“¿Una Catalunya independiente importa tanto como para costarle la vida a alguien?” Esta fue la pregunta de Gemma Nierga a Clara Ponsatí, una de las conselleras del Procés, en la actualidad eurodiputada de Junts per Catalunya. “Sí” fue la respuesta espontánea de la ex responsable de Educación de la Generalitat. ¡Boom! Por mucho que después Ponsatí tratara de matizar la contestación, la bomba ya estaba arrojada, y como era de esperar se ha montado un gran revuelo mediático y en redes por algo bastante obvio: le preguntas a un nacionalista si merece la pena morir por su país, y claro está, te contesta que sí, por supuesto. ¡Cómo no! Escándalo en los medios españoles: malditos separatistas. Pero, ¿y si la pregunta hubiera sido formulada a un nacionalista español? Hagamos un pequeño ejercicio mental. Imaginemos que en lugar de entrevistar a una independentista catalana, Gemma Nierga hubiera formulado esta pregunta a Santiago Abascal, líder de Vox: ¿La unidad de España importa tanto como para costarle la vida a alguien? Estoy bastante convencido de que su respuesta habría sido una afirmación bastante más rotunda y menos matizada que la de Ponsatí, y que los mismos medios que atacan a la política catalana jalearían la respuesta del político facha, criticando al mismo tiempo a la periodista progre por preguntar sobre algo, que como el valor al soldado, se debe dar por hecho. Sigamos pensando en ejemplos de entrevistas-ficción. ¿Y si se la hubiera hecho la pregunta al Jefe del Estado y máximo garante de la unidad nacional, el Rey de España? ¿Alguien se imagina a Felipe VI quitando hierro al asunto y contestado, Bueno hombre, no pasa nada Gemma, tampoco es para tanto? Yo personalmente no. Hablemos un poco de nacionalismo.
“Los fondos destinados a la reconstrucción postpandémica amenazan con acabar engordando nuestras bases militares”
Vivimos rodeados de nacionalismo y de nacionalistas, y la pregunta de Nierga no es ajena al ambiente tóxico que se empieza a respirar desde el comienzo de la invasión rusa de Ucrania. La UE calienta la pista de baile y en lugar de enfriar los ánimos buscando un acuerdo diplomático que saque a Putin de Ucrania y a la OTAN del Este de Europa, nos pide sacrificios. ¿A quiénes? A los mismos que pagamos la crisis de 2008. Estamos en guerra, bajen un grado la calefacción de su casa, proclama Josep Borrell, ex consejero de la multinacional energética Abengoa, que defiende rearmarnos, es decir, dejar de gastar en otras cosas, para defender “el jardín europeo”. El nivel de estupideces altisonantes que escuchamos estos días, es proporcional a la necesidad de vencer las resistencias de los europeos a invertir más en guerra y menos en bienestar. Los medios nos preparan para una intensificación de los conflictos armados, y lo de morir por la patria amenaza con convertirse en pregunta obligada del CIS y desagradable temita de moda. Preguntarse por las causas de la guerra equivale a ser un filo-putiniano y defender la vía diplomática, un pacifista que vive en el “país de la piruleta”. Hoy un amigo me llamaba “izquierda batucada”, pero lo que suenan en Europa y en España son los tambores de la guerra. Pedro Sánchez ya ha anunciado que el presupuesto militar se incrementará. Si nos descuidamos los fondos destinados a la reconstrucción postpandémica y la transición ecológica justa pueden acabar engordando nuestras bases y arsenales militares, de igual modo que, ironías de la vida, el Fondo Europeo de Apoyo a la Paz servirá para financiar las armas de Zelensky contra Putin. Dicen que el gasto militar reactiva la economía y genera empleo. También construir vivienda pública o rehabilitar edificios para hacerlos más eficientes y sostenibles. Cumplir con el objetivo de llegar al 1,22% del PIB destinado a Defensa supondría 6.500 millones de euros más en los presupuestos. El gasto ahora mismo, solo en Defensa, es de más de 10.000 millones. El presupuesto para políticas de vivienda en 2022, el más alto en más de una década, es de 2.250 millones de euros. Las comparaciones, en efecto, son odiosas.

Convencer a los españoles de que gasten más en su Ejército va a necesitar de mucha ingeniería del miedo. Solo así, con toneladas de pánico, control de la opinión pública e intelectuales progres descalificando a los pacifistas, Felipe González logró derrotar en marzo de 1986 un No a la OTAN que poco antes del referéndum ganaba en las encuestas. Este es un país poco belicista. Un sondeo del CIS de 2017 decía que la mayoría de españoles estaban dispuestos a arriesgar su vida por la paz y la libertad, un 82% y un 84% respectívamente, pero menos de la mitad, un 44%, lo haría para defender las fronteras nacionales. La guerra no vende, o al menos hasta ayer no vendía, no solo por el recuerdo traumático de la Guerra Civil, sino también por la falta de glorias imperiales en nuestra historia reciente. Esto no es Reino Unido. Un Ejército que en la época contemporánea solo ha sido capaz de vencer a su pueblo, genera pocas adhesiones patrióticas. La guerra de Cuba solo emocionó a los señoritos que tenían los recursos suficientes como para pagar por no ir a ella. Para las clases populares el militarismo siempre fue visto como una maldición, y tampoco las aventuras marroquíes del imperialismo español tardío despertaron olas de ardor guerrero en la población. El servicio militar fue desmantelado en 2001 tras una masiva campaña de insumisión que aceleró los planes para profesionalizar el Ejército. La Guerra del Golfo en 1991 y sobre todo la invasión Irak provocaron una indignación masiva. Cuando el terrorismo islámico cometió la matanza del 11-M, la mayoría de españoles no cerró filas con el gobierno hipernacionalista español de José María Aznar, sino que se volvió contra él y corresponsabilizó a su política exterior de aquella masacre: “¡Vuestras guerras, nuestros muertos!”
“¡Vuestras guerras, nuestros muertos!”. Se gritó en toda España frente a las sedes de un Gobierno del PP que nos mentía buscando la mayoría absoluta a costa de la barbarie terrorista. Lo gritamos de Norte a Sur y de Este a Oeste. Yo también. Había otra forma mejor, más cívica, de entender esa comunidad imaginaria que es la nación en aquella iracunda consigna del 13-M. Airada y descreída con las aventuras imperiales de las élites, empática con el sufrimiento y el dolor de la gente normal que viajaba en los trenes: nuestros muertos, nuestra gente. Puestos a pedir, así me gustaría que mi país respondiera a esta nueva Guerra Fría en la que nos están embarcando Rusia y EEUU con la complicidad de la UE: abriendo los brazos a los refugiados, cerrando las puertas a quienes nos piden otra vez sacrificios desde sus despachos.