salvamos vidas!». Yo le digo: «Sí, y alguna acabáis con ella» (risas). Yo, entonces, me acabé dando por vencida, porque vi que estaba perdiendo el tiempo; que todos los que habían entrado conmigo ya estaban con la tesis casi a punto y yo seguía empantanada. Me pasé a las moscas, que era lo que hacía todo el mundo. Hice la tesis en moscas. Conté pelos y pelos y pelos de mosca. Era la rechifla de mis amigos: «Tú ¿qué haces?». «Contar pelos de mosca» (risas). Todo esto es como de antes del Diluvio. Nada de lo que yo estudié, o, por decirlo al revés, nada de lo que existe ahora, más allá de los fundamentos, existía cuando yo estudiaba. La estructura del ADN se descubrió más o menos cuando yo nací, porque el Nobel se lo dan a Watson y Crick en el sesenta y dos. A mí aquello me gustaba mucho; era todo muy guapo. Hice la tesis y pasamos a juntarnos con grupos y a elaborar proyectos. Y empezamos a trabajar con los salmones. Estaba todo por hacer, y estuve varios años con eso. La Consejería se portó bien con nosotros, porque había que pedir permiso para ir a los ríos, para coger peces… Respecto a eso, tengo una anécdota divertida.
“Debo de ser de las pocas personas de izquierda que fue a Estados Unidos a un congreso internacional subvencionado por la OTAN”
Cuéntame.
Debo de ser de las pocas personas de izquierda que fue a Estados Unidos a un congreso internacional subvencionado por la OTAN. Era un workshop sobre salmones; estuvimos diez días o así. Gente de toda Europa y de todos los estados de Estados Unidos que tenían salmones. Acabé en un pueblo que se llamaba Moscow, o sea, Moscú (risas). En Idaho. Luego, hubo un par de días en otro pueblo de Oregón, al lado de Spokane. Y lo financiaba la OTAN, todavía hoy no sé por qué; supongo que porque tendrían que congraciarse con alguna instancia internacional y demostrar que se ocupaban del medio ambiente. Lo más interesante fue que también participaron indios; indios norteamericanos que, en los pocos territorios que todavía eran de su propiedad, gestionaban los ríos y los salmones, cobraban las tasas que fuera, establecían los criterios… Sorprendente.
Cuéntame algo fascinante sobre los peces.
De los peces en particular no me fascina nada, ¿qué quieres que te diga? (risas). Interaccionan tan poco contigo… A mí me gustan mucho los animales, pero los que interaccionan. Era interesante hacer los estudios poblacionales que hacíamos, de la distribución de las especies en Europa, que era muy importante para gestionar la pesca y el reparto en Europa de las zonas de pesca. Tuvimos un par de proyectos con otros investigadores de otras universidades europeas, y alguna española, para ver la distribución del pixín de la zona norte de Escocia para arriba, y cuál era la especie más abundante, si el blanco o el negro. Luego, también trabajé con rodaballos. Pero la única fascinación que tiene un rodaballo es que, hasta que no tiene dos meses de vida, no llega a ser esto [Emilia arranca un grano de mimosa de un arreglo floral que tiene en la mesa]. Es una especie de pulga, y luego mira en qué se convierte. Ahora, de cada millón de huevos, igual salen como mucho mil rodaballos. Pero no tengo nada más, que yo recuerde ahora, que contarte de los peces que sea fascinante (risas).
De la JEC habías pasado al PTE por influencia de Marta Rodríguez Gutiérrez, que estudiaba química, ¿no es así?
Fue más bien a través de Merche Pérez Labajos, amiga mía de la JEC, que también estudiaba química. Ella me presentó a Marta, que era una mujer muy seria, muy distante. Pero en el PTE —tampoco sé decirte por qué— duré muy poco. De aquella, como los partidos eran clandestinos, tampoco sabías muy bien quién estaba en dónde. Amelia González, que fue directora general de Salud Pública con Quirós, y es gran amiga mía, estaba en el PCE, por ejemplo, y yo solo me enteré bastante después.
Del PTE, al MC.
Estaba una profesora que se llamaba Julia Barroso, y no lo recuerdo bien, pero debió de ser a través de ella que entré en una especie de célula clandestina que llevaba Juan Carlos Miranda, el abogado, que supongo que de aquella fuera estudiante de derecho. En el MC, conocí a [Xosé] Bolado, ligamos, y luego nos casamos. Supongo que eso ayudó a que allí sí me quedara (risas).
Y ¿qué tal? ¿Cómo era la clandestinidad del MC?
El MC era muy estricto. Tardabas años y paños de pasar del estatus inicial a que te consideraran militante de verdad. Era una organización tan bien organizada en ese sentido que creo que por eso en general tuvo muy pocas caídas. Hubo una gorda-gorda en el setenta y cinco: unas chicas de Avilés que cayeron y a las que maltrataron como si no hubiera un mañana. Jose [Bolado] tuvo que huir; tuvo que esconderse una temporadina en una casa. Yo me reunía con Cheni Uría en iglesias. Quedaba con él cada dos o tres días en una iglesia diferente para que me contara cosas de cómo estaba o para que, si le tenía que transmitir algo a Jose, se lo transmitiera a través de él. Nunca supe dónde estaba y luego nunca se lo pregunté. Aquella caída fue importante; también cayó gente de Gijón. Pero nada más. Aquello era tan clandestino, estaba tan bien organizado, era todo tan riguroso… Creo que a ese estatus inicial lo llamaban adherente, pero yo igual estuve cuatro o cinco años de adherente. Bien usada, porque, de todos modos, adherente o no, trabajabas. Entonces hacías aquello de los saltos. Me acuerdo de cuando los fusilamientos de los cinco estos, Garmendia, Otaegui y los demás, con el animal asesino muriendo, pero todavía muy capaz de matarlos. No conocía Gijón de nada, porque yo nací en Oviedo y toda la vida viví en Oviedo, y para mi familia Gijón era un sitio de rojos, así que a Gijón no se veía nunca. Me trajeron a lo que ahora es más o menos La Guía a hacer un salto. Me mandaron ir con unos tubos como de arquitecto, de estos de llevar planos, con una pancarta para sacar. Yo, que soy fatal orientándome, tardé en encontrar el sitio; no sé cómo todavía quedaba gente cuando llegué (risas).
De aquella no había GPS (risas).
Es que imagínate cómo cambió el mundo. Yo los primeros datos de la tesis los metía en aquellos ordenadores para hacer cálculo, que tenías unas fichas así de largas y metías una y otra y otra para hacer un análisis de varianza, que hoy te lo hace este teléfono sin despeinarse. El mundo cambió mucho. Y el GPS era: vete por aquí, el nombre de la calle es tal, luego no sé qué, al llegar a la esquina ves a fulano y, pumba, allí sacas la cosa, se la das y sales corriendo. En fin.
El MC pasa por ser el partido de la extrema izquierda de entonces más avanzado en la cuestión feminista, con su estructura autónoma de mujeres, nacida de la crítica al «con el socialismo alcanzarán las mujeres la liberación».
Juntábamos el dogmatismo este de la revolución nos salvará, del fuera el capitalismo, el hay que acabar con todos y toda esta historia, la defensa del maoísmo y de la Revolución Cultural hasta que nos enteramos de cómo había sido, aquel dogmatismo que no resistía casi ningún análisis, con una mente muy abierta hacia nuevas historias, hacia nuevos fenómenos. Las mujeres nos empezamos a dar cuenta de que aquella historia de que lo primero es lo primero, derribar el capitalismo, y lo demás vendrá por añadidura, que era completamente bíblica, no era tan así. Empezamos a leer cosas de las americanas y a decir: la democracia, bien; la libertad, claro; la amnistía para los presos, por supuesto, pero también para las adúlteras, las prostitutas… Eso, por ejemplo, la mayoría de las mujeres del PCE no lo admitían. Y no porque no quisieran, sino porque seguían con la cabeza en la subordinación de todo a la conquista de la democracia. Las mujeres del MC, en cambio, en seguida cogimos onda y dijimos: aquí lo que pasará será lo que nosotros intentemos que pase. Y empezamos a montar dentro del partido la estructura de mujeres esa. La LCR también estaba en esas posiciones avanzadas.
¿A vosotras os resultó fácil?
Bueno, hubo sus reticencias, y sus más y sus menos, pero siempre hubo mujeres de peso en el escalón más alto, en Madrid, puesto que éramos un partido centralista, y eso ayudó. Trabajamos mucho.
“El 23F Nos lo esperábamos”
¿Cómo adquieres tú tu conciencia feminista? Te he leído comentar la importancia que tuvo para ti en ese sentido comenzar a leer sobre la Segunda República y los avances que había supuesto para las mujeres.
Eso, experiencias que vas teniendo… Yo, siendo ya profesora, teniendo ya por lo tanto mi sueldo, mi autonomía, una vez fui al banco porque quería comprar algo. Lo quería comprar con mi dinero que estaba en aquel banco. Pero el propio que me atiende va y me dice que sí, sí, ningún problema, pero que tiene que ir mi marido a firmar la autorización de la compra. Yo: «Pero oiga, si lo voy a comprar con mi dinero». «Señora, es la ley». Bueno, creo que le eché un mitin de los más sinceros que eché en mi vida. ¡Me pareció tan humillante y tan indignante…! O aquello del jesuita de «anda, vete a pasear a la cacahuetera esta» (era hija del rey del cacahuete). O que te pusieras a hablar en una asamblea en la que, supuestamente, éramos todos muy revolucionarios y tú tuvieras la mitad de audiencia, la mitad de importancia… Por otra parte, te das cuenta de que, aunque tus camaradas, o tu marido, o tus amigos, o quien sea estén en tu misma posición, no pueden evitar tener los resabios de la educación que les dieron, y de que pasan cosas como eso que pervive hoy de «yo ayudo». Ayudo a cuidar al niño, ayudo a fregar los platos… ¡Como si no comieras en ellos o el niño no fuera tuyo! Yo, el feminismo, de todas las confesiones que abracé en mi vida, que fueron varias, es la que más clara tuve y sigo teniendo.

