«Me pegué con los grises y los marrones, pero quienes me quisieron matar fueron los azules»

Entrevista con el sindicalista Manuel Sánchez Terán, cabeza de las emblemáticas movilizaciones de los noventa contra los despidos en Duro Felguera, que incluyeron un encierro en la torre de la catedral de Oviedo.

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Pablo Batalla
Pablo Batalla
Es licenciado en historia. Colabora con medios como La Marea, Público o Jot Down y es coordinador de El Cuaderno. Es autor de 'Los nuevos odres del nacionalismo español' (2022).

Si uno escucha las palabras «Duro Felguera», es muy posible que, en su cerebro, retumben consecuente, involuntariamente, las palabras «resistencia obrera». Dixebra hizo famosa hasta tal punto su canción sobre los trabajadores de la Duro; sobre su lucha y su encierro, durante un año entero, en la torre de la catedral de Oviedo, en un gélido habitáculo que hicieron suyo, al que llegaron a subir una bici estática o dos pollos de mascota, y al que, durante aquel casi año, irían a visitarlos, como a santos estilitas, desde las Madres de la Plaza de Mayo hasta las cámaras de Canal Plus. Corrían los años noventa y, a contracorriente de la revolución neoliberal, peleaban con saña pluriforme una suerte de contrarrevolución a pequeña escala, que apelaba a la tradición de tres generaciones de langreanos trabajadores de la Duro. Cargaban, no solo contra la empresa o las instituciones cómplices, sino también contra los sindicatos, de los que consideraban que les traicionaban. Tenían un apoyo curioso: el del arzobispo Gabino Díaz Merchán, del que se hizo célebre una foto suya agarrando un gomeru, en una reunión con ellos. Manuel Sánchez Terán (Langreo, 1958), escalador, lector de Krishnamurti y de los taoístas, fue su cabeza, si es que tuvo una este conflicto de aroma anarquista. Con él hablamos, también, de su indignación contra un documental de 2006 del que sentían que, como un trasgo benjaminiano, les hurtaba la memoria diciendo reivindicarla.

Manuel Sánchez Terán en la playa de San Lorenzo de Gijón. Foto: David Aguilar Sánchez

Manuel: naces en Langreo en 1958.

Nazco en Ciañu; más concretamente, en una localidad anexa a Ciañu, una zona rural de ahí al lado: El Cadavíu, La Moscosa…

¿A qué se dedicaba tu familia?

Mi padre trabajaba en la Duro, y mi madre, pues nada: como zona rural que era, teníamos vacas, gallinas…, y ella se ocupaba de eso.

Aquella figura, tan de las Cuencas, del obrero mixto.

Claro, porque no daba más de sí aquello. Era necesario.

¿Familia de origen no asturiano? Tus apellidos, sobre todo el Terán, no parecen muy de aquí, ¿no?

Tanto mi padre como mi madre eran de Sevares, en la zona de Arriondas. Vinieron a la Cuenca atraídos por el trabajo en la fábrica. Por parte de mi padre, la familia era asturiana. Por la de mi madre, mi abuelo, que vivía en Sevares, se había casado con una asturiana, pero era originario de Liébana, y de ahí viene el Terán.

¿Cómo era aquel Langreo de tu niñez?

Me desplazaba todos los días de mi casa hasta el colegio. Estudiaba en el colegio de los Hermanos de La Salle, en Ciañu, a dos kilómetros, e iba por una carretera de la que a veces pienso que tentábamos mucho a la suerte, al riesgo. Era una carretera frecuentada por los camiones de los pozos de la zona: Samuño, La Nueva… Y bueno, lo típico de la época, ¿no? Una época muy dura, muy difícil. La gente tenía que trabajar mucho. Mucha conflictividad, también. Por otro lado, todo aquello te imprimía carácter, te hacía más resistente. Después, había otra conflictividad distinta, que era la de la droga. Yo, en eso, tuve suerte. En mi casa me influyeron para que no tuviese mucho contacto con ese mundo o lo evitase, y, por otra parte, a mí tampoco me atraía mucho. Siempre me atrajeron mucho más la montaña, el aire libre…

¿Tu familia estaba politizada?

Mi abuelo, justamente el que vino de Liébana, en su día, antes de la guerra civil, había formado parte de una serie de organismos del partido socialista, y murió después como represaliado en un penal de Huelva. Pero mis padres, no; no especialmente.

Entras en Duro Felguera con catorce años.

Sí. De aprendiz.

¿Cómo es esa experiencia del aprendiz?

