La iglesia católica nos dejó espiritualmente huérfanos a los españoles. Sobre todo, esa iglesia que ayudó a controlar nuestro país durante los larguísimos años de la dictadura y que sigue empeñada en intimidar a cuantos buscan solaz y fortaleza en la religión. Recuerdo que a mi madre no le gustaba demasiado que mi hermana y yo fuéramos a misa, pocas fueron las veces que ella nos acompañó, y no nos dejó casi nunca quedar al catecismo. El catecismo realmente tampoco a nosotras nos gustaba, pero resultaba incómodo que fuéramos las únicas del pueblo que tuvieran que volver a casa corriendo y tratando de esquivar a quienes preguntaban que por qué no nos quedábamos. La decisión de mi madre, solo explicada a medias, no era arbitraria ni caprichosa, pero muy pronto encontraríamos nuestras propias excusas para no volver a un lugar que resultaba inhóspito y poco acogedor.
Yo tendría catorce o quince años cuando decidí que no iba volver más a la iglesia porque necesitaba las mañanas del domingo para estudiar. Acababa de empezar al instituto, y me sentí aliviada en el momento en que descubrí que pasarme horas memorizando las diferentes etapas de la prehistoria o intentando traducir La guerra de las Galias de Julio César resultaba más atractivo que participar en el mecanismo de la eucaristía. No volví a misa más que en ocasiones especiales —fiestas, comuniones, alguna boda, un entierro— y casi siempre que lo hice experimenté la misma incomodidad. No había nada de reconfortante en aquellos rituales rígidos que se hacían eternos aunque duraran poco más de media hora, y en aquellas homilías construidas a base de golpes para amenazar a cuantos nos habían pedido que nos sentáramos a escuchar.
Cuando llegué a Estados Unidos me sorprendió la enorme importancia que la religión tenía en la vida de un gran número de gentes. Era algo nuevo para mí, y lo miré recelosa durante mucho tiempo, juzgando a esas personas que parecían confiar su fragilidad al engaño de instituciones tan poco confiables como las eclesiásticas. Me preguntaba, con asombro, cómo era posible que, con el daño que el cristianismo había hecho en las Américas, la gente siguiera llenando sus templos y lugares de culto. Me resultaba inadmisible y, aunque sé que un texto no se puede analizar únicamente con los materiales de análisis que nos proporciona nuestra experiencia vital, me limité a analizar la fe de toda esa gente con el único patrón de análisis del mundo religioso que hasta entonces conocía: el de la iglesia católica española diseñada por el franquismo.
Pero las cosas son siempre más complejas, y a las preguntas que nos hacemos casi nunca les corresponden respuestas tan limpias como las de una operación matemática. Mi posición con respecto al papel que la institución católica ha tenido a lo largo de la historia no ha cambiado, aun así no solo he llegado a entender que algunos de sus espacios se puedan llenar sino que entiendo mejor por qué se llenan.
Cuando nacieron mis dos hijas no las bauticé. En ningún momento mi marido y yo contemplamos esa posibilidad y las recibimos en este mundo con la alegría exultante que nos produjo su nacimiento y celebrando la maternidad y la paternidad como si la hubiéramos inventando. Yo ya estaba en un momento de la vida en que lo hubiera hecho sin mayor inconveniente si fuera el deseo de mi pareja, pero mi esposo, criado dentro de la rigidez de la iglesia bautista del sur de los Estados Unidos, testigo de sus contradicciones más dolorosas, atravesaba una etapa de apasionado anticlericalismo, del que no lo culpo. Así que por, mucho tiempo, si en la casa se habló de religión fue para cuestionarla. Me acuerdo de una ocasión en que la entonces mejor amiga de mi hija pequeña —tendrían las dos seis o siete años— me dijo con perplejidad que Rosalba no creía en Dios. Yo le expliqué que había gente que creía y gente que no, y que este parecía ser el caso de Rosi. La niña me escuchó con mucha atención, siguiendo cada una de mis palabras pero, no muy convencida, me dijo al final: But God is real. Cuando Rosalba tenía dieciséis años, casi a punto de cumplir los diecisiete, nos dijo un día que quería bautizarse. Que quería hacerlo por la iglesia católica y en España.
A su padre y a mí nos pareció bien su decisión y la celebramos, lo único que a mí me preocupaba era que la persona que la fuera a bautizar se acercara lo más posible a mi manera de entender el cristianismo, y que no pusiera objeciones al hecho de que nosotros no fuéramos practicantes y de que su padre procediera de una familia bautista. Desde el principio tuve la impresión de que ese sacerdote iba a ser Javier Fernández Conde, que además es el cura de la vecina parroquia candamina de San Tirso. La primera vez que fui con mis padres a una de sus misas, para familiarizarnos con el lugar en el que mi hija iba a ser bautizada, entendí por qué aquella iglesia estaba llena y vacía la de Grullos, y lamenté profundamente que Javier Conde no fuera el párroco de mi pueblo. La mezcla de cultura, sencillez y, sobre todo, humanidad con que impartía el servicio me hizo sentir lo que hubiera deseado haber sentido durante todas las veces que a lo largo de mi vida había participado en un oficio religioso.
