Vida de perros

Sobre canes y nuestra relación con los animales

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Ernesto Díaz
Ernesto Díaz
Es consultor medioambiental.

Más de nueve millones de perros viven en España, y si nos vamos a cifras de nivel continental, en Europa, incluyendo Rusia -vamos a dejarnos ahora de destemplar gaitas-, se estima que el censo se encarama a casi cien millones de canes.

Estas densidades perrunas son cosa reciente. De las últimas décadas hacia acá se ha relacionado el incremento de animales de compañía con los nuevos formatos sociales: el individualismo, una menor solidez de las relaciones interpersonales, el incremento de tiempo libre, también las dificultades económicas de los jóvenes a la hora de tener hijos son factores que parecen coherentes con esta tendencia.

En casa siempre tuvimos perro. Mis primeros recuerdos se remontan a la Tona, una mestiza con trazas de pastor alemán así bautizada en honor a la tormenta. Llegó después el Terri, un mastín atigrado, uno de aquellos mastines, hoy desaparecidos, enjutos como un andamio grande cubierto con una lona de cuero.

Los perros no eran bien tratados en aquella aldea del remoto occidente asturiano. Nada producían para el aprovechamiento entendido como un ordeño que cubriese lo que las personas nos llevábamos al estómago. En orden de prioridades, las vacas -que trabajaban tirando del carro y del arado, daban leche, un xato al año, cuchu y calor en la corte- estaban en otra liga. Por detrás de ellas los gochos, las ovejas y el pollín, en ese orden. Las pitas eran otra cosa. Se las arreglaban solas, escarbando por las huertas y los estercoleros, y sobrevivían casi como animales ferales, igual que lo hacen por conveniencia los gorriones en las ciudades. Y finalmente, en el último escalón, estaba el perro de cada casa.

Detalle del perro que aparece en Las Meninas de Diego Velázquez, colgado en el Museo del Prado.

El hueco de rodadura de una vieja corona de moler, poco mayor que un vaso grande, era el comedero del Terri, un pocillo que se rellenaba con los restos de los restos, porque las primeras sobras de la poca comida que no se reaprovechaba eran para los gochos. Lo que se entendía que no servía para los gochos, que era casi nada, se le daba al Terri. El pobre animal recibía aquello como si fuese el banquete de las bodas de Camacho. Se abalanzaba brincando las patas hacia arriba y en pocos segundos sorbía el contenido, porque de morder casi no había, hasta que su lengua tropezaba en la caliza, sobre la que insistía hasta que entendía que ya no había más que hacer que no fuese desgastar aquella roca rosada.

Mi hermana o yo escondíamos trozos de pan que luego regalábamos al perro. También mi tía Mina tenía sus miramientos con él, aunque lo ocultara para evitar la censura con que se reprendía lo considerado absurdo. Y por absurdo se tenía cultivar el aprecio y los vínculos con un animal del que no se obtenía algo a medir en proteínas o dineros.

Nunca comprendí que en personas en las que aprecié algunos valores hoy desterrados no se despertara la curiosidad por acercarse a un ser tan admirable como el Terri. Era un animal cariñoso hasta la extenuación, fiel a pesar de no recibir ni una mirada, y valiente en todo lo que pudiera parecerle dañino para las personas que vivíamos entre los muros de aquella casa, su manada. En las noches de viento, quizás con el tufo traído de algún jabalí, el Terri salía a ladrar marcando unos límites de seguridad que él conocía mejor que nadie; acompañaba mansamente al ganado escoltando con la precisión de un alabardero; ni un mal gesto tuvo nunca con nadie.

Al cumplir el Terri nueve años, mi abuela Luzdivina lo sacrificó. Sin más consideraciones ni más razones, si es que pueden existir razones, que el mero aniversario del animal. Luzdivina de casa Martín tomó aquella decisión basándose en un principio que malditamente alguien inventó según el cual a esa edad los perros dejaban de ser “útiles”. Yo no estaba presente cuando mi abuela descerrajó un disparo al Terri, no lo hubiese consentido. Llevo clavada esa punzada desde entonces. Pero no puedo juzgar a Luzdivina por aquello, la fuerza genética de las costumbres nos ha jugado muy malas pasadas.

Marta Tafalla en Porrúa. Foto: David Aguilar Sánchez.

Hace pocos días, Marta Tafalla, profesora de filosofía en la Universitat Autònoma de Barcelona, desgranaba en una conferencia en Porrúa -y también en una entrevista con Ismael Juárez en Nortes– algunas facetas de cómo los humanos nos hemos relacionado con los animales a los que domesticamos. Hay en ello una perversa degradación de los ancestros salvajes de los que provienen. A los caballos de las estepas los convertimos en animales de carga y de guerra; a los magníficos uros, hoy ya extintos, en vacas lecheras o sacos de proteínas; a los perros, descendientes de animales formidables como los lobos, en mascotas sumisas, obedientes, que también usamos para buscar explosivos, drogas o en cargas de represión policial.

Nuestra relación con los perros ha cambiado, casi hemos desterrado las carreras de galgos, su ahorcamiento atroz, por supuesto las peleas de perros, quizás no tarde en llegar el día en que se dejen de utilizar perros en esas labores policiales y bélicas, quizás asistamos en las próximas décadas a la necesaria desaparición de los perros de caza o deje de practicarse su explotación en prácticas deportivas como el tiro de trineo. Seguiremos teniendo perros, no hay duda, pero creo que los vínculos se empiezan a parecer, remotamente, a como debieron ser aquellos inicios de la domesticación, una relación más de tú a tú, más cordial, mucho más honesta.

El perro de Goya.

Bueno, igual peco de optimismo: mientras remato de escribir esto, veo las imágenes del desfile por el Día de la Hispanidad. Además de la sempiterna cabra de la Legión y la Guardia Real montada a caballo, dos perros son exhibidos por la Castellana aupados sobre atriles en la capota de sendos coches de la Policía Nacional. De fondo, los mismos que llaman despectivamente perro al presidente del gobierno, aplauden.

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