Dura. Al principio, el primer año, trabajábamos cuatro horas, y lo compatibilizábamos con el estudio en la escuela industrial. Y trabajabas. La empresa siempre estaba exigiendo trabajos que ya eran de cierta responsabilidad. Éramos una mano de obra barata. Aprendíamos de los oficiales.

Una época en la que la normativa laboral y su aplicación brillaban por su ausencia, ¿no?

Bueno, a ver… La Duro —y digo la Duro porque los trabajadores de la empresa siempre la llamamos así, con nombre de mujer, de dama decimonónica— tenía y tuvo siempre una formación sociopolítica del trabajador importante. Se trabajaba muchísimo la asamblea —y aquí viene uno de los elementos importantes de nuestra movilización—. Los trabajadores que formaban parte del Comité de Empresa, evidentemente, estaban afiliados a Comisiones, a la UGT y algo a la CNT, pero había una filosofía vocacional de potenciar el Comité de Empresa más allá de las secciones sindicales. El movimiento asambleario siempre fue muy potente, y allí se luchó muy, muy duramente. Te puedo contar una anécdota. Cuando entro de aprendiz a trabajar, coincide con una reivindicación muy potente del convenio colectivo; con una huelga en la que se planteaba mejorar bastante las condiciones de los aprendices. Cobrábamos al mes algo así como tres mil pesetas que luego subieron a cinco mil. Y recuerdo a un paisano que vino a verme y me dijo: «Guaje, ya tas cobrando algo, ¿eh? Antes no cobraben nada los aprendices, pero ahora ya cobráis algo. Pero no lo gastes too, que tas en la Duro, y aquí ye difícil acabar el mes sin una huelga». Eso ya te estaba marcando. Te formaban, te imprimían el carácter del trabajador de la Duro, que siempre fue muy reivindicativo, con lo cual la normativa laboral se peleaba desde el primer momento.

¿Había un orgullo de trabajar en la Duro; algo equivalente a lo que te cuentan los trabajadores del naval del orgullo de hacer barcos, o los mineros del orgullo de la dureza de su trabajo?

Había mucha profesionalidad. Estabas en un taller metalmecánico de ajuste y hacías maquinaria de precisión. El trabajador de la Duro era muy profesional, muy formado, y en ese sentido, sí. Se sacaba pecho, estabas orgulloso, te sentías a gusto haciendo las obras que se hacían, que eran obras complicadas. Por otra parte, ese componente de lucha poderosa. Estábamos en un sitio donde constante y permanentemente se evolucionaba, y se hacía por ello.

La Felguera no era una ciudad con una empresa, sino una empresa con una ciudad. Había crecido en torno a la Duro.

¡Hasta el nombre de La Felguera se debe a la Duro! Pedro Duro Benito llega a Asturias buscando dónde hacer una fundición. Evidentemente, lo que buscaba era agua y energía fósil. En un primer momento, piensa en Noreña, en El Berrón… Pero, paseando por la zona que después sería La Felguera, ve El Praón y dice: «Aquí es». La gente, allí, se dedicaba a la agricultura. De Langreo salían más avellanas y escanda que carbón. Pedro Duro tuvo que litigar muy duramente, y transformó totalmente la forma de vida y la idiosincrasia de aquella zona, de aquella gente.

Lo de La aldea perdida de Palacio Valdés. La Asturias negra que reemplaza a la Asturias verde, y que también se volverá una Asturias roja.

Sí, sí. No es de recibo que, tres generaciones después, la Duro diga: «Me voy, y ahí os queda la tierra quemada». No, porque tú viniste: nadie te fue a buscar. Tienes una responsabilidad. Y hay que reconocer que Pedro Duro no solo le da el nombre a La Felguera, sino que, después, le da un desarrollo, trae vida, Langreo llega a tener casi setenta mil habitantes. Pero la Duro transforma la idiosincrasia, la forma de vida, las costumbres, y luego se va dejando aquello como un solar, intentando, a última hora, hacer un pelotazo urbanístico sin precedentes, que no se hace por nuestra lucha, porque nosotros lo desenmascaramos. Con representantes del partido socialista implicados, por cierto: después hablaremos de ello. La Duro siempre ha estado dentro de los centros de poder y de toma de decisión, y sigue estándolo. Hace la misma jugada cíclicamente. La acaba de volver a hacer, y seguirá haciéndola.

¿La jerarquía de la empresa se convertía en la jerarquía de la ciudad?