¿Cómo vives la muerte de Franco?
Pues muy bien. Yo lo pasé mal cuando mataron a Carrero, porque en diciembre del setenta y tres yo tenía un novio que estudiaba medicina y que estaba haciendo la milicia en Canarias. Aquello fue muy gordo, y los soldados aquellos estaban metidos en el cuartel sin poder llamar, ni nada; no sabías lo que iba a pasar. Pero bueno, después vimos que a este le quedaba poco por hacer. Yo tenía a una amiga que era de Navia, que estudiaba biológicas conmigo y vivía en mi casa, con la que todas las noches escuchaba La Pirenaica, a ver cuándo la palmaba este. Ya sabes que aquí, entre el brazo incorrupto de santa Teresa con el que dormía y todas aquellas milongas, nunca te contaban una verdad. El día que por fin murió, lo celebramos y empezamos a organizarnos, con la consigna del partido de empezar a luchar por las libertades, la caída del régimen, echar a Arias Navarro…
En 1976 secuestran a tu marido, Xosé Bolado.
La ultraderecha seguía muy organizada, y no estaba por la labor de perder el poder. Los enseñantes habíamos planteado hacer una manifestación por una educación laica, libre, igualitaria, los penenes… Todas las reivindicaciones de la enseñanza. No estaban permitidas las manifestaciones, pero ya era el setenta y seis: comunicabas y, normalmente, no ocurría nada. Uno de los firmantes fue Bolado, y sí: lo secuestró la ultraderecha. Todavía no estábamos casados. Lo metieron en un coche y lo llevaron a la Providencia; no me contó nunca, ni creo que se lo debió de contar a nadie, lo que le dijeron, ni cómo lo trataron. Hacer, aparentemente, no le hicieron nada: cuando lo soltaron estaba entero y sin rasguños. Pero claro: al día siguiente salió en todos los periódicos. Nosotros nos íbamos a casar a finales de aquel año, y yo cogiendo los periódicos en casa y quitándoles la hoja de la noticia, para que no se enteraran aquellos, que lo de aquel matrimonio ya lo llevaban con muy poca gracia. El caso es que, a pesar de que ya era profesora, y me tenía por muy lista, muy lista no debía de ser, porque mi padre se dio cuenta de que al periódico le faltaba una hoja, y le faltó tiempo para ir al bar y mirar qué ponía (risas). Aquellas fueron épocas duras. Junto a aquel aire de libertad que estabas respirando, y a la vez que pensabas que ya nada volvería a ser como antes, había todos aquellos guerrilleros de Cristo Rey que se metían en las asambleas. Y los secretas. Yo tuve a dos infiltrados en clase: Felipe Bello y aquel Julio Bregón al que Tini Areces quiso luego hacer director de Interior.
¿Cómo vives el 23-F?
Nos lo esperábamos. Teníamos un periódico que se llamaba Servir al Pueblo, y si repasas los artículos de aquella época, ves que estábamos anunciando día sí, dia no, que iba a haber un golpe de Estado si no se ponía remedio. No sé si se pudo poner o no, pero el golpe lo hubo. Yo estaba dando prácticas de laboratorio, y viene una compañera y me dice: «Oye, Emi, tienes que marchar». «Coño, ¿entonces? ¿Qué pasa?». «¡Que acaba de haber un golpe de Estado!». «¿Qué me dices? ¿Cómo va a haber un golpe de Estado a las cinco de la tarde un lunes?» (risas). «¡Que sí, que sí, que lo acaban de dar por la radio, que están poniendo música militar! ¡Haz el favor de marchar pa’ casa! Yo te acabo la práctica». Cogí el coche, me vine para Gijón y empezó la larga noche. Lo primero fue vaciar la casa de documentos y papeles. Yo era militante de base, no tenía mucho que guardar, pero Jose era un dirigente. Tenía muchas cosas, era muy conocido y estaba muy controlado.
¿Quemasteis, enterrasteis…?
Un amigo de siempre que murió en el veinte, Chema Castiello, y yo cogimos el coche y fuimos a dar vueltas por donde el cuartel de El Coto, para ver si había movimiento. Cuando se hizo de noche, decidimos que había que sacar todos los papeles que teníamos en casa y enterrarlos en la finca de una moza que estaba entonces en el MC, y luego acabó en el PSOE. Allí los enterramos y nunca más los recuperamos. No sé si alguien, después, los desenterró y los tiró, pero, cuando los quisimos recuperar, nos dijo que ya no estaban allí. Bueno: luego, claro, quedarse en nuestra casa arriesgado, porque sabían que vivíamos en el Muro. O que allí vivía Jose, insisto: yo no creo que conmigo tuvieran gran problema. El caso es que unos amigos nuestros que son una gente estupenda —él era gallego y había venido aquí de profesor de matemáticas; era amigo de Tini Areces, con el que había estudiado, y luego Tini lo llevó al Ayuntamiento— vinieron —vino él— y nos dijeron: «Tenéis que venir a nuestra casa. A nosotros nadie nos conoce: estaréis seguros». Estuvimos allí hasta que Su Majestad salió a decir: «Oye, que de esta no lo voy a permitir, podéis estar tranquilos».
Tardó unas horas el hombre.
Sí, sí… Pues bueno, una noche angustiosa. Y mira, nosotros vivíamos en la última casa del Muro, en el piso catorce, y recuerdo que a los pocos días debió de haber unas maniobras militares o algo, porque empezamos a oír un ruido, nos asomamos al Muro y eran tanques. No me dio un infarto de milagro. Jose era mucho más tranquilo, más frío, pero yo soy un poco chispa, y me caliento fácil. Me dio un pánico… El padre de Jose era republicano, y Jose había vivido otra infancia, pero en mi casa lo de la política era horror; todo lo que sonara a rojo y a comunista, vade retro. Así que tuve miedo. Por si fuera poco, coincidió que al día siguiente mataron a un primo mío.
¿Cómo?
En Argame. Mi tío, su padre, era recaudador; cobraba las letras por los pueblos de la zona para el Banco Herrero. Alguna relación había tenido mi abuelo con los dueños del Banco Herrero, y unos cuantos de mis tíos maternos y de mis primos estaban empleados allí. Total, que él tenía una caja fuerte en su casa, porque no venía todos los días a Oviedo a traer el dinero, sino de vez en cuando. Y entraron a robar en casa y mi primo, que era un rapaz de veintiún años, los escuchó, bajó y uno de ellos le descerrajó un tiro en la cara. Lo mató allí mismo. Sabemos quién fue, y lo sabía la Guardia Civil, pero nunca lo pudo demostrar. Así que, bueno: coincidió aquel momento terrible con este otro momento terrible familiar, el entierro, patatín, patatán. Yo recuerdo esa época como una gran oscuridad, como un momento muy duro. Luego vino la alegría; y luego, el desencanto.
Formas parte del colectivo de fundadoras de AFA, la Asociación Feminista de Asturias, que se presenta en sociedad en 1976, con un programa basado en el que se había aprobado en las Jornadas Catalanas de la Mujer, celebradas en mayo de 1976 en Barcelona. ¿Cómo se gesta esa fundación?
Bueno, lo nuestro empezó ya en el setenta y cinco. Empezamos a reunirnos en El Bibio, en la, ¿cómo se llamaba?, casa de ejercicios o no sé qué, que aquellos curas prestaban para debates y cosas de la izquierda. Éramos, fundamentalmente, mujeres de la Liga y del MC, más alguna de Bandera Roja, y alguna del PCE, aunque las del PCE desaparecieron del mapa enseguida.
Abandonaron la confluencia por varias discrepancias y, entre ellas, la negativa a incluir la D de Democracia en el nombre de la organización, ¿no es así?
Ellas habían sido pioneras montando una cosa que era el Movimiento Democrático de Mujeres, que en realidad era una sucursal de mujeres de la lucha de los hombres; de esto que, cuando los hombres iban a la huelga, las mujeres iban allí a ayudar. No lo digo con ningún desprecio, todo lo contrario, pero eso no era un movimiento feminista: era otra cosa. Y sí: lo de la D. Nosotras decíamos que la democracia ya formaba parte del fundamento de cualquier organización feminista, pero ellas insistían en eso por aquello de que primero era la democracia anticapitalista y luego todo lo demás. Discutimos y se fueron. Ahora no se acuerdan, ¿eh? Hombre, habrá una parte que no se acuerde o que no lo sepa, pero hay otra que sí se acuerda, igual que me acuerdo yo, pero ahora no toca, ya sabes (risas). De quien no había prácticamente nadie era del PSOE, pero bueno: el PSOE, siendo honestos, no existía. Había cuatro…, no sé cómo llamarlos, cuatro bienintencionados, vamos a suponer, y luego unos cuantos más que estaban en las catacumbas esperando mejores tiempos, pero nada más. Estaba Mapi Felgueroso, pero por entonces no era del PSOE: era del PSP. Sí que estaba Carmen Veiga y alguna más, pero, fundamentalmente, éramos mujeres de esos dos partidos: la Liga y el MC, más algo de Bandera Roja, algo del PTE y también de aquel otro partido que dirigía un médico de Cabueñes, ¿cómo se llamaba?
