David Aguilar hace las fotos a Ana Álvarez (Mieres, 1954) en el Pozo Llamas, cerca de Ablaña. Murmullan los númenes de la melancolía industrial en torno al castillete herrumbroso que se levanta entre felechos, artos y otras espesuras vegetales. Ana venía aquí a veces, de niña, con su madre para comer con su padre, maquinista de extracción. Poco podía imaginar entonces que ella misma acabaría siendo minera. No lo fue en Llamas, sino en el lavadero de Sovilla. Hubo que batallar para serlo. El primer día que entró a trabajar, lo hizo entre insultos. A otra compañera le pegaron un puñetazo. Conocieron bien aquellas mujeres la «cara B» de la épica proletaria; los conservadurismos y las reacciones internos de la izquierda. Eran sindicalistas quienes las ultrajaban; quienes desplegaban pancartas que decían: «Mujeres no, no y no». No uno, sino tres noes. El Colectivo Feminista de Mieres, matriz del Colectivo de Mujeres Solicitantes de HUNOSA, había hecho antes pancartas también, y en ellas, desplegadas ante el pozu moqueta de Oviedo —las oficinas de HUNOSA—, había escrito cosas como: «La musculatura a la basura». Se hacía la revolución dentro de la revolución; se reinventaba el género allá donde se había tenido una vigorosa conciencia de clase, pero se había sido ciegos ante otras injusticias, cuando no sus perpetuadores y defensores. Dura algo más de dos horas y media la conversación, en su casa —un quinto piso del centro de Mieres—, con esta militante del Movimiento Comunista y de Comisiones Obreras, que también nos cuenta historias preciosas de la militancia de su familia en el PCE del tardofranquismo.
Ana: naces en 1954.
En La Rebollá, en casa. No nazco en el hospital. Venía la partera a las casas.
Padres y abuelos mineros.
Como la mayoría de la gente de les cuenques. Mi padre empieza muy joven a trabajar dentro de la mina; luego sale al exterior y es maquinista de extracción hasta que se jubila. El maquinista de extracción era el que bajaba a los mineros a la mina y sacaba el carbón.
El que manejaba la jaula, ¿no?
Sí. La subían y la bajaban. Un trabajo de mucha responsabilidad. No sé cuántos mineros entraban en cada jaula, pero un número importante. Igual entraban cuarenta.
¿En qué pozo trabajaba?
En el Pozo Llamas, que luego cierra. Él, entonces, viene a trabajar aquí a Mieres, al Pozo Barredo, donde está hasta que se jubila.
Su padre ya había sido minero, ¿verdad?
Sí. Y también el padre de mi madre, que marchó a la guerra en el treinta y seis, siendo muy joven, y ya no volvió.
¿Lo fusilan?
No. Lo detienen, no sabemos muy bien dónde, porque mi abuela nunca hablaba de eso. En alguna ocasión salió a relucir que había un penal en Cantabria que se llamaba… ¿Cómo se llamaba?
¿El Dueso, en Santoña?
Santoña, sí. Mi madre, cuando él marcha a la guerra, tiene meses; y mi tío —son dos hermanos—, tres años. El paisano ya no vuelve a casa: muere en el cuarenta y uno en el hospital de Oviedo, adonde lo llevan yo creo que tuberculoso. En aquellos penales, muchos morían de tuberculosis. Él, desde el hospital, le dice a mi abuela que quiere conocer a «la nena», a mi madre, que ya digo que, cuando él marchó, tenía meses. En aquel momento, tenía cinco años. Y mi madre eso lo tiene aquí [Ana se señala la cabeza]. Grabado. Mi abuela lleva a la nena al hospital, pero cuando llegan ya había muerto. Y mi madre recuerda que había como unas mesas allí, en las que había muchos muertos, todos puestos uno detrás de otro, tapados; que les levantan aquella manta y les enseñan al padre, al paisano; y que a mi abuela no se le ocurre otra cosa que decir: «Dale un beso a tu padre». A mi madre nunca se le pudo quitar eso de la cabeza: ¡fue tan traumático…! Después de aquello, vuelven a casa, cerca de Ablaña. Mi abuela, viuda con veintiséis años, con dos hijos y cuatro hermanos menores, más uno que había acogido del hospicio. Y sin ayuda, porque el padre de mi abuela, que era minero también, había muerto muy joven, y la madre de mi abuela murió al nacer la última hija.
Sola en mitad de la tierra, como Asturias en el poema de Pedro Garfias y la canción de Víctor Manuel.
¡Con veintiséis años! Aquello tuvo que ser desolador. Ella se acuerda de una vez que venían en el tren de Oviedo, en El Vasco, y había allí unos señores a los que ella les contó la historia y que le dijeron que le querían llevar a la hija, no sé si en broma, en serio o mitad y mitad. Lo pasó mal. Mi padre también. Él, por lo menos, tenía padres; su padre era minero también. Vivía con tres hermanas; eran cuatro. Pero siempre se acuerda de la fame que pasaron. Ellos pasaban a la parte de León, a Babia, a trabajar de criados, porque allí la gente tenía, y comían. Iban en tren hasta Campomanes y, de ahí, andando, por la zona del puerto de Pinos. Mi padre siempre cuenta la anécdota de que el primer día que llegó allí siendo un crío vio a un grupo de nenos comiendo tocino, y que cogían la navaja, le quitaban la piel y la tiraban. Él decía: «Pero estos, ¿cómo tiran esto?». En fin, esa es la familia en la que yo nazco.
¿Tu otro abuelo, el padre de tu padre, estaba politizado?
No. Él fue a la guerra porque tuvo que ir, pero era de esta gente que no hablaba de política.
Un tío tuyo estuvo preso en Carabanchel.
El hermano de mi madre. Pepe. Ellos primero viven cerca de Ablaña y luego van a vivir a La Rebollá, donde mi madre y él (los hermanos marchan a servir a Oviedo, a las casas de labranza) se crían prácticamente solos. Mi abuela trabajaba en Mieres en un bar, limpiando y cocinando, y ellos andaban por ahí a su bola. Ella volvía de noche con algo de comer de lo que sobraba del bar. Pepe empieza a trabajar de muy crío en Fábrica de Mieres, donde me contaba hace poco que tenía que manejar una manguera de aquellas con las que apagaban el fuego del horno alto, y que no podía con ella. Debía de tener quince años, o menos. Luego, decide dejar Fábrica de Mieres e ir a trabajar a la mina. Trabaja en el Pozo Llamas, donde mi padre, y ahí es donde empieza su actividad política. Entra en el partido comunista, que ya está organizado. Participa en lo del sesenta y dos y tiempo más tarde, no sé exactamente cuándo, a lo mejor en el sesenta y cuatro, lo despiden. Entra en una lista negra y tiene que trabajar donde puede: en algún chamizu, en la Dominica… Más tarde, lo meten en la cárcel. Recuerdo varias detenciones suyas; que fueran a registrar su casa y se la dejaran a mi tía patas arriba, buscando los Mundo Obrero. Era lo que buscaban. Mi tía los guardaba en los pañales de mi primo, que era pequeño. Hubo otra vez que lo detuvieron antes de que llegara a casa, donde el Caño de la Salud, en el bar. Llevaba un Mundo Obrero encima, y cuando vio que lo iban a detener, mi tío le hizo una seña a mi tía, que fue a abrazarlo, «¡ay, Pepe, ay Pepe, no sé qué, Pepe!», y le cogió el Mundo Obrero y lo escondió. Era una prueba incriminatoria… Luego te buscaban las cosquillas igual por otro lado, pero bueno.

¿Tus padres militaban en el PCE?
Mi madre empieza a militar y mi padre simpatiza, pero él decía que era anarquista. Me acuerdo de que tenía muchas discusiones con Lito el de La Rebollá, que fue un dirigente del PCE, no sé si te suena.
Lito, sí, sí. Hay por ahí una foto preciosa de él explicando las huelgas asturianas a un auditorio de intelectuales en el que están Jean-Paul Sartre, Miguel Ángel Asturias, Pablo Neruda…
Allí en La Rebollá había un núcleo de gente del PCE. Estaban mi tío, mi madre, Lito, Antonio, Chefa… A Antonio lo detienen siendo yo niña y se corta las venas en la cárcel, por las torturas.
Y ¿muere?
