De esto también se habla

Debemos apoderarnos de nuestras historias, impedir que otros las distorsienen si las cuentan, desafiar la censura que no nos permite hacer el cuento o no nos deja hacerlo como se ha vivido.

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Paquita Suárez Coalla
Paquita Suárez Coalla
Escritora en asturiano y en castellano, traductora y profesora en el Borough of Manhattan Community College, de la Universidad de la Ciudad de Nueva York.

Empecé a trabajar en la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY) en la primavera de 1996. Antes había estado trabajando en una academia de idiomas del World Trade Center, en una de las desaparecidas Torres Gemelas, y antes de esto había pasado un año en la Universidad Autónoma del Estado de México en Toluca. Mi experiencia en la academia del World Trade Center me sirvió de entrenamiento para comenzar a dar clases de español desde la perspectiva del que no conoce la lengua, algo para lo que mis estudios no me habían preparado, pero poco me serviría para transferir la experiencia humana de la educación a las aulas de CUNY. Pasé de tener grupos de no más de cinco estudiantes, procedentes del mundo de World Street y de las finanzas, a encontrarme en un aula con no menos de veinticinco alumnos que repartían su escaso tiempo entre obligaciones laborales, responsabilidades de familia y exigencias académicas.

No olvido lo valioso que para mí fue, recién llegada a Nueva York, aquel año de práctica docente en la academia del World Trade Center, pero cuando empecé a trabajar en CUNY y me encontré con esos estudiantes cuyas biografías me recordaban más mis orígenes que las de los estudiantes de las Torres Gemelas, sentí que acababa de llegar a ese lugar para quedarme. Fue allí, además, donde conocí a la escritora cubana Sonia Rivera Valdés, de la que enseguida me hice muy amiga y con la que empecé a organizar actividades culturales dentro y fuera de la universidad. En enero de 1997, La Casa de las Américas de Cuba le concedía el Premio Extraordinario de Literatura Hispana en los Estados Unidos por Las historias prohibidas de Marta Veneranda, acontecimiento especial para quienes habíamos podido escuchar algunas de estas historias en las tertulias mensuales que auspiciaba nuestra compañera Daisy Cocco de Filippis en su casa de Queens.

Las historias prohibidas de Marta Veneranda es una colección de nueve cuentos, precedidos de una nota aclaratoria, en los que el personaje de Marta Veneranda actúa como hilo conductor de esos relatos que, pese al tono coral del libro, se leen de manera independiente. Estudiante de Psicología, Marta Veneranda decide hacer su tesis doctoral sobre todas esas “historias prohibidas” que la gente esconde, aunque no sean moralmente reprobables, y lleva a cabo una serie de entrevistas que le permiten entender con profundidad por qué marginalizamos con demasiada frecuencia, y sin justificación objetiva, nuestra propia conducta. Después de cinco años recogiendo cuentos, y desalentada por el método de la investigación científica, Marta Veneranda abandona el proyecto de la tesis doctoral, hace una selección rigurosa de aquellas historias que mejor representan los conflictos humanos —relacionados en buena medida con la sexualidad— y las publica bajo el título de Las historias prohibidas de Marta Veneranda.

La escritora cubana Sonia Rivera Valdés. Foto: Instituto Cervantes

Fascinada por el poder narrativo de estos cuentos, y por las verdades esenciales que salen a la superficie de cada uno de ellos, empecé a incluirlos ocasionalmente en el material de clase de los cursos de escritura. Primero un cuento, luego otro, algunas veces todo el libro. La experiencia fue satisfactoria, porque en una época en la que los alumnos hablaban de forma constante —anterior a la omnipresencia disruptiva de los teléfonos— la lectura en voz alta de Las historias prohibidas… obraba el milagro de que nadie interrumpiera la lectura si no era para comentar, con la misma pasión con que estos relatos están contados, la “historia prohibida” que estuviéramos leyendo. Intuí enseguida que los estudiantes sabían que el alcance real de esta obra iba mucho más allá de cada una de las anécdotas que la estructuran y no se quedaba en el entretenimiento —siempre asegurado— que los relatos les proporcionaban.