¿La ORT, puede ser?
La ORT, eso. Y luego, independientes; mujeres a las que ibas contactando, porque eran compañeras, o porque estaban metidas en otros movimientos, como podía ser el vecinal o el de penenes. De mano, había bastante reticencia, porque todo era interpretado en clave de «estas se unen para luchar contra los hombres, no para luchar por sus derechos». También cuando montamos la estructura aquella de mujeres en el MC hubo compañeros a los que les costó un poco admitir que estuviéramos solas. Si nosotros compartimos todos vuestros ideales, si os juntáis será para algo que no será muy bueno, ¿no? (risas).
“Cuando montamos la estructura aquella de mujeres en el MC hubo compañeros a los que les costó un poco admitir que estuviéramos solas”
Reunión de pastores, oveja muerta (risas).
Sí, sí. En fin, hicimos cosas muy guapas. Éramos tan jóvenes, por un lado, y por otro estábamos tan convencidas de que íbamos a poder con todo… Eso, nosotras y ellos, ¿eh?
El debate entre partidarias de la militancia feminista única y las de la doble, combinación de la feminista y la de los distintos partidos, era arduo, ¿verdad?
Ay, sí. Las dobles militantes siempre estábamos bajo sospecha, porque, aunque en nuestro caso hubiera estructura propia de mujeres dentro del partido, siempre se sospechaba que, de alguna manera, obedecías al partido, y el partido eran los hombres. En Asturias, de todas formas, esa lucha no fue demasiado virulenta. Luego ya se fueron separando los modelos de feminismo —que parece que hasta antes de ayer todas pensábamos lo mismo, pero no es verdad— y eso ya introdujo otras discrepancias, pero en principio nos llevábamos todas bastante bien. Montamos la asociación e hicimos muchas cosas juntas. Las independientes, llegó un momento en que se agruparon en el Colectivo Feminista Independiente, o Colectivo de Feministas Independientes, o algo así. Pero seguíamos teniendo buenas relaciones.
AFA tenía una serie de comisiones de trabajo: educación, familia, trabajo, sexualidad y reproducción y medios de comunicación. Tú ¿en cuál te involucras?
Yo, en lo de sexualidad. Como soy bióloga…
Aquellas charlas por pueblos y barrios, ¿verdad?
¡Era todo tan antiguo, es tan impensable desde el día de hoy cómo era todo…! Ibas, sí, por los pueblos o los barrios de las ciudades explicando que la sexualidad femenina existía y que no todo era ponerse para embarazarse o para satisfacción del paisano; que existía una cosa llamada clítoris, que… En fin, un montón de cosas así.
He leído por ahí alguna anécdota impagable. Y que, contra lo que uno pudiera esperar, encontrabais más ignorancia en las ciudades que en los pueblos.
Para empezar, en Gijón, por ejemplo, cuando ibas a eso, había un montón de paisanos; a veces, más que mujeres, aunque fuera una charla dirigida a mujeres. Y luego, sí: no sé si era por la presencia de los paisanos o por qué, pero en los pueblos las mujeres se cohibían menos, había más naturalidad. Recuerdo, por ejemplo, ir por pueblos de la Cuenca con Eloína, la mujer de Antonio Masip, que era médica; empezar a explicar que bueno, hay este órgano, que se llama clítoris, y… «¡Á neña! Eso ye’l campanín, ¿no?». «Bueno, pues sí, será el campanín» (risas). O ir a La Güeria a hablar del aborto y que te dijeran: «Ay, fía, eso tará prohibío n’Uvieo, pero aquí failos esta, y aquella abortó, y la fía d’esta tamién». Había más aislamiento y, supongo que por eso, más solidaridad y conocimiento.
La pervivencia de una cultura de la autogestión femenina que sí se había perdido en la ciudad, a lo mejor, ¿no?
Sí, algo así. Lo que podían haber sido aquí en su momento las ciudadelas, pero más espontáneo todavía. Tu vecina estaba ahí al lado, tenía las vacas contigo, o las gallinas, ibais juntas… Para mujeres de la ciudad como éramos nosotros, fue muy instructivo. Ibas allí pensando que les ibas a abrir los ojos al mundo y te daban cada palo que pa qué. Pues bueno, en AFA trabajé fundamentalmente en eso. La explicación de los anticonceptivos, también; de los distintos tipos. Llevabas un diafragma, explicabas allí cómo se ponía, llevabas los dius, las píldoras… Ahora abres ahí [Emilia señala su teléfono móvil, que descansa sobre la mesa] y ya te lo cuentan todo, pero entonces era casi como las misiones en la República. Las progres, con los anticonceptivos, teníamos ventaja, porque nuestros colegas médicos nos los proporcionaban, pero, hasta que se normalizaron, muchos médicos los desaconsejaban: que si producían esterilidad, que si tal, que si cual. Luego, en AFA, también estuve en lo de la educación. Intentábamos mucho ir a centros de enseñanza, considerando que era muy importante enseñar a la gente joven. Para empezar, a que usaran un condón si no querían usar otra cosa, pero que supieran que había más cosas. También trabajé en Comisiones Obreras haciendo proyectos, modelos coeducativos, para que luego se implantaran en las escuelas; folletos informativos… Todo eso lo fuimos haciendo primero las asociaciones de mujeres feministas, y luego, a través de los sindicatos de enseñanza, fue entrando en los centros.
Una vez organizasteis una patrulla de mujeres para perseguir y capturar a un agresor sexual en los jardines del Campillín, en Oviedo. Y en otra ocasión ocupasteis la plaza Porlier con tiendas de campaña.
Lo de la patrulla me lo contaron, pero yo no participé, así que no puedo achacarme ninguna gloria. En lo de Porlier sí estuve. No estuve en la tienda de campaña, pero sí que participé. Hacíamos cosas de esas, sí. O coger un autobús urbano y plantarle ahí una pancarta.
«Nos vamos a Londres a abortar»
Eso es.
Una de las acciones más controvertidas del colectivo fue la filmación de un aborto clandestino, proyectado después en una rueda de prensa.
Se trataba de demostrar que se estaban haciendo, y que se podían hacer. Nosotras teníamos una red para que las mujeres abortaran. No te voy a decir quiénes, claro, pero sé de dos personas que los hacían aquí que no eran médicas, pero sí sanitarias. Pero tenías que tentarte mucho la ropa para ver con quién lo hacías, no fuera que te metieras en un lío. Así que también teníamos una red de contactos para mandar a mujeres a Londres, a Holanda… Yo, concretamente, tenía direcciones para mandar a Leiden. Me llamaban al despacho de la Facultad. Claro, los móviles no existían, y las líneas autónomas tampoco. Eran centralitas. Y un día me viene a ver el bedel, Manolo, que era más o menos de mi edad, hijo de guardia civil, y me dice: «Mira, Emilia, te lo voy a decir: sé que cuando te pasan esas llamadas, que veo que te cuentan siempre la misma historia, y tú les hablas siempre del mismo sitio, esa ciudad de Holanda, son de gente que quiere abortar. Un día vas a tener un disgusto. Yo siempre lo tapo, pero a ver, ¿por qué no te llaman a tu casa, o a otro lado?». En fin, hacíamos todo ese trabajo. Y lo de la filmación fue un bombazo. También nos encadenábamos a verjas, a árboles… Montábamos bulla.
También interveníais de madrugada en quioscos para colocar mensajes en defensa del aborto libre y gratuito en fajos de La Nueva España.
Mira, de eso no me acuerdo. Pero me acuerdo de los primeros ocho de marzo. Hacer una manifestación era toda una hazaña. Unos tenían miedo, otros no lo veían… Y el debate, otro debate: ¿Día de la Mujer Trabajadora o Día de la Mujer? Cuando dijimos que igual había que dejarlo en Día de la Mujer, porque trabajar trabajamos todas, unas en casa, otras fuera, tuvimos otra pelea sustancial con las mujeres de la izquierda más tradicional. Y bueno. Manifestarse y que siempre hubiera alguien que te dijera que a ti lo que te hacía falta para dejarlo era que te follaran como Dios manda. Ahora ves esas manifestaciones con muchos paisanos, pero de aquella… Solíamos salir disfrazadas: todas de lila, o todas de negro con sombreros de viuda, o todas con sombrillas… Y aquellas consignas: «¡Manolo, la cena te la haces solo!», «Si los obispos parieran el aborto sería un sacramento»… Todo eso que ahora da mucha risa, y qué guapo era todo, pero fue duro, fue duro. Fue duro hacer entender que teníamos derechos. Pero yo, de todas las confesiones, vamos a decir, que abracé en mi vida, que fueron varias, el feminismo es la que más clara tuve y sigo teniendo. No es posible que nada cambie, ni nada mejore, si no te pones a ello, si no tomas tú las riendas.
Las mujeres de AFA teníais una coletilla para cada tema que planteabais: el mientras exista. Reclamabais cuestiones como el divorcio diciendo: «mientras exista el matrimonio», «mientras exista la familia»… Había aquella idea de que algún día vendrían el socialismo, el fin del patriarcado y el amor libre y ya no habría que preocuparse de promulgar leyes.
En los setenta, había una revolución que iba a venir y se iba a abolir el capitalismo; íbamos a ser todos iguales; una especie de paraíso en la tierra. No iba a haber matrimonio y los hijos —caricaturizando algo— se los darías al Estado de pequeñinos y te los devolverían estudiaos y hechos hombres y mujeres. Todo tenía que ser colectivo y se hablaba de guarderías masivas en las que tú, una vez parida, dejarías a la criatura.