No, no. Se enteran pronto y no muere. Aquello me impactó muchísimo. Yo, de niña, voy dándome cuenta de que mi familia no es una familia normal. Voy dándome cuenta, por ejemplo, de que en aquella época se iba a misa, pero mi padre y mi madre no iban a misa. La Primera Comunión sí la hago, porque me imagino que había que hacerla, y mi madre sí entra a la iglesia, pero mi padre no. Ves esas diferencias. Y terminas de darte cuenta de eso en el sesenta y cinco, cuando el asalto a la comisaría.
«Me meten a estudiar en la Academia Lastra: un lugar terrible, tremendamente clasista»
¿Lo recuerdas?
Tenía diez años. Salgo de la academia y… Yo iba a un centro privado: la Academia Lastra. Mi padre siempre me dijo: «No te voy a dejar ninguna herencia, no te voy a dejar dinero, pero quiero que tengas una carrera; que seas independiente; que vivas tu vida sin depender de nadie». Tenía una mentalidad avanzada para la época. Y como soy hija única, cosa que tampoco era normal en aquella época, puede permitirse meterme a estudiar allí. Ahora sabrá lo que se equivocó: era un lugar terrible, tremendamente clasista. A nosotros nos sentaban en los asientos de atrás. Delante se sentaba una que el padre era abogado, otra que el padre era médico… Y eran represivos. Te castigaban y te encerraban por cualquier cosa. Muchas veces tenía que ir por allí los sábados, porque me habían castigado por hablar, por no llevar los deberes o lo que fuera. Bueno. Aquel día, salgo de la academia con Mavis, que era una vecina de La Rebollá que estudiaba allí también, que el padre era o había sido socialista, y me encuentro Mieres lleno de gente. «¿Qué pasará?». Recuerdo que unos señores mayores nos dijeron: «Á guajines, ¿ónde vais?». Nosotras: «Al autobús». Y nos dicen: «¡Venga, venga, marchái d’equí corriendo, qu’equí va montase la de Dios!». Cogemos el autobús a La Rebollá y allí veo a mi abuela Vicenta totalmente histérica. Me dice: «Ana, ¿qué pasa en Mieres, que dicen qu’hai un follón, que ta montándose ellí una que pa qué?». Digo: «No sé, güelita, hay mucha gente, pero no tengo ni idea». Me dice: «Tu padre y Pepe tán pa Mieres, ¡madre, madre…!». Estaba muy nerviosa. Con que a una vecina y a mí nos dice: «Bajái a Mieres a ver si los veis», mira tú que ocurrencia. Cogemos el autobús esta mujer y yo, nos posamos en Oñón y vemos a Pepe, que dice: «Pero ¿qué hacéis aquí? ¡Venga, cogéi el autobús p’arriba y subíi pa casa!». Regresamos a La Rebollá y al poco llega Pepe, llegan mi madre y Julia, la mujer de Pepe, que habían ido a ver a mi otra abuela a Santullano… Y «¿dónde está Tino, que no aparece?».
Tu padre, ¿no?
Sí. Al poco, llega. Aparece con una brecha aquí [Ana se señala la frente] y cuenta que, después del asalto, la policía armada empezó a cargar, y a él lo pillan en La Villa, lo rodean, le dan una tunda de toletazos y le abren aquella brecha. Se quita una chaqueta de cuero que acababa de estrenar y vemos que tenía la espalda toda cruzada de los toletazos que le habían dado. Consigue escapar, coge la moto y viene a La Rebollá por Ablaña en lugar de por La Peña, por la antigua carretera que iba a Oviedo por El Padrún. No se va a curar a Mieres, porque están diciendo que a los que se vienen a curar a Mieres los están deteniendo, sino que viene a La Rebollá por una carreterina y se cura aquí, con un practicante que no sé si era también militante del PCE, y que le echa unos puntos. Dice: «Si alguien pregunta, hay que decir que cayó, porque están deteniendo a gente a la que ven que le dieron una paliza». Yo, ahí, es cuando me doy cuenta de que esta familia mía no es normal; que lo que pasa en mi casa no pasa en otras casas. Detrás de eso viene el despido de mi tío, la Guardia Civil cada dos por tres en La Rebollá a registrarle la casa para buscar propaganda y demás… Mi madre, entonces, empieza a militar. Por allí va Horacio Fernández Inguanzo mucho, porque quiere organizar un grupo de mujeres en La Rebollá con mi madre, mi tía Julia, esta Chefa que vivía encima de nosotros… Un poco más arriba vivían Genaro [González Palacios] y Juanita, su mujer, que todavía vive… En fin, había una actividad política grande. Y en ese ambiente me muevo yo. Recuerdo muchas anécdotas que no sé si vienen al caso…
Vienen, vienen. Cuéntame.
Me acuerdo de los Primero de Mayo, por ejemplo, a los que en aquella época se bajaba con algo rojo. Llevabas una camisa roja, una chaqueta o lo que fuese. Y a la gente a la que tenían fichada pasaban a recogerla preventivamente. Un día —debía de ser el año sesenta y ocho o sesenta y nueve, porque estaba mi tío preso en Carabanchel—, a las seis de la mañana llaman a la puerta. Nos levantamos los tres: mi padre, mi madre y yo; abrimos la puerta, que era una puerta de cuarterón, y ahí estaban los guardias civiles con el tricornio y las capas aquellas, que madre mía. Impresionaban. Mi padre los conocía, porque eran de Ablaña, que era donde estaba Mina Llamas. Los maquinistas de extracción como él trabajaban los trescientos sesenta y cinco días del año, porque la mina no podía estar nunca sola. En la mina, durante todo el año, trabajaban los guardias jurados, el maquinista de extracción y los bomberos; los que controlaban las bombas que extraían el agua, para que la mina no se inundase. Yo iba muchos domingos a Mina Llamas desde La Rebollá. Íbamos andando mi madre y yo, llevábamos comida y comíamos con él. ¿A qué iba yo…?
La Guardia Civil que llega a tu casa y…
Ah, sí. Mi padre los conocía. Bueno, dicen que los vienen a buscar. A mi padre y a mi madre; a los dos. Y mi padre les dice que él no sale de casa sin una orden judicial; que se la presenten. Allí, como se conocen, hay un trafulco: que si sí, que si no, que si ya lo sentimos pero tenéis que venir con nosotros. Y mi padre, en un momento determinado, coge la parte de arriba del cuarterón y se la cierra en toda la cara, pero, como llevaban aquellas capas tan largas, un trozo de la capa queda enganchado y colgando hacia la parte de dentro. Recuerdo a mi madre gritando: «¡Tino, Tinoooo!». Y ellos picando. Mi padre abre, ellos sacan la capa y se van. Ven el panorama y se marchan. Hay movida, nervios… Recuerdo a una vecina que era portuguesa y muy buena persona, que vivía cerca de nosotros, diciéndole a mi madre: «¡Nina, nina…!». A mi madre la llamaban La Nena, pero ella le llamaba Nina. «¡Nina, nina, vi llegar a la policía y quería avisaros, pero no pude!». Luego, nada: vuelven a media mañana y ya se los llevan. A mi padre lo sueltan ese día al poco tiempo, pero a mi madre no.
«Cada cierto tiempo, se juntaban las familias, se alquilaba un autobús y se iba a Madrid a ver a los presos políticos. Yo fui una vez»
La que militaba, realmente, era ella.
Sí. A mi tía Julia la hubieran detenido también, pero estaba en Madrid, que había ido a ver a mi tío a Carabanchel. Cada cierto tiempo, se juntaban las familias, se alquilaba un autobús y se iba a Madrid a ver a los presos políticos. Yo fui una vez, y esa es otra historia que te contaré luego. Bueno: aquella noche, había en casa una bandera roja con el martillo y la hoz que había que colgar en La Rebollá, en un cable de la luz que cruzaba la carretera en un sitio en el que a un lado está la iglesia y al otro las viviendas. Mi padre, como lo sueltan, llega a casa y decide seguir con el plan. Lito el de La Rebollá no estaba: andaba por Francia, porque le estaban buscando. Pero estaba la hermana, Menchu, una mujer con mucho carácter, muy arreada, que estaba casada con un hombre que la familia era de derechas y de política no quería saber nada. Mi padre, solo, tiene miedo de no arreglarse para colgar la bandera. El sistema que tenían era una bolsa de arena que había que tirar para dejar colgada la bandera. Entonces, él va a hablar con Menchu: «¿Me ayudas esta noche a colgar la bandera?». Y Menchu, que era muy ágil, muy espabilada, le dice que sí, que por supuesto. Ella, además, tenía al hermano como un dios. De noche, salen y cuelgan la bandera. Y, después, mi padre viene y dice: «Marcho a dormir a Santullano», que era donde vivían sus padres. Yo no recuerdo si quedé sola en casa o fui para casa con mi abuela. Me dice: «Si vienen y preguntan por mí, que no estoy, que no estaba, que estoy en Santullano». Nadie vino por allí, pero cuando amaneció y vieron la bandera, llamaron enseguida a las fuerzas de orden público. Al día siguiente no se hablaba de otra cosa: «¡Colgaron una bandera en La Rebollá!».