Hay determinadas anécdotas que lo ilustran. Los trabajadores, en origen, vivían en la fábrica, que era muy paternalista, muy controladora. Ya desde las Cortes de Cádiz hay informes de Pedro Duro Benito presumiendo de que, en su ámbito de empresa, no existían sindicalistas díscolos, ni «esa gente que consigue alterar la vida de los trabajadores». Los trabajadores dormían allí, en la fábrica, en una cama que no enfriaba. Los turnos eran de doce horas y, cuando salía un trabajador de la cama, entraba otro. Incluso estaba establecida la comida, los menús: una sardina salona, no sé qué, tal. Había capilla, había un botiquín… Todo estaba dentro de la propia Duro. Eso crea una forma de ser y de pensar de la zona. Los ingenieros, gente de la fábrica, dirigían determinads entidades culturales. Y hay otra anécdota que ilustra muy bien este tema: la estatua de Pedro Duro Benito que está en el Parque Viejo se fundió en la fábrica, y no podía ser superada por ninguno de los edificios de La Felguera.

Tenía que ser siempre lo más alto que hubiera en La Felguera, ¿no es así?

Sí, sí. Eso nos da a entender un poco cómo era aquello.

Cuando tú entras a trabajar en los talleres de Barros, están dedicándose a construir piezas para una planta de enriquecimiento de uranio que Eurodif iba a desarrollar en Marsella.

Cuando entro yo, no; todavía no. Empezaba a hablarse de ello. Pero sí. Ese es un punto de inflexión. La historia de la Duro son ciclos; ciclos muy determinados por la proximidad al poder. En su día, se decía que Duro Felguera podía cambiar ministros. Siempre se ha movido como pez en el agua en los centros de poder de cada momento. Hacia 1870 hay una gran expansión que hace que la Duro controle todas las minas. Tiene las minas y la siderurgia. Lo tiene absolutamente todo monopolizado. Como si tú tienes una empresa de agua, una estación eléctrica, fabricas la electricidad y vendes las bombillas, jugando con el precio de uno y de otro, y tienes un oligopolio.

Esas petroleras que tienen la refinería, las gasolineras… y también los medios de comunicación que cuenten las cosas como a ellas les interese.

Eso es. Duro Felguera era así. Tenía la siderurgia y tenía cuarenta mil mineros. Explota y explota y explota esa situación hasta que, en un momento dado, tanto la siderurgia como la minería requieren inversiones. Hacia 1960, una serie de factores marcan la necesidad de modernizar, de invertir. Y la Duro saca el libro gordo de la Duro, su forma típica de proceder. En un momento en el que hay gente de la dictadura próxima a Duro Felguera —siempre esa conexión con la política del momento—, se deshace de las minas y de los cuarenta mil mineros, que pasan al Estado, y el Estado crea HUNOSA. Duro Felguera recibe, a cambio, un montón de dinero.

Habiendo entregado chatarra; un parque de instalaciones obsoletas y necesitadas de inversiones.

Lo que entrega es chatarra, sí, sí. ¿Llega el momento de la siderurgia en los años setenta, cuando se crea UNINSA con Fábrica de Mieres y Duro Felguera? Lo mismo. Se deshace de miles de trabajadores y entrega la chatarra a cambio de dinero. Duro Felguera siempre ha ido por delante prácticamente en todo. Por eso digo lo del libro gordo: hay una especie de manual, de forma de proceder, que consiste en ir viendo por adelantado las cosas y dónde es más fácil obtener más beneficios con menos problemas. En aquel momento, ve que la siderurgia y la minería requieren inversiones y están creando problemas y se pasa a otros mercados emergentes, con beneficios más suculentos e inmediatos: la metalmecánica —calderería, ajuste, mecanización— y el naval. La máxima es siempre esa: emergente, beneficio inmediato y hacer caja. Y con cada cambio de ciclo, siempre desaparece mágicamente la liquidez y tiene que venir el Estado a rescatar. La Duro es muy habilidosa en eso, en la complicidad del Estado. Hasta cambia planes urbanísticos. Donde están los talleres de Barros iba a haber un parque, y eso se cambió para favorecer a la Duro.

En un momento dado, se ve uno de esos mercados emergentes, beneficiosos rápidamente, en la energía nuclear.