Leí hace tiempo una cosa sobre unos kibutzim israelíes en los que se practicó el igualitarismo extremo y los niños eran separados de sus madres y se los mandaba a unas habitaciones llamadas casas de los niños, que los adultos de la cooperativa se turnaban para vigilar y donde los chavales vivían separados de sus familias, a las que solo veían un par de horas al día. Años más tarde, aparte de casos de abuso sexual, se descubrió que eso generó a aquellos chavales unos problemas psicológicos tremendos.
Hay cosas que la naturaleza hace bien. Hasta el más rastrero de los animales cuida a sus crías hasta que decide que es hora de que se busquen la vida. Yo creo que, para los humanos, el cariño de los padres es fundamental para tener un cierto equilibrio emocional. Cuando estos desgraciados de la ultraderecha se meten con estas criaturas que vienen de África y con siete años, diez años, catorce años, andan por ahí, separados de los suyos, y los tratan de ladrones, de violadores, etcétera, yo me pongo mala, porque me imagino lo que puede sentir una criatura de esa edad abandonada por el mundo. Tanto colectivismo no podía ser, no. Yo no sabía eso que cuentas, pero no me extraña nada. Por mucho que te cuiden bien lo físico, lo emocional es muy importante.

He leído contar de AFA que un principio que teníais era no debatir las cosas conflictivas; trasladarlas al marco político de los partidos. Discutíais sobre acciones, no sobre contenidos.
Sí, por eso nos mantuvimos tanto tiempo en tan buena sintonía. Ya estábamos súper divididas en mil historias, empezamos a estarlo cinco o seis años después de que se montaran las asociaciones y la coordinadora estatal, pero sabíamos unirnos en torno a lo que nos convencía a todas. Había tanto que quitar del medio, empezando por el divorcio, que parecía lo más fácil… Fue un buen modelo, aquel. De hecho, AFA pervive todavía: hacen cuadernillos y cosas así, se reúnen de vez en cuando… Lo de la unión a pesar de la división se volvió a repetir hace unos pocos años con el Tren de la Libertad, cuando el inefable Gallardón se quiso cargar la ley del aborto. Pero mira, ahora parece que, hasta antes de ayer, todas pensábamos lo mismo, pero no es verdad. Las jornadas aquellas de Cataluña fueron un momento de máxima unidad, donde se establecieron programas que dieron cuerpo a las distintas asociaciones, pero pronto empezó la cosa a bifurcarse entre quienes entendían el feminismo como una herramienta para alcanzar derechos y la autonomía —y ahí estábamos las de la doble militancia— y quienes lo entendían como una forma de vida. Empezamos a separarnos, con cierta violencia además. Recuerdo por ejemplo que llegó un momento en que, en algunos ámbitos, o eras lesbiana o ya no eras una feminista fetén (risas). Dicho hoy, parece una tontería, pero era así. En las Jornadas de Granada, en el setenta y nueve, hubo una bronca tremenda en torno a eso; a si las lesbianas podían formar parte de un movimiento común. Estoy viendo la cara de Gretel [Ammann], la catalana que defendía que no. Lideraba un movimiento que no recuerdo ahora cómo se llamaba: ¿esenciales o algo así…? No sé.
Hoy casi podría hablarse de una guerra civil en el seno del feminismo. Hay una serie de debates muy ardorosos en los que las posiciones se han enconado mucho: el tema trans, la prostitución…
Mira, yo recuerdo perfectamente a los sindicatos, cuando se establecieron secretarías de la mujer en todos ellos, pidiendo derechos para las prostitutas. Hoy, prácticamente ningún sindicato se atreve a hacer eso. Puede haber alguna secretaría en alguna zona concreta, pero nada más. Cuando ya estaba yo en Izquierda Unida, y estaba en el Consejo Político Federal, en una ocasión tuvimos ese debate entre las que consideraban que la prostitución es la forma más grave de explotación que existe y hay que abolirla y las que consideramos que, aunque la prostitución sea una cosa desagradable, desgraciada, abolirla, de momento, es casi como abolir el CO2: puedes abolir, pero va a seguir, y por lo tanto es mejor contemplarlo. Perdimos por un voto. Hoy, el abolicionismo forma parte del programa de Izquierda Unida y no lo discute nadie. Las no abolicionistas somos una minoría minoritaria. Pues bueno, hoy tenemos, sí, esa guerra civil que tú dices, pero esas y otras cosas empezaron a dividir al movimiento desde muy temprano.
¿Cómo se posiciona con respecto al tema trans una bióloga como tú? Te lo digo porque, desde los sectores transexcluyentes del feminismo, suelen invocar la biología.
Yo, como bióloga, creo que no tiene que ver el culo con las témporas. La naturaleza, la biología, la sopa de Oparin, lo que haya originado todo esto, puso un dimorfismo sexual reproductivo que tiene una única función: que las especies sigan, que se reproduzcan. No tiene ninguna otra. Yo estoy harta de explicar que hay un sexo morfológico, un sexo fisiológico, un sexo cromosómico… Y luego hay el como tú te sientes. Cuando explicas esto a los alumnos, lo entienden a la primera. Sexo cromosómico: efectivamente, tienes dos equis, mujer, o mejor dicho, hembra; tienes una equis y una y, macho. Sexo fisiológico: tienes estrógenos, tal; tienes testosterona, cual. Hay muchos sexos. De hecho, hay especies cuyos miembros, como dicen ahora los detractores, un día se sienten machos y al día siguiente se sienten hembras. No es exactamente así, pero vamos: según la población en la que viven necesite más hembras o más machos, cambian al sexo más necesario, ¡y no pasa nada! Les llámpares, por ejemplo, según la piedra en que se colocan, según lo que ahí haya, se desarrollan como machos o como hembras. Pero es una cuestión meramente reproductiva. Y nosotras, las mujeres, peleamos para que el sexo fuera placer, no solo reproducción. Si quieres reproducirte, perfecto: para eso están ahí el aparato reproductivo. Pero está para muchas más cosas. Que el feminismo, después de tantos años, nos reduzca a un binarismo absoluto, inamovible, y tú tengas que ser esto porque el médico te miró cuando naciste, vio que los güevinos te iban a bajar y dijo «paisano», o vio una raja y dijo «muyer», a mí me espanta. ¡Pero si además ya lo dijo Simone de Beauvoir hace muchos años! «La mujer no nace: se hace». Quien dice «la mujer», dice «el hombre».
¿Qué tal te llevas con Amelia Valcárcel, con quien coincidiste en AFA, y que hoy es el rostro más destacado de la oposición a la ley trans?
Muy mal. Bueno, a ver, me llevo muy mal con ella en la cabeza. En la relación formal, como nos conocemos de siempre, nos llevamos discretamente, aunque nunca fuimos amigas, porque somos personalidades muy diferentes. Hubo épocas en las que coincidíamos en más cosas, y épocas que en menos, pero nunca fue mi modelo en nada: ni en el feminismo, ni en la política, ni en nada. Y me parece muy mal lo que está haciendo ahora. Me parece que se equivoca, pero es más: me parece que ella sabe que se equivoca. Déjame decirlo con más suavidad: ella sabe que no tiene toda la razón. Me resisto a creer que todo lo que dice de la ley trans o de la transexualidad en general lo piense de verdad. Creo que es una mujer interesada.
Te digo mi opinión personal, no sé si justa o injusta. Con independencia de que seguramente gente como Valcárcel sí se crea lo que dice, lo que dice también lo dice porque encontró en la ley trans un arma arrojadiza contra rivales en una prosaica lucha de poder. Con el 15-M eclosionó un feminismo vigoroso fuera del paraguas del PSOE, paraguas en el que, en lo que respectaba al feminismo, Amelia Valcárcel era la papisa; la autoridad que repartía cargos, colocaba, descolocaba, premiaba, castigaba, organizaba. Y con la entrada de Podemos en el Gobierno, acabó sucediendo que el Ministerio de Igualdad ni siquiera lo detentase una ministra socialista. De ahí que, de pronto, el tema trans, que antes no suponía un problema para nadie…
Nada, nada.
…se haya vuelto este casus belli. Podía haber algún debate teórico, pero no era esta cosa apasionada y fogosa en la que se ha convertido de repente. Hay una guerra por el poder, por las puras y duras poltronas, en la que disparas con lo que encuentras a mano.
Lo que te decía: antes todos abrazábamos a Simone de Beauvoir cuando decía eso de «no nace, se hace». ¿Qué es esto, entonces? ¿Ya no es así? ¿Ahora es «naces y no te haces, así te quedas»? Por eso digo que ella no se cree ni la mitad de lo que cuenta. Lo malo es que, como es la maestra, como la define toda esta pandilla, hay muchas que sí lo creen a pies juntillas. Y lo que tú dices, sí. Si crees a algunas, parece, no solo que hay solo un feminismo, sino que encima lo inventó el PSOE, que tiene guasa. Cada vez que oigo a alguna de estas ministras estupendas decir que gracias a ellas lo tenemos todo, me apetece pegarle a la tele. Tú puedes decir que, efectivamente, estando el PSOE en el poder es cuando se establece una buena parte de las leyes favorables a las mujeres que disfrutamos hoy, pero eso es una cosa y otra que sean las mujeres del PSOE las que nos regalaron las cosas. No es verdad, y lo que sí lo es es que no soportaron perder ese monopolio. Y el ambiente, hoy, está muy enrarecido. Es muy difícil discutir. Luego ya, cosas como esto del borrado de las mujeres… A mí no me cabe en la cabeza que nadie piense que van a borrar a la mitad de la humanidad.
Hay gente muy convencida de ello.