Me decías que me ibas a contar otra anécdota de una ocasión en que fuiste a ver a tu tío Pepe a Carabanchel.
La Academia Lastra era tan clasista, eran tan fachas, que yo pensaba: «Madre mía, como se enteren aquí de…». Mi padre y mi madre detenidos aquel Primero de Mayo (en Oviedo, mi madre estuvo no sé si una noche o dos), mi tío preso en Carabanchel… En fin, me preocupaba que se enteraran. Pensaba que debía de ser la única allí: la realidad era que era una minoría la que se movía. Con que pasan unos días y voy con mi tía a ver a mi tío a Carabanchel. Nos cogía el autobús en Oñón. Y cuando estoy allí esperando el autobús con mi tía, llega Luisa, una compañera de la academia. ¡Fue una alegría tan grande ver que no era yo sola la que estaba metida en aquel mundo…! Luisa iba a ver a su tío, que era Gerardo Iglesias. Estaba casado —fue su primera mujer— con una hermana de su madre. Siempre me acuerdo de aquello, pese a que recuerdo pocas cosas de la infancia. A veces me cuentan cosas mis compañeras y yo no me acuerdo. Que si el viaje de estudios, que si cuando fuimos a no sé dónde… No me acuerdo. Yo tenía otras preocupaciones, y entre otras la preocupación de no contar nada, de que aquellas cosas no salieran de allí. Ver que había otra niña que estaba pasando por lo mismo fue una alegría muy grande.
¿Cómo vives, como vivís, la muerte de Franco?
En casa, todo el día con la radio puesta y diciendo «a ver cuándo se muere, a ver cuándo se muere». No acababa de morir; aquello parecía interminable. Y el día que se murió, estábamos mi padre, mi madre y yo en casa y ahí se abrió una botella no sé si de champán o de sidra, con una alegría y una emoción terribles. ¡Habían sido tantos años pasándolas canutas…!

¿Cómo es tu propio proceso de politización? ¿Cómo llegas al que va a ser tu partido: el MC?
Yo iba mucho a Amigos de Mieres, que empieza en el sesenta y ocho y se convirtió en mi segunda vivienda. Ya sabes cómo son los recuerdos, pero el recuerdo que yo tengo es que todos los días bajábamos a Amigos de Mieres. Cuando no había un concierto había una charla; cuando no, cine; cuando no, teatro… Vivíamos allí. Excursiones, también. Recuerdo una ocasión en la que salieron diez autobuses, escoltados por la Guardia Civil, que luego te dejaba, pero al principio te seguía. No recuerdo a dónde era, pero era al monte. Tengo fotos por ahí. Llevamos un póster del Che Guevara. Mi madre tiene una foto que sacó Bertín en un documental. No sé si conoces a Bertín, el de Mieres, que hizo muchas entrevistas a gente de aquellos años —entre ellos mi padre, mi madre, Pepe, Tinín el Pensionista…— y documentales. Había una peña grande y allí colocamos el póster del Che Guevara. En la foto sale mi madre encima, con el puño en alto. Bueno: yo voy mucho por Amigos de Mieres. Había charlas, también. Y empezó a ir gente joven a darlas, y entre ellos Miguel Rodríguez Muñoz, Javier Carnicero… Se organizaban buenos debates. Tendría yo catorce o quince años. Y a mí aquella gente me caía muy bien. Al que más recuerdo es a Miguel Rodríguez Muñoz, que como es tan alto me llamaba mucho la atención. Mi padre también simpatizaba con ellos y los defendía frente a la gente del PCE, que decía: «¡Ya están aquí estos del MC incordiando…!». El PCE era un poco sectario. Y a la gente del PCE, el tema de que fuesen universitarios, de que perteneciesen a familias no obreras…, le parecía, no sé, sospechoso. Le parecía que era una gente esnob. Luego terminaron teniendo buena relación con mucha de esa gente, pero al principio… Pero yo simpatizaba. Me parecían acertados; me parecía que, cuando intervenían, cuando decían cosas en los debates, hacían buenos análisis.
Así que tu padre también simpatizaba con el MC.
Sí, sí. Recuerdo mucho las discusiones que tenía mi padre con Lito el de La Rebollá. Cuando, siendo yo pequeña, iba con mi padre y se encontraban, para mí era un suplicio, porque Lito era muy batallador, y empezaban, fuera donde fuera, a hablar de política y plin, plan, plin, plan: unas discusiones interminables. Cuando veía a Lito de lejos, yo decía: «Madre mía, ponte a temblar».
Y ¿de qué discutían?
No sé. Yo de aquella era pequeña. De política, no sé decirte. De lo que en aquel momento fuese importante. Mi padre simpatizaba y colaboraba con el PCE, como te decía, pero no trabajaba dentro de la mina, sino en el exterior, o sea, no donde generalmente se generaban los conflictos, que era dentro. Y además, trabaja siempre; ya te conté que era un puesto de trabajo complicado, que no se podía dejar ni un momento. A veces trasladaba gente de un sitio a otro: el aparato le decía «tienes que llevar esto a tal sitio» y lo llevaba. Vietnamitas para hacer propaganda, cosas de estas. Por las características de su trabajo no podía hacer mucho más. Tenía esa simpatía y esa colaboración, pero también era muy crítico, y la gente del MC le gustaba.
Tú, entonces, ¿entras a militar al MC ya en Mieres, antes de irte a la Universidad?
No, no. En la Universidad me encuentro otra vez con Luisa, aquella compañera de la Academia Lastra, y me cuenta que se está reuniendo con gente del MC, y que si me interesaría venir. Yo, como ya conocía y me gustaba lo que hacían, le dije que sí. Y fue ahí donde empecé.
Estudias filología.
Sí. Empiezo en el año setenta y tres, o mejor dicho en el setenta y cuatro, porque era el curso 1973/1974, pero fue el de la reforma del famoso Julio Rodríguez, que decidió que el curso empezara en enero y acabara en diciembre. Al final empezamos en enero, pero acabamos en junio, porque aquello fracasó.
¿Cómo es esa militancia?
Asambleas de facultad; luego las de distrito, que se hacían, si mal no recuerdo, en la Facultad de Medicina; salir a la calle por los presos políticos y las libertades que no había; cargas policiales, follones, cierres de la Universidad por orden gubernamental… Pero la militancia la vivo sobre todo en Mieres, donde seguía viviendo. Nos habíamos ido a un barrio nuevo que había hecho el Movimiento en Vega d’Arriba; un barrio igual que el de Santa Marina, pero más moderno, con mucha zona verde, más decente que lo que hasta ese momento habían hecho. Mi padre había solicitado una vivienda allí y le había tocado; eran muchas. Me impliqué en la asociación de vecinos con otra compañera del Movimiento Comunista, Charo, hermana de Toño Blanco. Intentaban hacer, que las terminaron haciendo, unas cocheras horribles que no tenían nada que ver con el conjunto del barrio, y se protestaba por aquello y por más cosas.
«Mi marido y yo dejamos una vez la casa para hacer un aborto. Dábamos las llaves, nos íbamos y luego nos las dejaban en un determinado sitio»
Por aquellas fechas, también te implicas en AFA, la Asociación Feminista de Asturias.
Se crea en Oviedo y, a raíz de eso, nosotras creamos el Colectivo Feminista de Mieres. Hasta entonces solo estaban las mujeres del PCE, pero su estrategia era infiltrarse en las asociaciones de amas de casas y estas cosas. Nosotras queríamos hacer cosas distintas. En el setenta y siete se celebra el primer 8-M, se hace una pegada de carteles… Hacíamos muchas cosas; las cosas de aquella época: que si el aborto, que si los anticonceptivos… Trasladábamos a Mieres lo que se planificaba en Oviedo. El tema del aborto fue importante. Pablo —mi marido, al que conozco en el MC, y con quien vivo desde el año ochenta y uno— y yo dejamos una vez la casa para hacer un aborto. Vivíamos en una casa en la calle Jerónimo Ibrán. No sabíamos quién venía, quién abortaba. Dábamos las llaves, nos íbamos y luego nos las dejaban en un determinado sitio. También recuerdo una campaña por que las mujeres se fuesen a apuntar al paro. No se apuntaban. La mayoría de las mujeres no trabajaban; eran amas de casa. Pero si alguna mujer trabajaba, no tenía paro. Otra campaña que hicimos fue ya contra el Ayuntamiento gobernado por el PSOE, porque empezaron a convocar plazas de peones y a las mujeres que se presentaban las boicoteaban; no pasaba ni una el reconocimiento. Eran unos sinvergüenzas. Nos movimos, sacamos panfletos, denunciamos al jefe de personal…
Emilia Vázquez, a quien entrevisté hace poco, me hablaba de las charlas sobre aborto, anticonceptivos… ¿Tú diste alguna?