Sí. Hay un boom de eso, y Duro Felguera se lanza a él como a todo negocio emergente. Hace una nave nueva, monta una tecnología específica para eso. Nos ponemos a hacer los llamados PSKs: purificadores de uranio. Y la Duro piensa que eso va a dar para treinta, cuarenta, cincuenta años. Nadie pensaba que, en Irán, iba a haber un Jomeini que iba a hacer una moratoria nuclear, que eso iba a empezar a reventarlo todo, y que de la noche a la mañana te encontrarías con que, ¡hostias!, hasta aquí. Luego, hay una cuestión que yo reflejo en un informe que elaboro cuando estoy en el Comité de Empresa. Es cuando nos van a preparar el expediente de extinción. En un momento dado aparece algo que entonces era novedoso: las empresas de consulting. Duro Felguera te traía empresas de consulting, las que quisieras. «Vamos a contratar a una empresa de consulting para hacer un diagnóstico». Si me das lentejas y me dices que tengo que hacer una paella, pues haré una paella de lentejas. Nosotros, entonces, decimos: «No, no, el informe lo vamos a hacer nosotros, no quien tú me digas». Fue un trabajo estajanovista, porque no había ordenador, había que hacerlo a máquina de escribir, y hubo que improvisarlo en cosa de tres semanas. Duro Felguera dijo: «buah, ¿un Comité que se compromete a hacer un informe? Los pillo pero que vamos». Después se cagaron en nuestra madre. Lo que no sabía la Duro era que había ya un equipo de gente anterior muy luchadora que había estado en el Comité de Empresa, que tenía capacidad y ganas de hacer un trabajo de investigación potente, y llevaba tiempo recopilando información y datos. Bueno, pues en ese informe señalamos dos cosas que veíamos. Una era la prepotencia empresarial de que Duro Felguera, pensando que «la clientela siempre va a venir a mí, porque tengo un nombre, una credibilidad, un prestigio y una forma de trabajar», había abandonado mucho el equipo comercial. Cuando hay esa crisis de la energía nuclear, la pillan con el pie cambiado y acomodada, sin equipo comercial. Y ahí empieza un poco todo el proceso que conduce al expediente de extinción nuestro.

¿Cuál era tu trabajo en la Duro?

Yo era fresador. El fresador, como sabes, trabaja en una máquina, mecanizando piezas. Yo, concretamente, trabajaba en una máquina especializada en hacer engranajes. Estuve también con otras máquinas, pero, sobre todo, con una suiza, que era acojonante; una especie de control numérico, pero mecánico. Un reloj suizo, una máquina fuerte y tal.

¿El trabajo era peligroso? ¿Había accidentes, muertes…? ¿Cuál era el grado de inseguridad?

No era un taller especialmente dado a la siniestralidad laboral. La había, pero eran unos talleres de mecanizado que en su época fueron de los mejores de Europa. Se habían hecho en el año setenta y cuatro, aproximadamente, y ya estaban bastante bien preparados con el tema de la seguridad. Había accidentes, pero no muchos.

Manuel Sánchez Terán en la playa de San Lorenzo de Gijón. Foto: David Aguilar Sánchez

Vamos con el conflicto. En los ochenta, los talleres de Barros siguen teniendo mucho trabajo, pero empieza a haber complicaciones; empezáis a notarlas. Se empieza a evolucionar hacia la financiarización, la especulación, la subcontratación y la filialización: cada división, una empresa con entidad jurídica independiente. Hay un intento de cierre de la División de Fundición y su posterior traslado a Avilés como una nueva empresa denominada Diasa que ya genera conflictividad. «La anulación de este proyecto», contabas en una columna contra el alcalde de Langreo hace tiempo, «nos costó muchos días de huelga, varios encierros en el Ayuntamiento de Langreo y la acusación particular por parte de una concejala del PSOE de haberla golpeado. (Este hecho supuso que por primera vez en España se aplicase la ley antiterrorista a un sindicalista)».

Sí. Estamos hablando del ochenta y siete, ochenta y ocho. Duro Felguera estaba llevando a cabo el desarrollo de la filialización. Nosotros promovemos un conflicto colectivo contra esa filialización, y lo planteamos muy bien. No sale adelante por una traición sindical: un abogado de Comisiones Obreras que, después, llega al Tribunal Superior de Justicia de Asturias; un abogado que se llamaba… No me sale el nombre. ¿Se llamaba…? No me sale. Bueno. Dice que se le pasó un plazo. ¿Cómo se les puede pasar un plazo? De esas traiciones tuvimos muchas en los años siguientes. Pues nada, eso: a nosotros no nos tocaba, porque a nosotros nos dejan para el final, pero ya lo veíamos venir, y ya empezamos antes de que nos tocara a operar contra la filialización. Una de las primeras que se materializa es Felguera Melt a través de ese proceso que tú cuentas. Nosotros promovíamos presiones en el Ayuntamiento, le exigíamos que se posicionara, pero ¿cómo se iba a posicionar, si el Gobierno central y el regional eran del mismo signo, y estaban a favor de…? Entonces, bueno: en una de esas concentraciones dentro del Ayuntamiento, un compañero va a empujar con una pierna un banco, un fotógrafo le saca una foto y tal parece que le está dando una patada a la concejala aquella. Pero no es lo que parece en la foto.