¡Hay una frivolidad…! Mira, yo conozco algún caso trans en gente cercana a mí, de Madrid. Estoy pensando concretamente en un caso que, por cierto, no es para preocupar a las feministas estas, porque es una niña que se siente niño. Tiene siete años y te lo está contando, y estás viendo sus reacciones. Yo no sé quién se habrá equivocado aquí al poner los órganos reproductores. Igual algún día se descubre que hay algún proceso fisiológico, o algunas combinaciones genéticas, que a la hora de tal dan ese resultado de la disforia esa que llaman, o disforía. Pero que no es una impostura, hombre, que no. Yo no sé si ahora tiene siete años y, cuando tenga dieciséis, va a decir «huy, qué bien me siento siendo mujer», en cuyo caso habrá que decir: «pues hala, eres mujer». Como también es mentira que nadie le vaya a cambiar anatómicamente ahora… ¿Qué problema hay? ¿Por qué, mientras tanto, la tienes que condenar, por qué la tienes que hacer sufrir, por qué la tienes que convencer de que es una aberración lo que está…? Me parece tremendo, tremendo, que desde el feminismo, que está hecho sobre el sufrimiento y la lucha de muchas mujeres, se pueda tratar así a la gente. Sin contar con que hay mujeres que quieren ser hombres, y no será para ir a violar a otros hombres. Está todo disparatado. Otra cosa es que luego entremos en estas historias del lenguaje, que si ni -as, ni -os, sino -es, que yo siempre le digo a Miquel Missé, que es un abanderado de estos procesos, que esto en Asturias nos complica mucho la vida, porque nosotros estamos todo el día diciendo neñes, pero no estamos hablando de un no se sabe qué, sino de «nenas» (risas).
El otro día me contaba un amigo que está dándose ese debate entre asturianistas: qué sufijo no binario utilizar en asturiano. Creo que se inclinan por -is: «neños, neñes y neñis».
Si no conseguimos que el asturiano sea oficial, vamos a ver cómo lo complicamos un poco más (risas). A mí eso me parecen asuntos muy secundarios. Tú da libertad a las personas que sufren y luego ya iremos viendo cómo adaptamos el lenguaje. No creo que sea lo fundamental. Pero vamos, insisto: a mí y a otros millones no nos va a borrar nadie porque te llamen —que no es así, luego se miente mucho— cuerpo gestante. Vale, que me llamen cuerpo gestante. Pero ningún documento de identidad va a poner cuerpo gestante. Hay una deriva política tremenda de conservadurismo que se adentró en todos los sectores, y en el feminismo, a mi modo de ver, de una manera brutal. Hay un victimismo tremendo. Yo eso lo comento a veces con gente de Les Comadres que está en esa posición. Digo: «Chicas, nosotras estuvimos cuarenta años peleando por ser libres, por ser autónomas. Ahora os oigo y lo que somos es víctimas. Víctimas de todo. De que nos van a violar, de que usan nuestros cuerpos para no sé qué fotos, de que nos quieren borrar y convertir en gestantes… Todo víctimas, víctimas, víctimas. Y yo para eso no peleé. Yo no quiero ser víctima. A mí dame herramientas para ser como tú, y dame leyes que me protejan, a mí y a los chaperos también, que también tendrán derechos, digo yo». En fin, no estoy nada contenta. Me parece un retroceso terrible.
Formas parte de un colectivo llamado Las Otras Feministas.
Tenemos la intención de montar unas jornadas en octubre en Madrid. Somos pocas. Las de aquí somos todas bastante mayores, y por lo tanto bastante teóricas, con pocas ganas ya de dar mucho zapato. Hay gente más joven, como Clara Serra o Laura Macaya, muy bien formada y que trabaja muy bien el tema. Somos conscientes de que somos una minoría muy pequeña, pero también de que somos muy necesarias. Aunque seamos pocas, somos un contrapeso a ese feminismo victimista y punitivista tan de moda en los últimos tiempos. Queremos recuperar la libertad de ser mujeres como queramos, con derechos, pero sin miedo, y sin tanto castigo.

En toda esta guerra, yo veo también un componente generacional. Igual que hubo quien despreció el 15-M y su «democracia real ya» porque «yo corrí delante de los grises y sé lo que es una dictadura», pienso —y lo puedo entender, compadecer— que también hay mujeres de tu generación que dicen: «yo viví el tiempo en el que se abortaba con una percha y tenías que pedir el permiso de tu marido para firmar cosas, y estas jovenzuelas no van a venir a contarme que ser mujer es una elección.
Sí, sí. Yo, la verdad, me llevo bien con feministas jóvenes de Podemos. Con algunas otras no, pero con Jara [Cosculluela] y todas estas, y las que están alrededor, me llevo estupendamente. Y veo que, cuando oyen estas cosas, se quedan con una cara de «¡pero de qué me están hablando estos vejestorios!». Son mujeres que ya vivieron en un ambiente mucho más libre, que saben lo que quieren, y saben pelear por ello, y la mitad de estas milongas, hablando mal, se la sudan. Son mi esperanza, porque, si miro a la mayoría de la gente de mi generación, y más jóvenes, ¡uf! ¡Qué miedo!
La importancia de AFA empieza a decaer en 1982, en en gran parte debido a la creación del Instituto de la Mujer, en el que se integraron muchos cuadros del movimiento feminista, y en general al aflujo de esos cuadros a los contornos sociales e institucionales del PSOE.
Todo empezó a decaer en el ochenta y dos. El movimiento vecinal, que era fuerte, desapareció paulatinamente. Era como: «Ya llegamos nosotros, no os preocupéis, que ahora lo que pidáis lo vamos a hacer, no hace falta que incordiéis». Con el feminismo pasó igual. Hubo otro debate sobre si había que entrar, o no, en las instituciones, si eran necesarios los institutos de la mujer, si eso era pervertir el movimiento… Y sí: la gente con más formación o con más ganas o más cercana al PSOE, que de todo hubo, pasó a formar parte de organismos e instituciones. De mano, todos nos alegramos de lo del ochenta y dos: por fin quitábamos a la derecha del medio. A partir de ahí, lo que tuvimos fueron decepciones. Quien más, quien menos, todo el mundo esperábamos que el PSOE fuera algo revolucionario, y cuando no lo fue…
Entre 1982 y 1983, el PSOE se hace con prácticamente todo el poder institucional en España. Tiene el poder central, gana incluso en regiones que luego serían impenitentemente conservadoras, como Castilla y León, tiene casi todas las ciudades… Centenares de puestos que adjudicar y poca gente a la que adjudicárselos, porque, aunque había crecido, todavía era un partido pequeño. Muchos militantes del PCE de esa época me han contado que tuvieron delante lo que prácticamente era un cheque en blanco. A pocos estudios que tuvieras, si querías un cargo con el PSOE, lo tenías. Guillermo Rendueles me contaba que, de su grupo de antipsiquiatras, solo se resistió él. ¿Tú tuviste ofertas?
No, nunca me hicieron ninguna. Me verían cara de que no la iba a aceptar. Esto lo digo para quedar bien (risas). No sé si lo hubiera aceptado o no, pero nunca me lo ofrecieron. Cuando estaba en el Parlamento, sí que alguna vez me dijeron, alguien de muy alto rango además, «cuando quieras, estaríamos encantados de tenerte aquí, y no te ibas a arrepentir». Fue así de elegante. Era un tío que era elegante. Le dije: «Bueno, vale, lo tendré en cuenta». Pero fue en ese momento: antes, no.
Tú, en 1982, estás presentando junto a Juan Manuel Martínez Morala el Bloque de la Izquierda Asturiana (BIA), una coalición de la Liga y el MC para concurrir a las generales de ese año.
Fue lo que podríamos considerar un intento muy anterior al proceso que se intenta llevar a cabo con Sumar. De una manera más modesta, lo que pretendía era agrupar a todas las fuerzas a la izquierda del partido socialista, que iba con mucha fuerza a las elecciones; a toda la gente de izquierdas que quisiera sumarse, que no simpatizaban con el PSOE, pero seguían interesados en la actividad política de transformación. La idea era que, ganara quien ganara, había que seguir peleando por conseguir aquellas cosas que permitieran el cambio de verdad. La experiencia, la verdad, duró poco, pero fue muy motivadora. Tuvo algunos momentos de cierta diversión. Dado que nuestra capacidad de hacernos oír era escasa, teníamos una propaganda muy agresiva. Recuerdo, por ejemplo, que, con el tema del aborto, hicimos un cartel que decía: «Si los obispos parieran, el aborto sería sagrado. Legalización del aborto, ¡ya!». Y que el delegado del Gobierno puso en marcha todo su poderío para eliminar ese cartel, que habíamos pegado en Mieres, de las paredes, y amenazar con sancionarnos. Fue una campaña vistosa, pero el resto, como se dice, es historia.
Antes de eso, el MC había participado en Unidad Regionalista, la candidatura montada para las elecciones de 1977, donde el otro gran partido era el PSP.
Me acuerdo de ir a dar mítines a los pueblos y de que todo fuera un poco disparatado. En eso tiene razón —en muchas otras cosas no— Xuan Cándano [en No hay país], cuando dice que, en los mítines, como cada uno éramos de su padre y de su madre, decíamos cada uno una cosa. Yo, concretamente, recuerdo ir a un pueblo de Villaviciosa con Hevia Carriles, el de La Calzada, que además era un cristiano fervoroso; y que él hablara de lo suyo y yo me pusiera a hablar del aborto (risas).
Las movilizaciones contra la OTAN fueron tal vez el canto de cisne de aquella extrema izquierda a la que tú perteneciste. ¿Cómo las recuerdas?