Yo siempre fui una militante más bien de base, pero sí que di una. Sobre anticonceptivos, en Cenera. Fue otra campaña que hicimos. Íbamos por los barrios y los pueblos. Alquilábamos un local y las mujeres iban. Mujeres mayores, de todo. Una experiencia muy interesante. También hicimos muchísimos murales; murales sobre todos los temas que te puedas imaginar. Por la noche se salía a blanquear muros con cal. Había uno fijo al final de la calle principal de Mieres, la calle Manuel Llaneza, y luego se iban haciendo otros. Un militante que dibujaba muy bien hacía el boceto y nosotros íbamos detrás a rellenarlo. Con el tema que fuese: la mili, el aborto, el ecologismo… El MC fue vanguardia en muchos temas, como el asturianismo, el asturiano y todo eso: cuando nadie hablaba de ello, el MC lo tenía de bandera. Y también lo fue en la cuestión del ecologismo. Hacíamos campañas por la limpieza de los ríos, que bajaban totalmente negros. Contra la OTAN… La campaña contra la OTAN fue total; aquí participamos muchísimo. En Mieres ganó el no por muchísima diferencia. Creíamos que íbamos a ganar: ¡el ambiente era tan favorable…! Éramos muy activistas y muy inocentes. La actividad era frenética. Estábamos todo el rato haciendo cosas: pancartas para manifestaciones… Tenías el ímpetu que te dan los años y ese creer ciegamente en que podías mejorar y cambiar la sociedad. Éramos muy ingenuos. Pero bueno, no dejaron de hacerse muchas cosas, no dejó de avanzarse mucho. Lo pienso ahora, que soy muy pesimista: veo que, como siga la deriva esta, vamos a perder mucho. Espero que no, pero, viendo el panorama, soy muy pesimista. No lo llevo, no puedo con ello. Quiero más no leer la prensa, ni ver la televisión, porque me pongo mala.
Tu marido, Pablo Ramírez, es uno de los protagonistas de un conflicto emblemático de principios de los ochenta: el despido de tres mineros del Pozo Nicolasa en el año ochenta. Manuel Méndez Carnero, Javier Carnicero y él. Había habido una huelga y un conflicto que había incluido la retención de unos ingenieros en las oficinas, y aunque habían intervenido unos doscientos trabajadores, la empresa culpó a esos tres dirigentes de Comisiones Obreras.
Con eso también dimos una batalla terrible. Estuvieron dos meses en la cárcel de Oviedo, donde coincidieron con un motín en el que murió un preso común. Fue duro. Una vez salen de la cárcel, se ponen un mes en huelga de hambre en la iglesia de San Juan. Ellos eran de Comisiones, de la Izquierda Sindical de Comisiones, pero el sindicato pasaba más bien de ellos. Hubo un encierro de apoyo en el Pozo Nicolasa en el que participó Aníbal [Vázquez], el alcalde de Mieres, y el sindicato vino a decirles que o salían o los despedían. Pero se formó un comité de solidaridad con los despedidos en el que se implicó gente del PCE a nivel personal. Trabajamos muchísimo. Hubo una manifestación a la que fue bastante gente, por su readmisión, y los sindicatos tuvieron que tragar y apoyarla. Mientras tanto, se arreglaban como podían. Pablo compró una furgonetuca de segunda mano y se puso a vender quesos de unos familiares; una prima de mi madre que eran los que vendían aquí en Asturias el queso este fresco de Burgos. La cosa dura hasta que el PSOE gana las elecciones, nombran a [Juan] Tesoro presidente de HUNOSA y, nada más tomar posesión, una de las primeras declaraciones que hace es la readmisión de los despedidos de Nicolasa. Vuelven a trabajar, aunque no en Nicolasa: Pablo se va a Tres Amigos; y Manolín y Javier Carnicero, creo que a Polio.

En 1984, HUNOSA abre una convocatoria de empleo para ayudantes mineros, encargados de las tareas en el exterior del pozo. No se contemplaba que una mujer pudiese presentarse, pero así sucede. Se presenta casi una decena, pero no las admiten. Y AFA se moviliza en su defensa.
En algún sitio dicen que unas veinte mujeres, en algún otro que casi diez… Depende de dónde mires. Pero sí. HUNOSA saca esa convocatoria y las primeras mujeres (las primeras que se sepa; no encontré nada que dijera lo contrario) se presentan. La cosa sale en los medios de comunicación, en toda la prensa, en televisión, en la radio. Se empieza a discutir del tema de las mujeres y la mina y desde el Colectivo Feminista de Mieres, junto con AFA, empezamos a sacar comunicados y a apoyar con toda nuestra fuerza el derecho de las mujeres a trabajar en la mina.
«Un sindicalista publica una carta demencial: que cómo se van a arreglar las mujeres con la regla, que qué diran sus esposas cuando sepan que los hombres van a trabajar con mujeres…»
Las que se presentan, se presentan espontáneamente, ¿no? No son militantes feministas que quieran, digamos, abrir ese melón, impulsar esa reivindicación.
No, no. Son mujeres que se presentan. Yo no conozco a nadie; ninguna tenía relación con nosotros, ni con AFA, que se sepa. La polémica en la prensa es monumental: opiniones a favor, opiniones en contra… Tengo por ahí guardados recortes de la época. Hay una carta de un sindicalista de Comisiones Obreras que se publica en la prensa y que es demencial. ¡Dice unas cosas…! Que dónde van las mujeres a cambiarse, que cómo se van a arreglar las mujeres cuando tengan la regla, que qué dirán sus esposas cuando sepan que los hombres van a estar trabajando con mujeres… Terrible. Yo pienso que este hombre, después de unos años, se habrá dado cuenta de los disparates que escribió. Bueno. La empresa queda descolocada. Y [Juan] Tesoro hace unas declaraciones diciendo que las mujeres van a entrar, pero ¿qué ocurre? Que sale a relucir la Carta Social Europea.
A la que España estaba adherida, y que prohibía expresamente el trabajo de la mujer en el interior de los pozos.
Especifica que el trabajo subterráneo de las mujeres y los niños está prohibido, sí. Eran medidas proteccionistas que había por ahí. Y la empresa zanja el tema diciendo que, de momento, no mete a ninguna mujer.
Pero la Carta prohibía el trabajo dentro, no fuera.
Sí, pero HUNOSA decide dejar el tema en suspenso. Hay dos mujeres que pasan el reconocimiento y la aptitud física. Era una prueba de fuerza proporcional a la altura y al peso, así que en principio lo pasa todo el mundo, salvo que tenga algún problema de salud. Pero solo dos mujeres pasan. Y esas mujeres demandan a HUNOSA en Magistratura, pero Magistratura rechaza la demanda; da la razón a la empresa acogiéndose a la Carta Social Europea. La puerta queda, como si dijésemos, cerrada.
Al año siguiente —1985— hay una nueva convocatoria para 834 plazas de ayudantes mineros. Y se presentan 117 mujeres.
Exacto. Hay once mil solicitudes y, entre ellas, 117 somos mujeres. HUNOSA abría convocatorias para ayudante minero, o sea, para el interior de la mina, pero, luego, de ahí salían también las plazas de exterior. Al exterior solía pasar la gente que por algún motivo no pasaba el reconocimiento médico: pies planos, cosas de estas. Hubo una mujer del Colectivo Feminista de Mieres a la que se rechazó por exceso de peso, pero lo denunció, lo llevó a los tribunales, y ganó. No recuerdo cómo se llamaba.
Tú echas la solicitud para esta convocatoria por militancia.
Lo debatimos en el Colectivo Feminista de Mieres y decido echarla, sí. En el Colectivo hablamos de echar la solicitud alguna más, pero al final solo la echo yo. Era por pura reivindicación; la reivindicación del derecho de las mujeres a un trabajo y a cualquier trabajo, en igualdad de condiciones con los hombres. En ese momento, nadie se imaginaba que fuésemos a entrar.
