Es probable que subirse a un escenario y tocar sea la mejor manera de curarse en salud. Después de suspender dos conciertos hace quince días a consecuencia de una mala covid que había que pasar, Fito Cabrales se redimió este viernes ofreciendo a su parroquia un enorme espectáculo en el Pabellón de deportes Adolfo Suárez de Gijón. Hay que interpretar su manera de entender la música como una rebelión contra el paso del tiempo, en un hombre de complexión recia, seco de carnes y enjuto de rostro, que diría el maestro.
El bilbaíno ha demostrado que la música y la carretera han hecho de la veteranía un magisterio, independientemente de que sus canciones siempre traten de lo mismo, la constante reiteración de clichés y toda la mitología del viejo rock: carreteras perdidas, soledades de bar, el relieve heroico del perdedor difuminándose en el reflejo de un vaso de whisky y cosas así. Lo cierto es que con todo eso y un sólido bagaje musical, Fito Cabrales hizo levitar a 4000 personas, demostrando que su manera de entender el oficio ocupa un lugar muy alto en la jerarquía del rock.


Fito es una figura que siempre está ahí, sin hacer mucho ruido, sin altisonancias, de una humildad desarmante. Sin embargo, esa actitud, lejos de apartarlo del foco, hace mucho tiempo que lo elevó a los alteres, dejando de ser es uno más entre los músicos; está en el podio de honor junto a M-Clan, Leiva o Los Cigarros. No es extraño que su escudero en esta nueva gira vuelva a ser Carlos Raya, productor y guitarrista en todos los caldos del rock and roll patrio. Como anécdota, ni siquiera el morrazo que se pegó en la penúltima canción lograron que el músico dejara de acertar en cada nota. No hay guitarra rota que en sus manos continúe sonando desafinada.

Fito y los fitipaldis se manifestaron fieles a las canciones del compositor de Zabala. Abrió con A quemarropa, de su último disco Cada vez cadáver, intercalando la presentación de los temas más acelerados (y alguno en la estela de los Dire Straits como “Cielo hermético”) con clásicos como “Lo que sobra de mi”, “Por la boca vive el pez” o “Soldadito marinero”.
Con una puesta en escena visualmente sobria e impactante, presidida por tres enormes cicloramas, el bilbaíno demostró que su concepto del rock está basado en la coherencia de unas canciones que no necesitan evolucionar hacia nuevos sonidos. Son las que son. Su clasicismo, en cualquier caso, no está reñido con la diversión. O lo tomas o te apartas. El suyo es un rock sólido, monolítico, sin grandes sorpresas, amplificando el sonido y los arreglos de guitarra y saxo hasta convertirlos en un espectáculo para todos los públicos, atacando su repertorio con un estilo propio, carabanchelero, hasta hacerlo desembocar en registros más globales: de Bruce Springsteen a Mark Knofler; a penas dejó entrever algunas reverberaciones souleras que se interpretaron como parte de la fiesta añadiendo cierto sentido de la improvisación que estaba muy lejos de ser improvisada. Aun así, su conexión en el público fue total, sin engaños. Una ejecución tan orgánica como acaballante, elevada desde la experiencia. El momento más intenso de la noche se vivió con Solo quiero gritar, confirmando que más siempre es más y, casi siempre, suele ser mejor, juntando a los miembros de su banda con Nina de Juan y el resto de su banda: Morgan. Un bajo, un saxo, un teclas, dos bateras y tres guitarras lograron que los cimientos del pabellón temblaran bajo sus pies. Al final, es eso, rock and roll.