Un estudiante me confesó en una ocasión que no leía nunca, pero que después de haber empezado este libro, que yo había asignado en clase, se había descubierto en el subway leyendo, sin poder dejarlo. La reacción de mis alumnos fue casi siempre parecida, y yo entendí pronto la importancia de seguir exponiéndolos a este tipo de lecturas en las que la “marginalización” de los personajes se acababa trasladando al centro. Estábamos a finales de los 90 —casi comienzos de un nuevo siglo— y, aunque dos décadas más tarde nos cueste creerlo, una buena parte de estos textos aún llenaban vacíos importantes en las aulas de la ciudad. Había algún estudiante que ponía cara de sorpresa cuando se enteraba de que Frida Kahlo había tenido varias amantes mujeres; durante un curso de verano, una alumna abandonó el aula después de ver la escena en la que Sor Juana Inés de la Cruz y la virreina se besan en la película de María Luisa Bemberg, y una profesora que aseguraba no tener ningún problema con el cine de Pedro Almodóvar me preguntaba si yo ponía en clase alguna de sus películas. Ella, por supuesto, no lo hacía por temor a la reacción de los estudiantes, me imagino que porque su propia censura le impedía romper las cadenas de su agenda docente.

Decía la escritora y activista bell hooks que la enseñanza tendría que ser una práctica liberadora tanto para estudiantes como para profesores, creadora de un espacio de comunicación y diálogo en el que unos y otros pudiéramos transgredir nuestros propios límites y, sin miedo a ejercer —como también dijo Paulo Freire— una práctica educativa ‘con’ el estudiante y no ‘para’ el estudiante, fomentar una pedagogía con sentido.

La escritora y activista afroamericana Gloria Jean Watkins, conocida como ‘bell hooks’.

La siguiente anécdota, relacionada con la lectura de Las historias prohibidas de Marta Veneranda, me ayudó en su momento a entender con claridad qué puede ser, entre otras cosas, una “buena educación”.

Ocurrió durante el semestre de otoño de 1999, pero empezó en el de primavera del mismo año, en un curso de español para estudiantes de herencia. Tenía en esa clase una estudiante de origen puertorriqueño que se sentaba siempre en la esquina del aula, medio recostada contra la pared del salón, y que contestaba automáticamente en inglés cuando yo le preguntaba en castellano. A pesar de mi insistencia, no le pude dar la confianza que necesitaba a lo largo de los cuatro meses que dura el curso para que llegara a construir una oración completa en español. Yo sabía que esta actitud respondía a una situación común entre muchos de los latinos nacidos y educados en los Estados Unidos que, criados en una sociedad que no los ayuda a sentirse cómodos con sus orígenes, se encuentran culturalmente divididos y fragmentados y no son capaces de gestionar las ventajas de su propio biculturalismo. Un semestre no iba a ser suficiente para cambiar el rumbo de esta situación y, a pesar de todos sus esfuerzos y los míos, aquella estudiante no sacó más que el equivalente a un seis y medio en el sistema de calificaciones de España.

Me alegré cuando la volví a ver en mi clase en el semestre del otoño y ella se puso contenta al saber que era la única del grupo que me conocía. Lo mismo que había hecho durante el semestre anterior, siguió sentándose en la esquina del aula, reacia a participar, y su actitud no cambió hasta que les di a leer Cinco ventanas del mismo lado, uno de los cuentos de Las historias prohibidas de Marta Veneranda, de Sonia Rivera Valdés.

El cuento narra la historia de Mayté, una mujer cubana que ha vivido en Nueva York durante varios años y tiene un romance inesperado con Laura, una prima lejana que llega de Cuba y se queda con ella durante un fin de semana que coincide, casualmente, con la ausencia de su marido. Después de la aventura con Laura, Mayté reconoce la importancia que este episodio ha tenido en su vida, admite el constante desencuentro que había habido hasta entonces entre ella y su esposo, y decide divorciarse.