Supongo que nunca se te había pasado por la cabeza trabajar en la mina. En aquel momento, ¿trabajabas?
No, no. Yo no trabajaba. Por eso soy una de las que entra a trabajar. Tengo el máximo de puntos. Me había apuntado al paro cuando hicimos aquella campaña para que las mujeres se apuntaran, y no recuerdo cuántos años tenía ya de paro en el ochenta y seis, pero a lo mejor seis o siete. Tenía la máxima puntuación en el baremo, que eran doce puntos. Además, era hija de minero: más puntos. Estaba casada: más puntos. Y tenía una hija: más puntos. 17,75 puntos en total. Bueno. Nos enteramos que empiezan a llamar a los hombres para los reconocimientos y para entrar en HUNOSA, pero que las 117 solicitudes de mujeres las aparca.
Las engaveta, dirían en Cuba. Las mete en un cajón.
Sí. En el Colectivo Feminista de Mieres, decidimos que esto hay que retomarlo, que hay que ir p’alante con el tema, que no podemos dejarlo. Decidimos que vamos a convocar a las mujeres solicitantes. Vamos a Comisiones Obreras, aquí en Mieres, a ver si conseguimos el listado, y efectivamente nos lo dan: una lista escrita a mano, con el nombre de cada mujer y, al lado, la puntuación y la dirección. Somos unas sesenta en el Caudal y unas cincuenta en el Nalón. Con esa lista, escribimos cartas en las que convocamos a una reunión en Amigos de Mieres. Como pasa siempre, la gente que acude es una minoría, pero una minoría suficiente para empezar a trabajar.
Catorce o quince que os constituís como Colectivo de Mujeres Solicitantes de Hunosa.
Eso es. Decidimos que hay que actuar, que hay que moverse, porque, si no, esto va a quedar en nada, como en el ochenta y cuatro. Las que vienen, desde luego, están dispuestas a lo que decidamos.
Empezáis a enviar cartas a prensa y autoridades y a pedir reuniones con los sindicatos y el Defensor del Pueblo.
Lo primero que hacemos es sacar un comunicado del Colectivo Feminista y una nota de prensa de las Mujeres Solicitantes. Y sí: empezamos a pedir entrevistas: a la Comisión de Afiliaciones, a Juan Tesoro, al Defensor del Pueblo; también se manda una carta al Ministerio de Trabajo… Y a los sindicatos, con los que damos en duro: se hacen… pues los longuis.
¿Todos por igual?
Sí, aunque, bueno, Comisiones es quien nos da aquel listado. Al final, decidimos que tenemos que empezar a hacer algo; una acción que llame la atención y salga en los medios de comunicación. Y nos encadenamos delante de las oficinas de HUNOSA.
El pozu moqueta.
Sí. Eso tiene una repercusión grande; vuelve a sacar a la luz todo el tema de las mujeres y la mina.
Llevabais pancartas que decían «La musculatura a la basura» o «Tratados internacionales inconstitucionales».
Sí, sí, de todo. Salimos en la prensa. Allí está gente de AFA, está la gente del Colectivo Feminista de Mieres…
Y el MC, supongo, ¿no?
Y el MC, claro. Tengo guardadas cartas públicas del MC en prensa defendiendo a las mujeres y llamando a la empresa a meternos a trabajar en HUNOSA sin discriminación. Que en realidad no era nada nuevo, porque a finales del siglo XIX y principios del XX ya habían trabajado mujeres en los lavaderos de carbón, y hasta que se forma HUNOSA las hubo recogiendo carbón, cargando vagones… Una vez se formó HUNOSA, en 1967, al ser una empresa estatal, a las pocas que tenía lo que hizo fue ponerlas a trabajar en los comedores de los ingenieros, lavando la ropa…
Trabajos «femeninos».
Trabajos que se consideraban femeninos, sí.
Más tarde, irrumpís en una reunión.
Como no nos llaman de la Comisión de Afiliaciones, decidimos interrumpir una reunión, sí. Alguien nos dice que se va a celebrar: conocíamos a muchos mineros del MC, que estaban en la Izquierda Sindical de Comisiones Obreras (nada que ver con la Corriente Sindical de Izquierdas, ¿eh?). Y allí nos presentamos dos o tres mujeres. Estaban los sindicatos y la empresa. Nosotras decimos lo que veníamos diciendo: que ya estamos hartas; que tenemos derecho a trabajar en HUNOSA; que, en la Constitución, el artículo 14 deja claro que no puede haber discriminación por razones de sexo y que ya está bien. Allí no habla nadie. Nos encontramos ante el más absoluto silencio. Soltamos lo nuestro y nos vamos. Y entonces llega el año 1986.
Año electoral.
Volvemos a pedir a Tesoro una entrevista, y él nos promete que nos va a recibir, pero después de las elecciones. Efectivamente, después de las elecciones recibimos una carta suya, y nos reunimos con él en Oviedo. Le volvemos a plantear lo que planteábamos. Que la Carta prohíbe el trabajo en el interior de la mina, vale, pero HUNOSA y la minería no era solo el interior: eran los lavaderos, la sierra, el exterior de los pozos. Que tenemos derecho a trabajar de ayudantes mineros. Él nos dice que en el interior de la mina no puede hacer nada, pero que, en cuanto al exterior, está de acuerdo con nosotras y va a hacer lo que pueda, hasta donde le permita la ley. Yo creo que Tesoro era progresista y demócrata, y efectivamente era favorable. Pasa muy poco tiempo, no sé si días, o dos o tres semanas, y nos empiezan a llamar a los reconocimientos médicos. Una pequeña victoria.
Catorce mujeres pasáis el reconocimiento.
Solo catorce, sí. Para entrar al exterior, como había muchas menos plazas, la puntuación era superior que para el interior. Si en el interior entraban con, vamos a suponer, catorce puntos, en el exterior se entraba con diecisiete, dieciocho…

Las primeras mujeres que entran a trabajar son dos del Nalón. Dos que entran en almacenes sin generar mayor ruido.
Creo que entran en los almacenes, sí, aunque no estoy muy segura tampoco, ¿eh? Y no: no se entera nadie. Ni nosotras. Diez días después, llaman a otras dos para el Pozo Monsacro.
María Teresa Menéndez y Blanca Esther González. Ahí es cuando se monta.
Ahí es donde empieza todo el follón, sí. Estas dos mujeres llegan y se cambian. Y en esto aparece un grupo de parados con pancartas que ponen: «La mina es cosa de hombres. Mujeres no, no y no». Los sindicatos paran el pozo. No entra nadie a trabajar. Comisiones Obreras, UGT y la Corriente se ponen allí a debatir. No sé muy bien lo que pasa ahí. SOMA-UGT abandona la reunión, Comisiones yo creo que no lo tiene muy claro (luego empieza a virar; pasa a decir que está de acuerdo con la entrada de las mujeres) y la Corriente Sindical de Izquierda se pronuncia en contra de la entrada. Hay por ahí alguna carta, alguna declaración. La situación es muy tensa. Al final de la mañana, hay una asamblea, y en esa asamblea toma la palabra una mujer por primera vez. Blanca Esther. Defiende enérgicamente su derecho al trabajo y al final termina diciéndoles que… Porque uno de los argumentos que daban era que estábamos casadas y que nuestros maridos tenían trabajo.
La unidad en la que se pensaba era la familia, no el individuo.
Claro. Decían que los parados no tenían trabajo y que nuestros maridos sí, así que iba a haber dos sueldos en casa. Como si las mujeres fuésemos un adorno, ¿no? Había un trabajo en casa y estaba cerrado el cupo. Bueno. Blanca Esther les dice en un momento determinado: «Seguro que muchos de los que estáis aquí tenéis mujeres que están trabajando. Si vuestras mujeres dejan el puesto de trabajo, yo lo dejo». Creo que el silencio es absoluto, total. Y ahí se acaba la cosa. Ese día se va todo el mundo para casa y al día siguiente se entra a trabajar con total normalidad.
Había rumores de huelga general en todas las cuencas.
Se rumorea. En Polio para algo de gente. Pero lo de la huelga general lo dicen los medios. Al final queda en nada.
¿Cómo sigue la cosa?
