Tengo una noticia buena y otra mala. La mala es que la transición energética y el ecologismo no van a acabar con el capitalismo, olvidaos de poner los huevos en esa cesta, si 200 años de lucha social, con intelectuales de primer nivel, con la lucha sindical en su prime, con organizaciones sólidas y con un sustento teórico robusto no lo han conseguido, ahora con una organización social líquida por no decir dispersa, tampoco va a suceder. Pero la buena noticia es que, a pesar de los agoreros climáticos, que además casi siempre suelen ser los del propio equipo, la cuadrilla de militantes antitodo y repartidores de carnets que todos conocemos, el capitalismo depredador que campa a sus anchas absorbiendo la energía vital del planeta no va a salir reforzado de aquí, o al menos, y no es poca cosa, depende de nosotros que así sea

Yo entiendo que una parte del ecologismo se haya visto superado por la situación. Es un colectivo que prácticamente ha desarrollado su activismo en una suerte de marginalidad histórica para pasar de repente a ser el eje sobre el que pivotan el grueso de las políticas gubernamentales, y más cuando esa transición que siempre se ha defendido desde el activismo ecologista va a tener impactos ambientales, y esto es algo que hay que saber explicar. No hay transición sin impacto, al igual que no habrá planeta sin transición. En este caso, correlación sí implica causalidad, y es que el mundo tal y como lo conocimos cuando éramos guajes ya no existe, el compromiso de no aumentar la temperatura del planeta más de 1’5 grados no es un compromiso para acabar con el calentamiento global, sino para mantener el planeta tal y como es a día de hoy, es decir, con olas de calor, epidemias, sequías y todo tipo de catástrofes naturales. Así de modesto es el objetivo.

Conseguirlo supondrá un despliegue masivo de renovables, principalmente en forma de parques fotovoltaicos y eólicos, pero no solo para descarbonizar la generación eléctrica de hoy sino que, y esto es importante, necesitamos electrificar todo aquello que hoy no lo está, como por ejemplo cambiando vehículos de combustión fósil por eléctricos, al igual que el transporte de larga distancia la aviación o la industria, y algunos de estos procesos requerirán la complementariedad de otras tecnologías como el hidrógeno verde que solo será verde si es producido a través de energías renovables, lo que supone tener sobrecapacidad de renovables. Y eso, guste o no, conlleva un innegable impacto ambiental. Ocultarlo es hacernos un flaco favor, y aquí tenemos que tirar de pedagogía, de rigurosidad en la planificación del territorio, de asegurar que las inversiones en infraestructuras de generación tienen un retorno en los lugares en los que se implantan, de evitar el caciquismo inherente a una parte de la zona rural de nuestro país; en definitiva, de hacer las cosas bien con el objetivo de salvar el planeta y con ello a nosotros mismo y a nuestros hijos. Este sí es ‘The Last Dance’.
Pero es que, además, hacer las cosas bien no solo nos traerá beneficios tan nimios como no acabar con el planeta en el que vivimos sin tener otro de repuesto, sino que también supondrá beneficios económicos, reducción de la desigualdad, acceso a energía limpia y barata o aumentar la competitividad de nuestras empresas.
“Cambios que en revoluciones anteriores se vivieron en el transcurso de un siglo, aquí tenemos que vivirlos en poco más de 25 años”
Porque esta revolución energética, a diferencia de las anteriores, no depende de tener gas, petróleo o uranio, sino que depende de tener recursos naturales como agua, viento y sol, algo que en España tenemos en abundancia, por lo que haciendo una buena gestión del proceso de descarbonización puede suponer un impulso sin precedentes para un país acostumbrado a vivir en la irrelevancia mundial y que ahora podría aspirar a que le inviten a las fiestas de los populares.

Por esa razón, las políticas locales, autonómicas y nacionales van a estar condicionadas en los próximos 25 años por todo lo que tenga que ver con generación de energía, eficiencia, electrificación, reducción de la contaminación, creación de empleo o potenciación de entornos tecnológicos, y eso también va a determinar cómo nos movemos, construimos, trabajamos y vivimos. Cambios que en revoluciones anteriores se vivieron en el transcurso de un siglo, aquí tenemos que vivirlos en poco más de 25 años. No será fácil. Quien diga que será un camino de rosas, miente. Habrá escollos y dudas, especialmente para la zona rural, que será la receptora de la mayoría de instalaciones necesarias para cumplir los objetivos de descarbonización. Por eso la España rural es la que más atención y cuidados necesitará en este proceso, una parte del país que ya ha llegado al punto de hartazgo en el que las reclamaciones encuentran partidos regionales que las articulen, que tiene la sensación de vivir en un país radial en el que nada que esté más allá de la M-50 importa demasiado, un país que está harto de ver que los telediarios abren con la noticia de que en Madrid llueve o hace sol. Por eso hay que tener una especial dedicación en que la transición en la zona rural y la España vaciada sea justa, porque esto no funcionará si el proceso deja por el camino a los más desfavorecidos, a los de siempre. Ahí tendremos que tener especial cuidado para no cometer errores ya conocidos.
El reto es colosal, las magnitudes de generación y desarrollo tecnológico que se manejan no tienen precedentes, pero si se hace medianamente bien, y con eso me refiero a que no necesitamos ser Nadia Comăneci en Montreal, nuestro mundo, nuestra vida y nuestras condiciones socioeconómicas mejorarán de manera sustancial.