Se van desmantelando talleres, tú dices que se les hace funcionar mal adrede, y se van haciendo expedientes de regulación de empleo.

Es la otra cosa que señalamos en aquel informe. El taller de mecanizado, que era la joya de la corona, había empezado a descabezarse, y eso indicaba una intención clara de ir eliminándolo. Se había ido expulsando a una serie de ingenieros y de gente que se había ido para el País Vasco, para Euskadi, y la intención aquella se confirmaba cuando, en el expediente, la gran mayoría de la gente eran los mejores profesionales. Blanco y en botella: lo que estás haciendo no es tanto un expediente de extinción de contratos como acabar con la viabilidad del proyecto de los talleres de mecanizado. Para ver esto, tenías que currártelo mucho, ¿eh? Tenías que ser muy perceptivo; haber conocido un poco la evolución de Duro Felguera, cómo trabajaba y esas señales sutiles que te va dejando por el camino y que te hacen decir «oh, oh…».

Hubo lo que tú llamas un Duromocho: la operación Eurometals.

Duro Felguera, como decía, contaba siempre, siempre, con la ayuda y el beneplácito del poder establecido. Recuerdo a Paz Fernández Felgueroso, consejera de Industria, amenazándonos junto a [Laudelino] Campelo y compañía —que eran los que después iban a hacer el pelotazo urbanístico en Langreo—, diciéndonos que o llegábamos a un acuerdo o que, si no, nos atuviésemos a las consecuencias, porque estábamos impidiendo la reindustrialización de Langreo. ¿Qué pasa? Nosotros nos vamos oponiendo a los distintos expedientes que se suceden en los ochenta, y lo vamos argumentando. La pelea es tremenda. Y Duro Felguera, de repente, dice «tengo un problema endémico en los talleres», y coincidiendo con Paz Fernández Felgueroso en una convención de empresarios en Nueva York, entre copa y copa de champán, se les ocurre inventarse que tres chatarreros —tal cual— van a venir a hacer una inversión de cuarenta mil millones a La Felguera, a través de los talleres de Barros, para hacer piezas de la aviónica; competir con la British Aerospace y la McDonnell Douglas. Esta es una cuestión muy importante, que se ningunea en el documental de Lucinda Torre; una traición que es el origen del expediente.

«Nos agarramos con uñas y dientes al artículo 44 del Estatuto de los Trabajadores: subrogación de derechos e intereses»

Más tarde te preguntaré por vuestra indignación con ese documental.

Más tarde hablamos de ello, sí. Bueno. Paz Fernández Felgueroso vino a la Duro Felguera a presentarnos aquello que además hace coincidir con la filialización, mira tú la jugada. Acabábamos de salir de un expediente de extinción de contratos pactado con los sindicatos a finales de los ochenta y había una parte no escrita de esos acuerdos que se estaba desarrollando, que nosotros no conocíamos porque fue tratada en las altas esferas. Vienen todos a tratar de convencernos. Los sindicatos, reuniones, el PSOE, Paz Fernández Felgueroso, amenazas, la Duro, todos. Yo soy nuevo en el Comité de Empresa. Recuerdo las reuniones en Oviedo, en una mesa grande en la que me ponían en una esquina y me ninguneaban. Hablaba al final. «A ver, que hable el de la esquina; que tire el córner». Yo iba planteando cuestiones. Decía: «Bueno, si esto es así, yo quiero verlo. Quiero ver el proyecto. Quiero ver planos». «No, es que las piezas están en un puerto de no sé qué…». Una milonga. Aquello metía miedo. No presentaban nada. Y nosotros nos cerramos en banda. Digo: «Subrogación de derechos y obligaciones, artículo 44 del Estatuto de los Trabajadores». Y ahí nos agarramos con uñas y dientes. De por medio, hay una película. El broker que había constituido la sociedad, un sociedad que se iba a endeudar en cuarenta mil millones, el quince por ciento a fondo perdido, y para la que se había aprobado ya una partida de tres mil millones en el Boletín Oficial del Estado —lo tengo por ahí—, la podía constituir con diez millones de pesetas. Tela. Ladislao Vajda, el hijo del director de Marcelino, pan y vino, la película, me vino a ver, y te puedes imaginar. Me ofrece de todo, me dice de todo.