En aquel momento parecía que el problema se había solucionado. Pero esto era el veintidós de diciembre del ochenta y seis. El dos de enero del ochenta y siete nos tenemos que incorporar las cuatro de Sovilla. Y a mí, por la noche, me llama por teléfono un conocido de Comisiones Obreras del Pozo Santiago y me dice: «Ana, por Santa Cruz…». Santa Cruz era un pueblo que quedaba pegado al lavadero de Sovilla. «Ana, por Santa Cruz hay un coche con megafonía y tirando panfletos llamando a una concentración mañana, para impediros entrar a trabajar. Avisa a gente, porque, si no, os vais a encontrar solas. Nosotros vamos a ir».
A apoyaros, entiendo.
A apoyarnos, sí, sí. Eran delegados del Pozo Santiago del MC, de la Izquierda Sindical.
¿Qué haces con ese aviso?
Me pongo en contacto con la gente del Colectivo Feminista y nos ponemos en contacto con AFA y con el MC. Y nada. Vamos para Sovilla. Llegamos no sé si a las seis o seis y pico de la mañana; me parece que se entraba a las siete. Era de noche. Dos de enero: una helada… Y nos encontramos con todo el panorama. El lavadero parado, porque no dejan entrar a nadie. Pancartas: «Mujeres no, no y no», «Aquí no vais a entrar»… Nosotras no podemos ni llegar a los cuartos de aseo. Allí estaban también el Colectivo Feminista de Mieres con una pancarta, los delegados del Santiago, gente de AFA… Pasamos toda la mañana discutiendo, con los ánimos muy caldeados. Allí hay parados, muchas mujeres, dirigentes del SOMA y entre ellos Monchu, el secretario general de Sovilla… Monchu ahora dice que no estaban en contra de las mujeres. ¡Vergüenza ajena! Bueno. Estamos toda la mañana discutiendo, te puedes imaginar la situación. Al final de la mañana, la empresa se pone en contacto con nosotras, que antes no se había puesto: de hecho, nosotras llegamos allí con la ropa que nos parecía. Nos dice: «Iros para casa» y nos cita para el día cinco de enero, que es lunes, en unas oficinas que tiene HUNOSA en Ujo. Y marchamos. Se deshizo aquello, pero diciendo que iban a seguir; que no nos iban a dejar entrar; que iban a seguir las concentraciones.
¿Qué pasa el lunes?
Sigue habiendo concentración en el lavadero. Nosotras vamos a Ujo, a las oficinas. Nos dan ropa de trabajo: el casco, los guantes, el mono… Pero no botas. No tienen nuestro número. Nosotras llevábamos unas botas de goma, que habíamos cogido por si acaso: no sabíamos lo que nos íbamos a encontrar.
«La Guardia Civil tiene que hacernos un pasillo. Entramos a trabajar entre insultos. La gente como loca. Llegan a darle un puñetazo a una compañera»
¿Los vestuarios se reformaron de alguna forma para que los hubiera femeninos?
Sí, sí. Nosotras teníamos nuestros cuartos de aseo en el lavadero de Sovilla. Dividieron; cortaron. Eso, en Sovilla; en otros sitios no sé cómo harían. Pues nada: nos cambiamos y nos metemos en un Land Rover de la Guardia Civil, que nos sube al lavadero, que quedaba como a un kilómetro. Cuando llegamos, vemos que aquello está tomado por los antidisturbios y la Guardia Civil. Nos acercan lo máximo que pueden. La Guardia Civil tiene que hacernos un pasillo de unos cuantos metros desde la plazoleta hasta la entrada al lavadero. Por ese pasillo entramos a trabajar entre insultos. La gente estaba como loca, insultándonos desde detrás de los policías. Incluso llegan a darle un puñetazo en la cabeza a una compañera.
¡Uf!
Luego, hay una anécdota guapa. En el lavadero de Sovilla era todo SOMA y USO, la Unión Sindical Obrera. Comisiones no tenía casi afiliados; no había ni sección sindical. Era el SOMA-UGT el que tenía fuerza, porque era el que daba las categorías, el que enchufaba… A la gente que entraba, le decían: «Si queréis prosperar aquí…». Un compañero que entró cuando nosotras, un chaval joven, era de Comisiones, y a los cuatro días se había pasado al SOMA. «No, es que me dijeron que…». Ya. Bueno: en el lavadero estaba el SOMA, y en los talleres, quien tenía fuerza era la USO. El comité, en aquel momento, estaba formado por siete personas: tres delegados del SOMA-UGT, tres de USO y, por restos, uno de Comisiones Obreras.
¿La USO os apoyaba?
A eso iba. Los de USO no sabían nada de la movida, y nos tenían preparado un ramo de flores que nunca nos llegaron a dar. Nos lo contaron días más tarde. Cuando vieron el panorama, no lo sacaron. Son los del SOMA quienes están detrás de toda la movida nuestra.

Pronto empiezas a hacer sindicalismo.
Lo primero que hago al llegar a Sovilla es preguntar por la sección sindical de Comisiones Obreras. Y el delegado que había, que era electricista, me dice: «Mira, el único delegado que tiene Comisiones aquí soy yo. No hay sección sindical. Vinieron a hablar conmigo para que me presentase a las elecciones y voy a las reuniones, pero no ejerzo. No estoy muy metido en el sindicato ni nada». Yo, que siempre había militado, que primero había trabajado en asociaciones de vecinos, luego en el movimiento feminista, también en el MC, dije: pues yo sí quiero hacer sindicalismo. De aquella, con nosotras, habían entrado a trabajar tres chavales jóvenes que eran de Comisiones. Había también un señor mayor que era de Comisiones Obreras. Y había otro señor muy célebre y con el que tenía muy buena relación que decía que era de Comisiones, aunque nunca lo tuve claro. Hablo rápidamente con ellos y con el delegado y les digo: tenemos que montar la sección sindical de Comisiones Obreras en Sovilla. El delegado, Chemari se llamaba, que era muy buena persona, me dice: «Mira, Ana, yo nunca quise saber nada. Me presenté porque me lo pidieron. Tú haz lo que consideres y yo te apoyo en todo, pero hazlo tú; no me pidas que haga nada yo, porque nunca fui sindicalista ni me dediqué al sindicato».
¿Qué pasos das después?
Hablo con estos tres jóvenes y con las mujeres que habíamos entrado. De las cuatro, una que estaba afiliada a UGT se borra y se apunta a Comisiones Obreras, que era el único sindicato que nos había apoyado. Las otras dos me habían dicho que se iban a afiliar, cuando hubo aquellos follones me dijeron que a ver cuándo se afiliaban, les dije «bueno, hombre, no corre prisa», y no pasó un mes o dos y me dijeron que no se iban a afiliar a Comisiones Obreras, sino al SOMA. No daba crédito, no me lo podía creer.
El SOMA era mucho SOMA.
¡Por poca dignidad que tengas…! Madre mía, madre mía. Bueno. Luego estaba la sierra, que pertenecía a Sovilla, pero no estaba en Sovilla, sino en el Pozo Santiago. De que pertenecía a Sovilla, yo me entero más tarde. No era una sierra de muchos trabajadores, pero allí había unos cuantos de Comisiones Obreras. Entre ellos, el hermano de una amiga mía. Contacto con él. Ellos tenían más relación con la gente del Pozo Santiago. Pero empezamos a preparar la sección sindical. Me meto mucho en la historia. Y bueno: no te digo nada de cómo se tomaron que, encima, una mujer quisiera, en un lavadero de carbón, meterse a sindicalista. Aquello ya era demasiado. El propio delegado —que era un chaval alto, fuerte— me contaba lo que le decían en las reuniones: «Ana, ¿sabes qué me dijo el capataz jefe? “Pero bueno, Chemari, ¿tú cómo te estás dejando manipular por una mujer?”».
Ay. Y oye, ¿qué tal el trabajo? ¿Qué cosas hacías?
No tenía puesto fijo, y me tenían siempre sola. Ahora vas a limpiar tal cinta, ahora… Tirábamos mucho de pala, porque en el lavadero había muchos atrancones. Las cintas transportadoras que llevaban el carbón y lo iban seleccionando (se seleccionaba por tamaño) a veces se atascaban, y se formaban unas montañas tremendas. El lavadero paraba de lavar y había que limpiar aquello con la pala. Pero también estuve con los camineros, arreglando las vías del tren; estuve de enganchadora, yendo a buscar los vagones de carbón a los pozos Santiago y San Antonio… Luego estuve en la tolva, que fue el trabajo más duro que tuve que hacer, descargando aquellos vagones grandes que venían llenos de carbón. Yo soy muy baja de estatura, y ahí estaba gente muy alta, pero allá me destinó en una ocasión Monchu, el del SOMA, que todavía no era vigilante, pero cuando faltaba alguno, hacía las veces de vigilante. Nos teníamos un odio mutuo y él en una ocasión me destina ahí. Teníamos que abrir los vagones aquellos. Normalmente, los abrían en marcha, cosa que era ilegal: había que abrirlos parados, porque era un peligro. Teníamos una barra enorme que ¡pesaba…! Yo casi no podía con ella. Había un resorte que tenía el vagón en el que había que meterla, y, luego, que hacer fuerza hacia abajo. El vagón se abría por bajo y el carbón, que venía de las minas mezclado con tierra y mucha piedra, caía a las cribas para la primera selección. Yo también estuve en la criba, cribando. Tenías que ir quitando la piedra, que era un trabajo duro también, además con ¡un ruido…! Tenías que ponerte unos cascos. Había un ruido horroroso. Estuve por todos los lados. Así como las otras en seguida tuvieron un puesto fijo, yo fui rotando, y estuve mucho sola.
