El humor reflexivo de Pablo Messiez

La originalidad y belleza del autor y dramaturgo radica en la construcción de este teatro ecosostenible, salvífico.

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Roberto Corte
Roberto Corte
Roberto Corte (Oviedo, 1962). Vinculado al teatro asturiano desde 1980, y ligado a la autoría y dirección en el ámbito escénico, en la actualidad colabora como crítico en revistas especializadas.

La voluntad de creer

Texto: Pablo Messiez, a partir de La palabra de Kaj Munk

Dirección: Pablo Messiez

Intérpretes: Marina Fantini, Carlota Gaviño, Rebeca Hernando, José Juan Rodríguez, Íñigo Rodríguez-Claro y Mikele Urroz

Auditorio Niemeyer, viernes 3 de noviembre

Son muchas las perspectivas de enfoque que sugiere la pieza de Pablo Messiez y muchos los elementos que entran en juego. Tirar de alguno de los cabos que se presentan requiere de un investigador en dramaturgia dispuesto a desarrollar pormenorizadamente las líneas y planos de exposición que se abren, se cruzan, se superponen, anudan, se deshacen y cierran en una trama sencilla y “aperta”, aunque tupida de sugestivos significantes que no se acaban nunca. La obra de teatro de Kaj Munk que inspira La voluntad de creer y la película de Dreyer sobre la misma, que se exhibe ininterrumpidamente sin voz en un monitor a modo de contraste, son también referencias que el hipotético espectador cualificado habría de tener en cuenta. Dicho lo cual, no hay nada que impida al común de los mortales, como es mi caso, disfrutar con los muchos estímulos que se nos lanzan y regocijarse con las divertidas interpretaciones que construimos al vuelo. Cada espectador es único, evidentemente, y es precisamente hacia esa “unicidad” a quien va dirigida buena parte de La voluntad de creer.

La voluntad de creer

La deconstrucción es un planteamiento al que felizmente empezamos a estar acostumbrados. El espectáculo de Messiez lo lleva con éxito hasta las últimas consecuencias: deconstrucción estructural generalizada, en el plano discursivo, en el espacial o escenográfico (excelente el diseño de Max Glaenzel y la luz de Marquerie), en el ficcional metateatral y, en menor medida, en la línea argumental. Y esto es algo que, consciente o inconscientemente llega a todo el mundo. Al igual que la transversalidad de los principales elementos que entran en juego de una manera libérrima, las preguntas sobre la verdad y la apariencia, el sentido de la vida a través de las sensaciones, la muerte, el paso del tiempo, la necesidad de creer –la duda existencial kierkegaardiana en términos coloquiales– y por encima de todo el humor, ese guiño genuino, irónico y sutil, que irrumpe desde la cotidianidad ya como marca de la casa y sin el cual todo quedaría reducido a mera retórica escénica, a hojaldre un tanto presuntuoso y alambicado. Pero el humor de Messiez teje una hermosa parábola sobre la resurrección, el extrañamiento y la reconciliación familiar, cuestionando la realidad allí hasta donde le sea posible.

“La voluntad de creer”

Amparo (Mikele Urroz) regresa de Argentina con su mujer, Claudia, que está a punto de dar a luz (compuesta de manera enigmática por Marina Fantini, con algo de autómata que dice verdades como puños y practica un estoicismo de raíces clásicas). La acogida que le dispensan sus peculiares hermanos será cualquier cosa menos normal. La hermana mayor, Felicidad, postrada en silla de ruedas y magníficamente interpretada por Rebeca Hernando, es una paralítica amargada, destroyer, de lengua viperina y el azote de la familia (brutal su discurso contra los poetas y el turismo). Paz (Carlota Gaviño), instalada en la insatisfacción como modus vivendi es la hermana autodefinida como poeta borracha, y Juan (Jose Juan Rodríguez), el carismático profeta y hermano pequeño a quien dan por loco al creerse Jesús de Nazareth. Familia disfuncional donde las haya, a la que se une un doctor (Íñigo Rodríguez-Claro) como representante de la ciencia, que se dará de bruces con la fe y el realismo mágico que preside la pieza. A medida que avanza la exposición de los hechos y se complican las relaciones, se  levantan las blancas paredes que construyen el habitáculo con el féretro para albergar los momentos más trágicos. Instantes de gran plasticidad y elocuentes silencios que añaden diferentes matices.

“La voluntad de creer”

Con La voluntad de creer estamos ya plenamente instalados en el siglo XXI. Se trata de una sensibilidad que pone el acento en las preocupaciones y enigmas que nos lanzan nuestros sentidos y deseos. Una poética escénica abierta y participativa con la que enfrentarse a las grandes preguntas y problemas desde la cotidianidad, donde la fragmentación es producto de la variedad de estímulos. La originalidad y belleza de Pablo Messiez radica en la construcción de este teatro ecosostenible, salvífico, cuyas piezas debemos armar sin más instrucciones de montaje que los derivados de la disparatada escena.

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