No voy a hablar de fe porque no sé si eso coincide con alguno de mis propios sentimientos espirituales, y mi precaria educación religiosa no sirvió más que para crear en mí una mayor confusión, pero a pesar de todo, y de mi desafección temprana hacia el catolicismo, tengo que reconocer que hubo momentos en los que quise buscar en la religión la densidad espiritual que tanta falta me hacía. O, sobre todo, ese apoyo profundo que se necesita con frecuencia a lo largo de la vida para seguir andando con una mínima serenidad y para saber que hay algo a lo que agarrarse cuando sientes que te quiebras. Traté de sugestionarme con la suma de estímulos sensoriales que hay en nuestras iglesias católicas —la imaginería, el olor del incienso, los cánticos, el sabor de la hostia, la misma sonoridad misteriosa de ciertas lecturas muchas veces para mí incomprensibles— estímulos a los que sigo siendo sensible, pero la irrupción de los sacerdotes durante la homilía arrancaba de cuajo cualquier fervor del espíritu.

Hace ya un tiempo que una amiga mía me había hablado de una iglesia luterana —Saint Peter’s Church— donde había empezado a ir recientemente, y en la que el padre Fabián Arias —un antiguo sacerdote católico que llegó a Nueva York desde Buenos Aires hace dos décadas— imparte sus servicios. Sabía de él por nuestra amiga común Marta Bautís y yo había tendido oportunidad de conocerlo durante el Havana Film Festival del 2022 cuando Marta presentó Desarraigo y esperanza, un documental acerca del trabajo que el padre Fabián lleva haciendo desde hace años con emigrantes jóvenes procedentes de toda la América Latina, y de los que se ha convertido en tutor legal para facilitar su legalización en los Estados Unidos.
El 3 de septiembre, el mismo día que mi madre cumplía 80 años, fui por primera vez a esta iglesia acompañada de mi marido y de una hermana suya que había venido de Texas a pasar unos días con nosotros. El padre Fabián acababa de llegar de una estancia de tres meses en su país, y a la gente se le iluminó el espíritu cuando lo vio. La iglesia queda en los bajos del mismo rascacielos en el que están las oficinas matrices del City Group Center —un punto de referencia del mundo financiero que a mí me dice muy poco— y se accede a ella después de bajar unas escaleras desde la calle 53 y la Avenida Lexington, y de cruzar una plazoleta con unas sillas de metal donde gente ajena al servicio religioso se sienta a tomar un café o a comer un bagel. También por esa misma plazoleta se entra a la estación del metro de las líneas 4 y 6 y, si no sabes que existe, resulta difícil reconocer el lugar de culto.
Nos sentamos en uno de los bancos delanteros, y aún pasaron unos diez o quince minutos antes de que empezara la misa. Aunque pudiera no tener mayor importancia, agradecí que el ritual fuera casi igual que el católico y pudiera seguirlo sin extrañeza. Me gustó también que la imagen de la Virgen de Guadalupe, Reina de las Américas según palabras de Elena Poniatowska, presidiera un espacio vacío de imágenes y acogiera con generosidad a los muchos mexicanos que allí se reúnen. Disfruté con el bautizo de una niña de unos seis o siete años, acordándome del reciente bautizo de mi hija Rosalba, y me sentí reconfortada con la homilía del padre Fabián. Pero si algo me conmovió de manera especial fue el momento de la comunión.
Rodeado de sus diáconas, el padre Fabián se acercó a cuantos allí estábamos reunidos, y con la cadencia suave de un acento argentino que se ha ido dejando acariciar por la modulación de los muchos otros acentos latinoamericanos que conviven en Nueva York, invitó a todos los presentes a comulgar: a los rubios, a los morenos, a los emigrantes con papeles o sin papeles, a los no emigrantes, a los niños, a los divorciados, a las personas de cualquier orientación sexual… absolutamente a todas y a todos. Y tanto fue lo que insistió, tratando de convencer a quienes procedemos de otras prácticas religiosas de que lo hiciéramos, que en algún momento tuve la sensación de estar en uno de esos banquetes en los que la mujer que ha preparado la comida para la fiesta puede llegar a ofenderse si no comes, si comes muy poco o si no quieres probar lo que ha cocinado. Y ese gesto cargado de altruismo y de alegría me emocionó. Nunca antes se me había dado la oportunidad de sentir que la misa fuera una celebración festiva y que asistir a una ceremonia religiosa, en este caso cristiana, y no te permitan comulgar es como asistir a un banquete y no te dejen comer.