«El caciquismo que había en aquella mina me exasperaba»
¿Para que no manipularas a la gente con la que coincidieses, a lo mejor?
Claro, pero bueno: yo, siempre que tenía oportunidad, hablaba con esta gente joven. Montamos la sección sindical y luego me vovían a contar lo mismo que el otro: que les decían que parecía mentira que se dejaran manipular por una mujer. «Pero ¿qué os dice Ana! ¿Qué os dice Ana!». Fueron tiempos duros para mí, pero muy, muy satisfactorios. Yo no sabía nada de sindicalismo. Lo que sabía, lo sabía porque vivía con una persona que era sindicalista. Pero una cosa era saber y otra practicar, hacer. No tenía idea de nada. Pero el caciquismo que había en aquel lavadero me exasperaba. Había aquella gente joven, pero también gente mayor; gente que para mí eran paisanos, aunque a lo mejor tenían cincuenta años, teniendo yo treinta y dos. Y siempre me trataron con mucho cariño. Me decían: «Ana, ¿por qué trabajas tanto? ¡No trabajes tanto! Trabajas más de la cuenta. Tómatelo con tranquilidad». Pero esa rabia que tenías dentro…
Demostrar que valías, que las mujeres valíais, supongo, ¿no?
Claro. No solo teníamos que trabajar, sino que teníamos que demostrar que éramos capaces de hacer lo mismo que los hombres.
¿Cómo acogía tu propia familia vuestra reivindicación?
Bueno… Nunca me dijeron nada. Ahora que lo pienso —¡nunca lo había pensado!—, por ejemplo, no fueron al lavadero de Sovilla a apoyarme. Tampoco recuerdo que fuera nadie del PCE. Igual alguien fue, ¿eh? Pero no lo recuerdo. El feminismo no lo debían de tener muy claro. Mi familia nunca me dijo nada, nunca puso nada en cuestión, pero no fueron al lavadero.
Meses después, te vandalizan el coche.
Sí. Pasaron dos meses, y un día —yo andaba a turnos—, terminan mandándome a trabajar, que fue donde más estuve, a un sitio al que llamaban el ferral; una estructura que había en el lavadero central. Había una cinta transportadora muy larga que llevaba el carbón fino. Habrás visto muchas veces estas montoneras de carbón fino para las térmicas. Aquí sigue viéndose en el Batán, el lavadero Batán, aquí enfrente del río, cosa que a mí me indigna mucho. Nosotros metíamos el carbón en silos y venían los camiones y lo cargaban. Aquí, no sé por qué, tienen las montoneras de carbón en la otra orilla del río, al aire, cosa que a nivel ecológico… El día que hace aire, aquello empieza a soltar polvillo. No sé cómo se lo consienten. Bueno. A mí, en un momento determinado, se jubilan dos personas del lavadero que trabajaban en el ferral, y me echan para allá a lavar el carbón fino. Estoy sola. Ahí había siempre dos personas, pero a mí y a otro nos dejan allí solos para el turno de la mañana y el de la tarde. Aquello era un peligro.
Tienes un accidente y no se entera ni el Tato…
Allí nadie te ve. Eran tres pisos. En el piso de abajo estaba la cinta; en el de arriba había unos filtros que aspiraban el agua y soltaban el carbón seco a las cintas que había debajo. Había que tener mucho cuidado, porque se te podía atascar la zona donde estaban los filtros. Cuando pasaba, ¡se montaba una…! Paraban las cintas, paraba todo el lavadero. Y luego, arriba del todo, teníamos unos depósitos donde había unos líquidos que pasaban a los filtros en los que se secaba el carbón. Fíjate el trabajo que teníamos: teníamos que controlar la parte de abajo, la de arriba y la intermedia. Bien: yo, estando allí, me entero de que, en el lavadero Batán, la gente que trabaja en nuestros puestos son lavadores; tienen categoría de lavadores. Y yo era peona de exterior. Así que voy a reclamar que en el lavadero de Sovilla sean también lavadores. Me hacen tanto caso como si oyesen llover.
¿Qué haces entonces?
Ya teníamos montada la sección sindical, y empezamos a reivindicar cosas. Entre ellas, la seguridad en la zona en la que estaba yo y la categoría de lavador. Recuerdo ir a Oviedo a ver a un inspector de trabajo y que quedara en venir al lavadero a verlo. Otra cosa que hago es ir al sindicato a enterarme de cómo funcionan las cosas, descubrir que puedo ser asesora sindical y pedir que me nombren. Me nombran. ¡La que se monta el primer día que aparezco diciendo que soy asesora sindical del delegado de Comisiones Obreras…! «¿Qué es eso de asesora sindical?». Contesto: «¡Enteraros!». Allí estaba el graduado social, estaba el ingeniero y estaban los sindicatos. Enseguida se enteran de que, efectivamente, yo tengo todo el derecho de estar allí. Pero cuando pido la palabra, se vuelve a montar. «¡Tú eres asesora sindical! ¡No puedes intervenir!». Digo: «Puedo intervenir: lo que no tengo es voto». ¡Fuuuu…! No me querían dejar hablar. «¡No tienes derechoooo!». Pero tuvieron que dejarme. Luego yo, ¿qué hago? El secretario del comité era un señor que era muy buena persona, de USO, pero al que le levantaba las actas el graduado social, que era empresa. No podía. Me dice: «Es un favor que me están haciendo». ¡Unos chanchullos…! Yo, al llegar a casa el día que tenemos reunión del comité de empresa, tomo noto de todo lo que se dice en la reunión por parte del SOMA.
Levantas tu propia acta.
Sí. Yo tomo nota de todo. Y esas notas las paso a máquina y las cuelgo en los cuartos de aseo. Un día me llama el graduado social; me dice que suba a hablar con el. «¿Qué pasa? ¿Qué quieres?». Me dice: «¡Ana! ¡No puedes hacer lo que estás haciendo! ¡Es ilegal!». Yo: «¿Cómo? ¡Qué va a ser ilegal! Yo estoy informando a los trabajadores de las decisiones que se toman en este comité, que es para lo que está elegido el delegado sindical de Comisiones Obreras. Nosotros vamos, en cada reunión, a hacer un escrito con los puntos que se tratan. Lo vamos a apuntar todo». Me amenazó. Me dijo: «Vas a terminar mal. ¡Es ilegal!». Le digo: «Llámame lo que quieras, haz lo que te dé la gana, que yo voy a seguir haciendo esto». Lógicamente, nunca pasó nada. ¿No iba yo a tener derecho a poner lo que se decía en el comité de empresa y lo que votaba cada uno? Vamos, hombre.
¿Lo del coche fue después de esto?
Llevaba unos meses trabajando, no recuerdo cuántos. Podían ser cuatro, podían ser siete… Y un día que estaba trabajando por la tarde, a las diez y media llegan los que entraban al turno de las once y me dicen: «Ana, baja hasta la plazoleta». Había una plazoleta en la que estaban los aseos y aparcábamos los coches. «Baja hasta la plazoleta, que tienes las cuatro ruedas pinchadas. Está el coche en el suelo, y está todo rayado». ¿Qué me habían puesto? «PUTA», que era lo que nos llamaban en todo momento; el que consideraban el peor insulto que podía hacerse a una mujer.
Pero ¿fue a raíz de esto de las actas…?
Ahora mismo no lo recuerdo. Yo lo relaciono con cuando empiezo a montar la sección sindical de Comisiones. No sé si ya había publicado las actas o no las habíamos publicado todavía; sí que llevaba meses trabajando. Hay que decir que la gente era encantadora con nosotros. Los únicos con los que jamás me dirigí la palabra fueron Monchu y compañía.