Las recuerdo con mucha emoción, porque estuvimos a punto de lograrlo, y además estábamos convencidos de que lo íbamos a lograr. Ahí estábamos todos: el PCE, todos sus grupos vecinales, los partidos de extrema izquierda que quedábamos… Quizá fue uno de los últimos momentos de unión. Íbamos por ahí con la charanga, montando bulla; montábamos debates en la radio… Me acuerdo de discutir en la calle con Juan Vázquez, el que luego fue rector de la Universidad. Éramos de la quinta, y también había sido penene; nos llevábamos y nos llevamos bien; yo le tengo respeto y hasta un cierto afecto, aunque no coincidamos en cosas. Me acuerdo de que me decía: «Me vas a reñir, me vas a llamar claudicador, pero es que hay que entrar en la OTAN, porque, si quieres formar parte del mundo europeo moderno, si quieres no quedar aislado…». Yo decía: «Coño, pero se podrá entrar en Europa sin entrar en la OTAN, que no es precisamente la garante de…». Él me venía a decir que no; que aquello era un paquete que el Gobierno tenía montado y que sí iba lo uno con lo otro. En fin. Por nuestra parte, la persona que más peso tuvo en el movimiento y los comités anti-OTAN fue Chema Castiello. Y sí, lo que dices tú: el canto del cisne; el momento de decir «bueno, ahora ya lo perdimos todo».
En 1991, la Liga y el MC se unen para formar Lliberación, una experiencia de vida breve. ¿A qué se debió su fracaso?
Yo creo que era una unión contra natura. Parece un sinsentido que diga esto, cuando éramos todos organizaciones revolucionarias que en teoría queríamos lo mismo. Pero siempre nos habían separado muchas cosas.
¿Como qué? Ellos eran trotskistas y vosotros empezasteis siendo más bien maoístas, pero creo que lo del maoísmo lo abandonasteis pronto, ¿no?
Pues algo tan tonto como eso. Lo del maoísmo lo acabamos dejando, sí. Estudiábamos mucho; en el MC éramos muy dados a estudiarlo todo. Y recuerdo estudiar el trotskismo y todos sus inconvenientes; a lo mejor hacíamos un seminario sobre el trotskismo que duraba una semana. Leíamos todo lo que había que leer, a Lenin, a Trotski, a los historiadores, a los filósofos, a la Hannah Arendt, y éramos muy teóricos, pero también mirábamos cómo estaba el mundo, y cuando nos dimos cuenta de la brutalidad que había sido la Revolución Cultural, de todo aquel culto al líder, etcétera, empezamos a reflexionar sobre la necesidad de, ¿cómo decirlo?, de abrir fronteras.
¿En la Liga eran más dogmáticos?
Pues creo que sí… Habíamos tenido algunos enfrentamientos poderosos, también sobre sindicalismo, por ejemplo: nosotros éramos más partidarios de los sindicatos de clase, abriendo fronteras, y ellos más de los consejos; cosas de estas. Y la simple voluntad de juntarnos en una sigla no funcionó; fue una empresa fallida que no nos reportó ningún beneficio; ni a nosotros, ni a ellos. Si acaso, igual me equivoco, pero pienso que ellos quedaron más desmantelados. También es que yo creo que, de aquella, ya eran menos.
¿Cómo se produce, más tarde, tu entrada en IU?
Lo empezamos a discutir algunos. Estuvimos mucho tiempo discutiendo la entrada. Ya te digo que éramos muy discutidores. Pros, contras… Nos habíamos presentado a las elecciones con éxito escaso, como bien sabes; habíamos conseguido tener concejal en Mieres, en Cangas del Narcea y no me acuerdo de dónde más. Pero éramos una cosa residual. Hacíamos unas campañas muy guapas, muy originales, teníamos unos carteles preciosos, pero no se traducía en votos. Acabamos dejando la vida, digamos, electoral y convirtiéndonos más en un movimiento atento a la sociedad civil, ya fuera el ecologismo, el feminismo, la emigración… Pero aquellos a los que nos tiraba la política entendíamos —yo lo sigo entendiendo— que las instituciones son necesarias, a menos que creas en el autogobierno del pueblo, lo que no era nuestro caso; que estar en ellas, participar en las decisiones, influir, tenía su importancia. Como MC o como Lliberación, era evidente que no lo íbamos a conseguir, y empezamos a pensar que podía estar bien colaborar con IU, que era un movimiento nuevo. Éramos conscientes de que, fundamentalmente, lo formaba el PCE, pero en aquel primer momento también estaba el PASOC, otros partidos, gente independiente… La figura de Gaspar Llamazares nos parecía un líder interesante, con un rostro más amable, más moderno, menos identificable con el PCE de siempre, aunque fuera del PCE. Pero nos llevó años. Había gente que no lo veía, y hoy que no existimos hay gente que todavía no lo ve. A mí hay gente que a nivel personal me lo recuerda alguna vez: «¡Por qué te tuviste que ir ahí!». En fin. Los primeros que entraron aquí en Gijón fueron Chema Castiello, que era el inductor de casi todas las cosas, y Alfredo Vallina, uno que trabajaba en ENSIDESA.
¿Tú entras más tarde?
Yo entré más tarde, sí. Tuve una reunión en la que estuvimos Chema, Alfredo, Churruca y Jesús Iglesias. Discutimos un cacho y al final decidí que entraba. De aquella les venían bien mujeres; ya empezaba a ser necesario que en las listas no hubiera solo paisanonos. La verdad es que Izquierda Unida nos acogió bien, ¿eh? Yo estuve en los órganos locales de Gijón un tiempo y luego pasé a los autonómicos, y también estuve unos años en el federal. Siempre me encontré muy cómoda con Jesús Iglesias; somos muy amigos, y yo me autonombré madrina laica de su primer hijo. Nos seguimos viendo mucho; le tengo mucho respeto personal, intelectual y político. Es un hombre con muy buena cabeza, muy buena oratoria y que fue bastante mejor que mucho de lo que vino después. Con quien tuve alguna bronca fue con Churruca, cuando él era el jefe. No tanto política como personal. Él era muy dado a decir «esto lo hago yo». Por ejemplo, a hacer la lista, poner a este y a esta y que llegara un día y yo me encontrara con que era, pues no sé, la número cuatro, por ejemplo. «¿Y esto?». «Te puse yo». «¡Pues ya me estás quitando! ¿Quién eres tú para disponer de mi vida sin hablar conmigo?». Estas cosas que, ya digo, no eran una discrepancia política, sino de carácter. Pero bueno, ya digo que en Izquierda Unida en general me sentí bien tratada. Aunque no te voy a ocultar que en la asamblea en la que Noemí [Martín] salió elegida por mayoría, pero Manolo Orviz se juntó con Ángel [González] para aunar sus votos y desbancar a Noemí y nombrar a Manolo secretario general —yo ya era parlamentaria—, pensé «conmigo que no sigan contando; en cuanto se acabe esta legislatura, me piro». No me pareció bien. Me pareció que, una vez más, mucha paridad y mucha mandanga, y mucho poner en los papeles que todos éramos iguales, pero a la hora de la verdad daba vértigo, y era demasiado para el cuerpo de algunos, que una mujer, una mujer joven además, rodeada de un equipo de jóvenes, fuera la secretaria general.
En 2007 comentabas que «IU es una organización igualitaria en los estatutos, pero no es igualitaria en la práctica».
Pues eso. Eso lo dije en 2007; todavía no estaba en el parlamento. Si me lo hubieran preguntado después de lo de Noemí, seguramente habría sido más borde. No lo es. Ahora ya declararon lo de las listas cremallera, pero es de hace cuatro días. Hasta entonces, el uno y el dos eran siempre paisanos, con la excepción de Laura [González], que era la única mujer que tenía peso, y a la que pasearon, como ella misma te contó, por todos los sitios que pudieron. Por lo demás, Jesús y Valledor, Llamazares y el que fuese… Siempre dos paisanos. Y ya luego alguna mujer.
Izquierda Unida pivota históricamente entre dos polos, dos modelos, dos maneras de concebirse a sí misma: lo que podríamos llamar el anguitismo y lo que podríamos llamar el llamazarismo. Tú ¿con cuál te identificas más? O ¿qué opinas de cada uno de ellos?
Siempre me identifiqué más con el llamazarismo. Anguita me parecía un hombre de valores, un hombre honesto, que creía en lo que decía, que trabajó honestamente por Izquierda Unida, pero también un iluminado. Aquella especie de puente que hizo con la derecha para pretender dar —iluso— el sorpasso al PSOE me pareció descabellado. Soy de las que pienso que, con estas derechas que nos tocaron en este país, puedes hacer un acuerdo puntual para votar en contra de los eucaliptos, por decir algo, pero poco más. Siempre aposté por Llamazares. Creo que el mundo tiene que caminar en esa dirección; en la dirección del diálogo, del acuerdo, de integrar. Lo digo muchas veces, cuando alguien me pide que dé una charla o lo que sea: una de las cosas que pierden a la izquierda es que tú tienes aquí los Diez Mandamientos y, si los de la izquierda coincidimos en ocho y discrepamos en dos, ya no hay acuerdo, porque esas discrepancias valen mucho más que los ocho acuerdos. Las derechas discrepan en cinco y coinciden en cinco y van todos como una piña. No se entiende. Y eso nos lleva al hoyo permanentemente, y nos va a volver a llevar ahora, que tiene guasa.
Hablabas antes de la importancia de las instituciones, del paso por ellas. Tú empezaste por ser miembro de la Junta Rectora de la Fundación Municipal de Cultura del Ayuntamiento de Gijón en representación de IU entre 1999 y 2003. ¿Qué tal esa experiencia?
