Pocas veces se habló de política en mi casa. Más que pocas, que lo digo como si quisiera maquillar ese ángulo de la historia de mi familia, tengo que reconocer que de política jamás hablamos. Cierto es que nací en los últimos años de aquella dictadura que se prolongó en tantas cosas hasta cuando dejó técnicamente de serlo, pero yo intuí mucho después que detrás de otras puertas, y en esos mismos años, algunas de las conversaciones domésticas debieron hacerse con otros ingredientes. En mi casa, en Grullos, había un fuerte instinto de clase que nos servía de guion, se juzgaba con dureza a la gente explotadora y mi abuela justificaba el hecho de que no fuera a la iglesia diciendo que nunca había llegado un probe a pedir que se fuera sin un plato de comida.
Lo decía, sobre todo, porque cerca de nosotros había un matrimonio que, aunque iba a misa cada domingo, espantaba a los pobres con los perros que protegían la mansión en la que vivía. A mi abuela esto no le gustaba, pero la relación que teníamos con esta pareja era complicada porque éramos vecinos, la mujer era incluso prima carnal de mi abuelo, y mi padre tuvo que ir muchas veces durante el verano a descargar un carro de yerba con el señor y mi madre a envasar frascos de pimientos con la señora. Se quejaban luego de que no les dieran más que el trabajo y la fruta que empezaba a pudrirse en los árboles pero, quejas a un lado, nunca dejaron de ir cada vez que los llamaban. Algunas veces él, que era bastante más generoso que su esposa y disfrutaba de la compañía de mis padres, los invitaba a comer un pulpo que había traído de Mondoñedo o un botillo que iba expresamente a buscar a Astorga, y mi padre y mi madre venían admirados, no tanto de la cena como de las maneras de aquel hombre que colocaba cuidadosamente la servilleta en las piernas y que sabía usar, como no debíamos saber usarlo nosotros, el tenedor y el cuchillo. A mi madre también le trajeron en una ocasión una batidora, a pesar de la resistencia de la mujer, cuando aún las batidoras no formaban parte del ajuar doméstico, pero al final no hubo para mi familia ni siquiera las sobras. Cuando al señor le dio un derramen cerebral y estuvo casi un año en cama hasta que murió, mi madre iba, corriendo con la comida en la boca, a ayudar a la mujer a moverlo y a darle de comer.
Y eso, a mi abuela, la irritaba muchísimo.
En algún momento, cuando se veía que ya no volvería a conducir, mi padre insinuó que le vendiera el Volkswagen que tenía, pero en cuanto el hombre murió la mujer se lo regaló a un sobrino del concejo de Salas que trabajaba en el Banco Exterior de España en Oviedo y no hubo coche para mi padre. Ya viuda, y organizando la vida sin el marido, no quiso que siguiéramos metiendo las vacas en un prau donde las habíamos estado metiendo desde que ellos habían dejado la ganadería, y cuando mi madre empezó a limpiarle la casa se olvidaba con frecuencia de pagarle. Había tenido el atrevimiento, incluso, de pedirle que le arreglara el huerto, cosa que mi madre no hizo y, cansada de tener que estar rogándole que le pagara, dejó de ir a hacerle la limpieza. La señora murió con más de 90 años, sola, al cuidado esporádico de uno de los sobrinos, y sin ninguna muestra de afecto cercano. En mi casa hacía bastante que le habían dejado de hablar y mis padres estaban visitándome en Nueva York cuando se enteraron de que había muerto.
A través de esta relación complicada con nuestros vecinos fue como yo pude canalizar desde edad temprana una conciencia política bastante vaga y entender, aproximadamente, en qué lugar nos situábamos. Y digo aproximadamente porque también comencé a darme cuenta de que las cosas, además de confusas, eran demasiadas veces contradictorias. Mi abuelo, por ejemplo, había estado en Arnao en el campo de concentración, pero las pocas anécdotas de la guerra que luego contó, a lo único que apuntaban era a una posición de sobrevivencia personal carente de un compromiso serio.