Recibíais numerosos telegramas de apoyo: Asociación de Vecinos de Gamonal, Colectivo de Feministas Lesbianas de Madrid, sindicato de transporte aéreo…
Infinidad de telegramas, sí. Los tengo por ahí. De la sección sindical de Comisiones Obreras de Iberia… Un montón, un montón. También alguna carta de altos cargos del Gobierno. Carlota Bustelo nos mandó un libro: El clan del oso cavernario, del que yo luego compré los tomos siguientes y los leí enteros. Tuvimos solidaridad de todos los lados. Salió un programa en Informe Semanal en el que intervenían los sindicatos, algún juez, nosotras y gente normal, creo recordar que todos hombres, aunque no estoy segura. Todos en contra de nuestra incorporación a HUNOSA. Alguno nos echaba en cara —cualquier cosa les servía— que no entrásemos a trabajar en el interior, cuando nosotras lo habíamos pedido, no nos habían dejado, y decíamos que en cuanto se derogase la Carta Social Europea lo volveríamos a exigir. Días después de entrar nosotras a trabajar, salió una entrevista con Felipe González en la que decía que prometía que próximamente, cuando correspondiese, la derogaría; que sacaría a España de la Carta Social Europea hasta que quitasen el artículo que discriminaba a las mujeres.
Más tarde, te presentas a las elecciones sindicales en Sovilla.
Encabezo la candidatura de Comisiones Obreras y sacamos el doble de delegados que teníamos. Teníamos uno y pasamos a tener dos. Sacamos bastantes más votos que militantes de Comisiones Obreras teníamos. Fue una de mis mayores satisfacciones. Y nada. Poco tiempo después, dejo la empresa.
¿Por qué?
Me llaman de Galicia. Yo tenía una compañera que había ido a trabajar allá y que me había echado los papeles. Hacía mucho tiempo, ya casi me había olvidado. Pero estaban quedando libres muchas plazas de lengua, porque la gente se estaba pasando al gallego. En un momento dado, me llaman: hay la posibilidad de una sustitución, pero tengo que incorporarme rápidamente. Me lo dicen un viernes y yo el lunes tengo que estar en Galicia. No me lo podía pensar mucho y dije que sí. El trabajo sería mejor, ganaría más dinero…
Y ya habías demostrado como minera lo que había que demostrar.
Sí. Nada: me voy a Galicia. Estoy allí diez años. Luego ya me vengo.
¿Seguiste pendiente de la evolución de vuestra reivindicación aquí? En 1992 hay un fallo del Tribunal Constitucional, motivado por el litigio de Concepción Rodríguez contra HUNOSA, y en 1996 es cuando entran las primeras mujeres al interior de la mina.
Me voy enterando. En el noventa y dos hay aquella sentencia judicial favorable después de derogarse la Carta Social Europea, sí. Y en el noventa y seis entran aquellas cuatro mujeres: dos al Pozo Santiago y dos al Pumarabule. Eso, mientras seguían entrando mujeres al exterior: llegó a haber ciento y pico. Pero lo vivo desde lejos. Estoy en Galicia. Vengo aquí los fines de semana, pero estoy ya muy desvinculada de todo. Allí participo en el movimiento de interinos, que era muy fuerte: lo llevaba la CIGA. Teníamos huelgas cada tres por cuatro; no había año que no hubiese dos o tres. Hubo un año que estuvimos en huelga todo el mes de mayo, con asambleas en Santiago de Compostela. Yo estaba en Burela en ese momento. En Galicia me encontré estupendamente. Hasta nos planteamos ir a vivir allá.
¿No llegasteis a iros? ¿Estuviste esos diez años yendo y viniendo?
Sí: venía los fines de semana. Tengo una hija que cuando marché tenía siete años, y cuando volví, diecisiete. Anduve por muchos institutos. La mayor parte del tiempo —cinco, seis, siete años: no recuerdo ahora— estuve en la zona de Barco de Valdeorras. En Burela estuve muy poco; en Orense un par de años… Yo siempre pedía el Barco de Valdeorras, porque era lo que más cerca me quedaba. Iba por el Huerna, Huerna-Ponferrada y Ponferrada-Barco de Valdeorras.
¿En qué año vuelves a Asturias?
En el 2001.
También vives desde lejos la evolución de tu partido, el MC, que en 1991 se fusiona con la Liga para formar Lliberación, y algunos de cuyos miembros entran más tarde en Izquierda Unida. ¿Tú entre ellos?
Sí, sí. Entramos a militar en Izquierda Unida. Hubo un acto en Oviedo y entramos a militar bastante gente del MC. Pero vamos, sin más implicación que estar por ahí, ir a las manifestaciones, a las movidas…
Ya en Asturias, ¿dónde has sido profesora?
Donde más estuve y me jubilo es en Cabañaquinta. Doy clase de lengua, diversificación y asturiano. Ya te dije que en el MC también fuimos pioneros en el tema del asturianismo, y yo soy de las primeras en tener la capacitación para dar clases de asturiano. Hice el primer curso para profesorado de asturiano cuando ni siquiera era profesora todavía. Hubo unos cursillos en Pola de Siero, luego otros en Pola de Allande y luego otros en Llanes. Fui consiguiendo los tres diplomas: básico, medio y avanzado. Y cuando vengo a Asturias, doy clases, en principio, de castellano, y luego ya sale la plaza de asturiano, que lleva consigo la de diversificación, y la consigo.
¿Qué valoración haces de la situación actual de las cuencas mineras?
Muy negra. Como el carbón. Da muchísima pena ver ahora Mieres, con lo que fue, las casas vacías. De setenta y pico mil habitantes a poco más de treinta mil. Las pocas inversiones que se hicieron con los fondos mineros fracasaron. Se llevaron la pasta mientras la hubo y, cuando dejó de haberla, cerraron. Se invirtió en lo que se invirtió. En una universidad vacía; en rutas del colesterol, en limpiar el río, que bien estuvo… Recuerdo llegar a Valdeorras y que, al decirle a un compañero que era de Mieres, me dijera: «¡Madre mía, nunca vi pueblo tan feo! ¡El río negro!». Yo fue ahí cuando fui consciente de que los ríos bajaban negros. Vamos, consciente… Lo sabía, obviamente: en el MC hicimos campañas. Hubo una que hicimos en el río San Juan con cañas de pescar. Pero no me daba cuenta de que eso pudiera dar tan mala impresión a un visitante. Te parecía que era parte del paisaje. En fin. Como aquí no se invierta, como no haya de nuevo industria, no sé por dónde puede venir población.
«Alucino con algunas cosas que pasan. Ves que se hace una mesa redonda sobre prostitución y dices: pero ¿dónde están las prostitutas?»
¿Cómo estás viviendo los conflictos que atraviesan en este momento al movimiento feminista?
Con mucho dolor. Dividido, el movimiento feminista es verdad que estuvo siempre, pero creo que ahora especialmente. Con el tema de la ley trans, con el tema de la prostitución… Yo no doy crédito con algunas cosas que pasan. Siempre dije que a los primeros que hay que escuchar es a los implicados en el tema. Si no escuchamos a quien tiene el problema, mal se lo vamos a poder solucionar. Y cuando leo, hace unos años, que en la Universidad de Santiago de Compostela unas chicas intentan hacer una mesa redonda con prostitutas que defienden su condición de trabajadoras sexuales, como ellas se autodenominan, y aparecen las feministas históricas y le dicen al rector que eso no puede ser, y suspenden la charla… No daba crédito. De verdad que no daba crédito. O cuando ves que se hace una mesa redonda sobre la prostitución con abolicionistas, con Amelia Valcárcel, con no sé quién más, y dices: «Pero ¿dónde están las prostitutas? ¿Cómo se puede hablar de un tema sin contar con los implicados?». Y diciendo mentiras. Hablan de la prostitución como trata. Y claro que yo estoy en contra de la trata, ¿cómo no voy a estar en contra de la trata? Cualquiera con dos dedos de frente tiene que estar contra la trata. Pero no seáis tramposas, ni mentirosas; no confundáis a la gente: la trata es una cosa y el trabajo sexual o prostitución de mujeres que quieren ejercitarlo es otra. ¿Qué quieres que te diga? Pena.
¿De la ley trans estás a favor?
Claro que lo estoy, ¿cómo no voy a estarlo? Se le está dando una caña al movimiento trans, se la están dando la derecha y la extrema derecha, pero también algunas de estas feministas históricas, que es una vergüenza. Yo quedo alucinada.
Pues acabamos, Ana. Un placer.
¡Muchas gracias!