Estuve a gusto, pero bueno: fue una cosa muy figurativa. El PSOE tenía la mayoría, así que daba igual lo que dijeras. Te escuchaban, y tampoco es que nunca tuviera grandes discrepancias; no fui ahí a batir el cobre. Pero era un órgano que influía poco —no sé ahora— sobre el transcurrir de las cosas de cultura; una cosa más bien formal que da más amplitud a las medidas que toma el Gobierno, pero nada más.
Entre 2007 y 2015, eres diputada regional de IU.
No, no, el 2007 no. Entré a finales del ocho. El tema fue el siguiente: en esa legislatura que sucedió al pacto de gobierno PSOE-IU de la 2003-2007 empezó por no haber pacto, pero en estas apareció la crisis, y Tini [Areces], que era un hombre muy listo, con mucha visión política y, además, más cabezón que qué, vio que necesitaba aliados para hacer frente a la que se le venía encima. Y entonces, las condiciones que habíamos puesto, o que había puesto IU, en 2007, y que él no había aceptado, nos volvió a llamar diciendo que las aceptaba. Las cosas cambiaron y llegamos a un acuerdo. Y entonces se fueron Noemí [Martín] y Aurelio [Martín] al Gobierno, corrió la lista y por eso entré yo.
Y ¿qué tal?
Entré como un pulpo en un garaje. De repente me pusieron a discutir presupuestos de educación, de cultura… Estaban debatiéndose los de 2008. Yo dije: «A mí me lo dais todo por escrito». Me hablaban de la PAC y yo no sabía lo que era la PAC. Ahora sé que es la Política Agraria Común, pero entonces no tenía ni idea. Venía de la Facultad y de discutir política de andar por la calle, no política europea. Iba todos los días con el corazón en un puño, pensando «a ver dónde meto la pata hoy». Mi primer pleno fue prometer el cargo y tal y cual y a continuación tener que salir a intervenir sobre una proposición no de ley que había presentado el PP; una de estas que se hacen al sabor de la boca: había habido un problema con un tío en una discoteca y el PP proponía un agravamiento de las penas; estas cosas de penar, penar y penar; de arreglarlo todo metiendo a todo el mundo en la cárcel. Recuerdo ir en el coche hacia Oviedo, que me llevaba Valledor, y yo decirle: «Pero, Valledor, ¡yo no sé ni cómo se interviene en un parlamento!». No me dio un infarto porque de aquella era más joven y más fuerte, pero lo pasé fatal. Ni siquiera había visto nunca el parlamento. En fin, un desastre. Pero bueno, lo hice, y después ya fui a lo de los presupuestos. Hice lo que pude. De aquella, yo creo que el ambiente era mejor. Te cuento una anécdota que no sé si hoy pasaría.
A ver.
Estaba en una mesa discutiendo no recuerdo qué, relacionado con los presupuestos. Había que fijar posición. Y yo, en lugar de fijar posición sobre el presupuesto, me pasé el tiempo que me tocaba poniendo de vuelta y media los argumentos del PP. Tenían una diputada muy rabisalseraa la que enseguida liquidaron, Alejandra Cuétara. Y yo me puse a discutirle sus argumentos. Resultó que aquello no tenía ningún sentido ni se podía hacer: tú tenías que fijar posición, decir lo que tú pensabas respecto a aquellos presupuestos, no a lo que pensaba el PP. Me dejaron hacerlo, pero, cuando se acabó la comisión, me dijeron: «Mire, señoría, se lo tengo que decir. Eso que hizo usted en esta comisión no se debe hacer. Usted tiene que fijar posición sobre lo que se discute, no sobre lo que otra diputada dijo». Me debí de poner roja hasta el campanín (risas). Pero es que llegas a un parlamento sin saber nada, y encima Izquierda Unida, una organización minoritaria, nunca tuvo ninguna delicadeza para eso, todo hay que decirlo. Te echaba a los leones y… arréglate. Nadie me contó cómo iba a aquello, ni qué había que hacer. Luego ya empecé a entender el mecanismo. Acabé teniendo fama de dura, pero jamás de la vida falté a nadie, y eso te lo puede reconocer cualquiera de los que estuvo conmigo en la oposición. Nunca los insulté. Cuando, ahora, veo esas meteduras de pitones que se hacen unos a otros, me quedo pasmada. Y la ignorancia. Yo entré sin saber lo que era la PAC, pero luego me puse a estudiar; cuando tenía que intervenir en algo concreto, me lo estudiaba. Para eso te pagan.
Aquel era un parlamento con menos fuerzas que ahora, también. Menos gallos en el gallinero.
Estábamos los dos socios de gobierno, PSOE e Izquierda Unida, y el PP, dirigido por Ovidio [Sánchez] y por este de Avilés…
Joaquín Aréstegui.
Ese. Me acuerdo de que los viernes debían de ir a comer y a beber, y luego venían al pleno un poco así. Un día, con Chano [Torre], que era el de Economía, me parece, Aréstegui estaba empeñado en que había ido de viaje a no sé dónde, y según él había sido una cosa de corrupción. Chano se hacía cruces: «¡Señoría, que yo no fui a ningún viaje!». Y el otro le decía: «¡Mire, mire!». Y enseñaba una foto en la que no estaba el consejero (risas). En fin, fue una legislatura muy cómoda. Cuando tú eres Gobierno y la única oposición es de ese tenor…
Tu segunda legislatura como diputada, la que empieza en 2011, ya es más movida. Aparece en escena Cascos.
En esa legislatura vi con claridad que, en política, puedes hacer pactos, pero no haces amigos. Teníamos un pacto con el PSOE por el que estábamos en la mesa de la Cámara, pero llega Cascos, gana las elecciones y el PSOE va y hace un pacto con el PP para que la mayoría de la mesa no sea de Cascos. Se reparten el tema, tenían los votos para hacerlo, y nos dejan a nosotros fuera. Yo de toda la vida fui muy ingenua, y seguramente moriré siéndolo. Y no lo entendía. Lo comenté con un diputado del PSOE de Mieres, y me decía con mucho salero: «Emilia, ¿qué esperabas? ¿Cómo íbamos a dejar que la mesa fuera de Cascos? ¿De qué guindo caíste?». Efectivamente, caí del guindo. Esa legislatura que duró un año también fue muy surrealista. Cascos tenía cada consejero y cada consejera… Me tocó una de Tineo, Isabel Marqués, que no sabía contestar a nada. Era como si me hubieran puesto a mí, al llegar al parlamento, a hablar de la PAC. Una cosa bochornosa, pero bochornosa-bochornosa. Yo no sé de dónde sacó a aquellos consejeros. A esta, menos mal que le pusieron al lado a esti mozu de la Liga que luego acabó siendo de Foro, que murió hace unos meses…
¿Juan Vega?
Sí, sí. Yo tenía mucho trato con él. Pero la moza aquella… ¡Uf! Claro, aquello duró lo que duró. Se repitieron las elecciones y pactamos la investidura de Javier Fernández, nosotros apoyando por un lado y un partido nuevo, UPyD, por el otro.
¿Cómo viviste el 15-M y el surgimiento de Podemos?
Bueno. A ver. El fenómeno me pareció interesante. Bien. Sugerente. Venía a remover un campo que estaba muy trillado, muy adormecido, no sé cómo decirte. Cada uno tenía su huequecito, su nicho ecológico, todo estaba colocado y ahí no se movía nada.
El 15-M carga contra el bipartidismo, pero también contra IU en tanto que «muleta del PSOE».
Tenían alguna razón. Ahora te diré por qué creo que solo alguna. Pero es verdad que parecía que los dos grandes se repartían el bacalao y había ahí uno piquiñín que, cuando el bacalao de la izquierda peligraba, iba y lo apoyaba. Siempre hubo una fracción de IU que eso no lo veía. Ojo: no lo veía hasta que cogió el poder. Cuando tuvo el poder, vaya si lo vio. Habría mucha tela que cortar con eso. Yo, desde el punto de vista de remover el campo, aquello lo vi bien. Pero me pareció que en Asturias tenía muy poco interés. Yo me acerqué varias veces a la plaza del Ayuntamiento y conocía al ochenta por ciento de los que allí veía.
¿En el 15-M, dices?
Sí. Había jóvenes, por supuesto, pero había un buen montón que la juventud ya la habían dejado hacía algún tiempo. Veías las mismas caras de siempre; gente que había estado aquí, allí y en el otro lado; gente de esta que, si se lleva el ecologismo, soy más ecologista que nadie; si se lleva el feminismo, me pongo la peluca y soy feminista… Bueno. A mí, aquí, no me ilusionó nada. Y los que mejor me parecieron son todos los que ya no están. Cuando vi a Lorena [Gil] intervenir en el parlamento dije: «Coño, ahí hay alguien que tiene cabeza, que sabe, que quiere aprender». Emilio León con lo suyo también era bueno. Mi alumno, Andrés Ron —que no se apellida Ron, pero bueno—, con el que había discutido en la Facultad a muerte, porque es un tipo muy inteligente y muy capaz, pero muy soberbio —ahora supongo que se le habrá bajado—, también habría hecho un buen papel. Pero todos ellos empezaron a ser desplazados por lo mismo de siempre. Empezaron a tener los mismos líos que tuvo siempre Izquierda Unida. ¡Y lo curioso es que no se dan cuenta! Acuérdate de cuando hablaba el inefable Pablo Iglesias de la mochila de Izquierda Unida, de que era una mochila que no se podía llevar. Ahora no sé muy bien la que lleva él, pero alguna lleva fijo. A mí, si algo me molestó siempre, es que llamaran a Izquierda Unida «muleta del PSOE». Hay un fenómeno que es indiscutible: cuando dos de distinto tamaño hacen un acuerdo, el de pequeño tamaño trabaja mucho, pero el de gran tamaño se lleva la mayor parte de mérito. Es así y no veo manera de que eso cambie. Pero es un coste que hay que asumir, pensando que tú estás en un sitio desde el que se puede influir en lo que se está haciendo; orientar determinadas políticas. Podemos lo está haciendo ahora en el Gobierno de la Nación. Y está ahí porque no llamó al negociar claudicar, ni al acercarse al otro ser muleta, ni hizo caso a estos que su enemigo principal, pase lo que pase, es el partido socialista, y como con ellos no se puede hacer nada ni ir a nada, lo que hace es estar todo el día montando broncas como sea. Mira, yo me acuerdo en el parlamento, cuando mandaba Cascos, de venir [Juan Manuel Martínez] Morala, pasar de nosotros como de la mierda —cuando digo nosotros me refiero a Izquierda Unida—, y estar a partir un piñón con Cascos. Dices: bueno, vale, no te gusta Izquierda Unida, porque somos unos vendidos a no sé quién. Pero que vengas a dorarle la píldora a este paisano…
«Los enemigos de mi enemigo son mis amigos» y esas cosas.