Por eso no sabría decir si en mi casa no se hablaba de política por miedo, por falta de interés o porque no tenían mayor conciencia. Mi padre cree que mucha conciencia no tenían, pero supongo que el clima de silencio absoluto en el que se actuaba, en un escenario tan complejo como el rural, tuvo que haber incitado a mucha gente a ir abandonando cualquier tipo de reflexión por pequeña que fuera.
Recuerdo bien cuando murió Franco. Recuerdo el discurso de Arias Navarro que nos hicieron escribir y memorizar en la escuela, la conmoción de algunos maestros, los fastos del funeral, pero no me acuerdo de que nadie en mi entorno familiar celebrara aquella muerte. Yo tenía diez años y, aunque en casa ya había televisión, fuimos al chalé de los señores a ver el entierro y el juramento del rey. Al lado de la señora, de pie, en aquella sala de arquitectura indiana que daba a una galería desde la que se veía la huerta llena de frutales, estaba la criada, una mujer de la zona de Cangas del Narcea que se llamaba Rolindes, y que lamentó que se procediera a la coronación del rey con Franco aún de cuerpo presente. Callados todos los que allí estábamos, yo me dejé impresionar por el comentario de esta mujer y me agarré a él como el único guion que se me daba para entender lo que estábamos viendo. Y, con el pudor que siento ahora al recordarlo, reconozco que acabé emocionándome.

Supe muchísimos años más tarde que no había sido la única que se entristeció por la muerte de Franco. Una de mis mejores amigas recuerda que lloró y Elvi, que viene de una de las familias más significadas de Cuero, la de Ca Libertá, me contaba hace poco que ella pensaba que aquel señor que acababa de morirse era un hombre bueno. De todos modos, en cuanto se empezó a vivir la fiesta de la Transición, con la música pegadiza del Habla, pueblo, habla de fondo, Elvi recuperaría el esquema familiar que no había podido conocer hasta entonces y empezó a ir a los mítines del Partido Comunista con su padre. Y esto a su madre, que había nacido en la parroquia candamina de Llamero, tan castigada durante la guerra, la asustaba mucho. Pero en aquel momento ya no había vuelta atrás, y hasta en los pueblos, en los que la mayor preocupación siempre ha sido que escampe o se ponga a llover, se empezaron a hilvanar los sonidos que daban forma a esos nuevos tiempos y los tonos grises de la televisión en blanco y negro se percibieron llenos de color.
Llegó luego el referéndum cargado de alegría y en mi casa, donde seguíamos sin hablar de política, tuvieron el arrojo y la valentía de cambiar la papeleta del sobre que les traía preparado el señor y meter la del Sí donde él les había puesto la del No. Harían lo mismo durante las primeras elecciones generales, sin necesidad de enfrentamiento, pero mi abuela —de quien heredé su instinto de clase— ya no entendió el diagrama de lo que se estaba viviendo y cuando una de sus hijas le preguntó pocos días después de las elecciones que por quién había votado, mi abuela le dijo que había votado por el señor.
Y aunque verdaderamente tenía muy poca gracia, mi tía lo contaba riéndose.
Inteligente y sabia para tantas cosas, capaz de haber encauzado la vida de sus cuatro hijos con poquísimos recursos, la más crítica de todos con los ricachones, la que más consciencia tuvo del sufrimiento inútil de las mujeres, y la que más se disgustaba cuando mi madre corría a casa de los señores, sin acabar de comer, para ayudarlos, no supo nunca a quién votaba. Y aunque no se diga, estoy segura de que el caso de mi abuela no fue único ni excepcional, en parte porque intuyo que hay algo de esa política de los de arriba que no acaba de alcanzar a los de abajo y, en parte también, o sobre todo, porque los casi cuarenta años del régimen que nuestros padres y abuelos se tragaron diseñaron en nuestro país un modelo de hombres y de mujeres que ya no sabría interpretar luego muchas de las líneas fundamentales de la democracia.