Cuando llevábamos dos días leyendo la historia, vi cómo esta estudiante se sentaba por primera vez en los asientos de la primera fila, justo enfrente de mi escritorio, y empezaba a hablar del cuento con un interés que jamás había mostrado. Con independencia de lo que decía, lo más sorprendente es que estaba hablando en un español bastante fluido, un español que en semestre y medio yo no le había escuchado y un español que, estoy casi segura, no creo que ni ella misma fuera consciente de que supiera. Acabó reclamando la atención de sus compañeros con vehemencia, tratando de convencerlos de la importancia de su comentario, asegurando que nadie mejor que ella podía entender aquella historia porque era lesbiana. La seguridad que el verse parcialmente reconocida en aquel cuento le dio empezó a cobrar forma con cada una de las palabras en español que salían de su boca sin enredarse, sin miedo, y con la certeza que le había proporcionado el hecho de haber dejado de sentirse marginal.

Como profesora, no olvidaré nunca la lección que aprendí ese día, hasta el punto de que, después de veintipico años, aún sigue grabada en el espacio que corresponde a mi memoria visual, la imagen de esa muchacha —cuyo nombre en cambio no recuerdo— en el momento en el que se da la vuelta para hablar con sus compañeros desde una primera fila en la que nunca se había sentado y persuadirlos de que su interpretación de la historia es la correcta. Aún recuerdo su tono de voz, el corte de la cara, un flequillo lleno de rizos cayéndole a un lado sin llegar a interrumpir la mirada de unos ojos grandes y negros, la camisa azul con las mangas enrolladas por encima de los codos, los vaqueros de color gris ajustados al comienzo de las caderas y la alegría de poder compartir, sin temor a sentir rechazo, su propia visión del mundo.

No trato de mostrar con este ejemplo que el hecho de que alguien acabe declarando su orientación sexual en clase sea el resultado de una mejor práctica educativa, pero sí creo seriamente que ofrecer a nuestras alumnas y alumnos modelos de lectura que representen todas las diferencias posibles de la experiencia humana, en especial aquellas diferencias que han sidorelegadas de forma constante a lo largo de la historia, y que en escasas ocasiones han formado parte de un currículum académico, ayuda a romper barreras que, de no hacerlo, pueden llegar a dificultar el aprendizaje del más inteligente. Siempre me ha resultado sospechoso, y sobre manera molesto, que aquellos que han controlado los discursos del poder y han visto su biografía personal no solo normalizada y validada, sino considerada modelo de experiencia universal, se quejen de que todos y todas los demás que no encajan en la plataforma de su universalidad exijan otros moldes en los que insertar sus vivencias personales. Cuando en los años 70 Paulo Freire hablaba de la invasión cultural que los conquistadores habían ejercido sobre los nuevos espacios, imponiendo a golpe de espada su manera de ver e interpretar la vida, frenando la creatividad original de los invadidos e invalidando sus propias prácticas culturales, era de esto de lo que hablaba, de tener que olvidarte de quién eres, o avergonzarte de ello si no te olvidas, porque alguien ha decidido por ti cómo se debe ser. Por eso mismo, y siempre que se pueda —los habitantes de aquellos pueblos arrasados y destruidos obviamente no pudieron— debemos hacer lo imposible para apoderarnos de nuestras historias, impedir que otros las distorsionen si las cuentan, desafiar la censura que no nos permite hacer el cuento o no nos deja hacerlo como se ha vivido y articular los sonidos exactos y las sílabas precisas que le den a todos esos relatos la visibilidad y el alcance que tanto necesitamos como queremos.

Y a los que en la vida nos ha tocado ser educadores, seguir invitando a nuestras alumnas y alumnos a acercarse al lenguaje de la periferia, ayudarlos a comprender y respetar los dialectos que no conocen y hablar también de lo que nos han dicho, y nos vuelven a decir, que no se habla.

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