Pero la muleta solo somos nosotros. Alguno te dice: «¡Con tal de comer…!». Perdona, yo ya como, y ya como del erario público, y como prácticamente lo mismo aquí que allí, en el parlamento que en la Universidad. En fin, volviendo a Podemos, a mí me da mucha pena lo que está pasando. Fue una oportunidad perdida. También pienso que tenía que acabar así. Un movimiento asambleario se mantiene mientras hay una efervescencia por algún conflicto, pero mantenerlo en la vida cotidiana, y más ahora que las cosas son cada vez más complejas, es muy difícil. Y acabas transformándolo en un partido político que es, pero no es; que no se reconoce como tal. Hay que tener una estructura, una organización, y uno de los problemas de Podemos es que no las tiene. Tiene buenas cabezas: a mí no me gustan nada Irene Montero, ni Ione Belarra, pero mucha otra gente sí. Pero si no tienes nada debajo, y lo que tienes está todo el día mirando alrededor a ver si te juntas con alguien que no le gusta para decir «ya no quiero saber nada de ti», ¿adónde vas? Confío mucho en que Yolanda [Díaz] tenga algún éxito.
Por Yolanda te iba a preguntar.
La conocí en el Consejo Político Federal de Izquierda Unida y, con esos resabios de vieya que tiene una, me parecía una tía que iba por ahí como diciendo «yo lo valgo». Pero pasó el tiempo y tuve que reconocer que lo valía. Goza de mi respeto. Su capacidad, no solo de intervenir, sino de hacerlo muy bien, de hacer un buen trabajo en un ministerio muy complicado, me hace estar a favor suyo sin ningún tipo de restricción. Lo que me fastidia es que Podemos, o una parte de Podemos, esté dispuesta a sacrificar una vez más a la izquierda por que sus siglas no sufran merma. Como gane la derecha, esto que no sé si llamar fascismo, porque según Enrique del Teso igual no lo es, pero se le parece mucho, por culpa de estos a los que les parece que el PSOE y Feijóo y Abderramán son lo mismo… En fin, voy a ponerle una vela a Yolanda.
Antes de terminar, quería preguntarte también por el Ateneo Obrero de Gijón, del que eres vicepresidenta.
Es una institución que ya peina ciento cuarenta y tantos años. La reinauguramos en 1981, coincidiendo con el centenario de su fundación, que fue en 1881. Fue empeño de Daniel Palacios, el marido de Paz Felgueroso, que era un poco como Tini Areces: un martillo pilón, una gota malaya. Odiaba el asturiano a muerte. ¡Uf! Era terrible. «Pero ¿por qué habláis así? ¡Si no sois de pueblo, sois gente inteligente, tenéis estudios!». A Jose le decía: «Pero ¿cómo pides ser académico? ¡Si tú hablas en perfecto castellano!». Bueno, en fin. Recuperamos eso y, luego, gracias a Paz Felgueroso, conseguimos que nos donaran un piso en la calle Covadonga en concepto de indemnización por el expolio que le hicieron al Ateneo, que no tiene nombre: el edificio, los dos mil ejemplares de la biblioteca, cuadros… De aquello no se recuperó prácticamente nada, pero conseguimos ese piso. Y negociamos con Paz Felgueroso ir al colegio este que acaban de inaugurar, el colegio Cabrales, pero surgieron problemas con la familia que lo había donado, que decía que lo había donado para la enseñanza, y que el Ateneo no se podía considerar enseñanza. Entre una cosa y otra, se perdieron las elecciones y llegó la inefable [Carmen] Moriyón. Lo del Cabrales desapareció del mapa, pero al final conseguimos ir adonde estamos hoy; a la Escuela de Comercio.
Que se reformó para convertirla en sede compartida de entidades sociales de la ciudad como el Ateneo y quedó muy guapa, pero he solido escuchar a la gente de la Cultural Gijonesa y a la del propio Ateneo que echan de menos las viejas sedes; que algo se ha perdido en ese paso del local de toda la vida, gastado, viejuno, pero auténtico, venerable, a esta nueva sede aséptica y sin personalidad.
Aquel piso en la calle Covadonga tenía un aire un poco decadente, pero recordaba mucho a lo que había sido el Ateneo. Además, Daniel y Bolado, que eran dos sibaritas cojonudos, lo habían decorado con mucho gusto. Pero sí que es verdad que se nos estaba quedando pequeño y viejo. Y hay otra cosa. ¿Tú sabes lo que cambia, para cualquier local de estos culturales, que lo tengas a pie de calle a que lo tengas en un piso, para que la gente vaya más o menos? Si la gente tiene que subir a un piso, es como si no supiera, o se retrajera. Lo observamos miles de veces. El edificio en el que estamos ahora está muy bien. Es un sitio más moderno, lo que tú dices. No tiene el encanto que tenía el otro. Además, no te dejan colgar ningún cuadro en las paredes. Tenemos al probe Magnus Blikstad en un enorme óleo tumbado en el suelo, apoyado en una pared. Yo a veces pienso: un día que me levante de mal humor, vengo con un martillo de estos mecánico y cuelgo el cuadro, y luego que venga el arquitecto municipal a decirme que no puedo. ¡Es tan absurdo…! Pero bueno, estamos agusto. El Ateneo es una institución muy interesante. Su historia es muy interesante.
Leí hace poco, en uno de los últimos libros de Luismi Piñera, la relación de conferencias que se dieron en el Ateneo en los años treinta y era una cosa asombrosa. Por allí pasaron desde Unamuno hasta María Zambrano, pasando por Pío Baroja o la pobre Hildegart Rodríguez.
Y el edificio que tuvimos —bueno, que tuvieron— a pie de playa, pagado con el dinero de Magnus Blikstad y Guillermo Schulz… Ahora estamos muy metidos en la celebración del centenario de la muerte de Rosario de Acuña. Jose dedicó veinte años a recopilar unas obras escogidas suyas; cinco tomos. Luego lo donó todo al Ayuntamiento de Gijón. Y entre sus acuerdos con el Ayuntamiento estaba una celebración que pusiera de relieve su figura, lo que supuso para Gijón y tal. Estamos en ello, pero claro: con esta maniobra maravillosa del partido socialista de cargarse a su propia candidata y, de paso, el propio Ayuntamiento… Allí, ahora mismo, nadie se fía de nadie. Y nadie le hace caso a un concejal que se sabe que va a durar tres meses. El centenario es el 5 de mayo, y se supone que se va a hacer una exposición en la casa de Rosario de Acuña. Pero yo paso por allá todos los días con esta perra, con la que todos los días voy paseando hasta Peñarrubia, y en aquella casa, para empezar, la fachada se cae a cachos, pero es que dentro está todo lleno de muebles y papeles apilados. Fui al Ayuntamiento a hablar con la de Igualdad, que es la que supuestamente lleva esto, y me dijo: «¡Yo se lo digo a los de Obras, pero los de Obras pasan de mí!». Pero no es que pasen de ella: pasan de la concejala que lo lleva, la pobre Salomé [Díaz]. Consiguieron, no solo quitar a su candidata, que ellos sabrán por qué, sino desmantelar el Ayuntamiento. Nadie sabe nada, nadie hace nada. Mañana van a presentar todas las actividades que van a hacer, pero van a contar que van a hacer una exposición ahí dentro de dos meses, y aquello está que se cae. En el Ateneo estamos muy empeñados en echar eso p’alante, y si no lo hace el Ayuntamiento, veremos la manera de hacerlo nosotros. El problema es que estamos casi sin dinero. Otra de las maravillas de Moriyón, esa mujer tan encantadora, a la que toda la ciudad recuerda con tanto amor, es que nos redujo las subvenciones a la mitad. «Para lista, yo, y si tengo que alimentar a alguien, alimento al Ateneo Jovellanos, que para eso es de los míos». Además, ¿sabes cuál es el problema de estas instituciones? Que no tienen relevo.

Ya.
En la dirección del Ateneo, si digo que la edad media son sesenta, igual me quedo corta, porque hay dos que tienen cincuenta y algo, pero los demás pasan todos de sesenta y cinco, y algunos de setenta y cinco. Y no hay manera. Yo no sé. Supongo que es otra época, otra manera de entender las cosas, de relacionarse, de organizar las redes y tal. Pero… En fin, amén. Madre mía, qué rollo te solté.
Para nada. Muchas gracias, Emilia: ha sido una entrevista muy interesante.
No, no: gracias a ti por aguantarme.