¿Sobornos y así?

A mí, durante el conflicto, me temblaron las piernas varias veces. Esa fue la primera. Bueno. La lucha sigue. Ellos fuerzan la máquina. Los sindicatos firman el documento. Pero yo, como representante del Comité de Empresa, no firmo.

Y lo pasas mal en Langreo, ¿no? Te he oído contar que estuviste días encerrado, sin salir de casa, porque la gente te acusaba de impedir la reindustrialización de la comarca. Hablas, incluso, de amenazas de agresiones físicas. Pero terminas consiguiendo que el Comité de Empresa no firme.

Lo paso mal, lo paso mal. Lo paso muy mal. Ellos firman y la empresa dice «vale, el acuerdo está alcanzado, pero a mí no me servirá del todo hasta que no vea…». La empresa, por entonces, era mucho más conocedora de la situación, y se temía cosas. Sabía que yo no estaba solo. Que tendría que pelear con los trabajadores, ganármelos en asamblea, pero que, si la ganaba —y podía ganarla—, los trabajadores iban a ir a una. Yo vuelvo para Langreo y explico un poco la situación. Es difícil que ellos lo entiendan, evidentemente. Explicarme, analizarlo, que lo puedan asumir, requiere tiempo. La asamblea duró siete horas. Yo explico que me temo que el proyecto no existe; que no existe ese proyecto por mucho que el Boletín Oficial del Estado diga que ya están aprobados tres mil millones, y que va a haber quince de subvenciones, y que la inversión total va a ser de cuarenta mil. Ellos jugaban con eso: «¡Miradlo! ¡Ya hay una partida de tres mil millones!». Lo que me temo, y explico que me temo, es que nos podemos encontrar con que están troceando la empresa en filiales que, de la noche a la mañana, son entidades jurídicas independientes; con que seamos trabajadores de Felguera Construcciones Metálicas, y cuando llegue el momento nos encontremos con que eran tres chatarreros y estemos en una chalupa en alta mar y no tengamos nada; con que nos hayan despedido gratis. Venderlo todo segmentado y, una vez vendido, ahí te quedas. Todo esto es una situación completamente nueva: nadie ha vivido eso antes en ninguna empresa; que vengan, sabedores de que no existe proyecto, los sindicatos, el PSOE, el Gobierno, la empresa, todos, a presionar a los trabajadores y a apretarlos durante meses y a venderles una milonga. Bueno. Siete horas. Los sindicatos por un lado y yo por otro, delante de la mesa de negociación. Durísimo. Ataques de todo tipo. Los trabajadores preguntando, atacando, disparando a todo lo que estaba allí. Pero al final consigo que, de alguna manera, todo quede aplazado y pendiente, y que tengan que presentar el proyecto definitivo antes de aceptar nada. Si no presentan el proyecto, nos aferramos al artículo 44; y en todo caso, con el proyecto tiene que haber subrogación de derechos y obligaciones. Volvemos para Oviedo y planteamos todo eso.

Y entonces cae todo el castillo de naipes.

Se derrumba todo, todo se descubre. Este Ladislao Vajda, después, monta otro proyecto similar; va para Navarra con la milonga. Era un bluf, una mordida. Bueno, no te lo pierdas: ya presentaban planos del nuevo Langreo, porque yo planteaba una serie de cuestiones, como que, vamos a ver, ¿por dónde van a salir las piezas de los aviones? Entraba un poco en el debate y la discusión. ¡Es que no tenía consistencia el proyecto! Pero me decían: «¡construiremos un puente!». Y yo: «¡Si el puente vale más!». «Construiremos un puente, y lo llamaremos puente de Terán». Se mofaban, hacían este tipo de bromas.

Entonces viene el expediente de extinción de empleo puro y duro. La Dirección General de Trabajo, con Soledad Córdoba al frente, se pronuncia a favor. 183 trabajadores del taller de Barros y 49 de Felguera Melt, filiales del grupo.

Sí. ¿Qué sucede? Sucede que esa firma de los sindicatos, la empresa la coge y de ahí arranca el expediente de extinción de contratos. Eurometals, con la firma de los sindicatos y de la Administración, propicia el expediente. Eso es fundamental. Al final son los sindicatos los que nos despiden. Duro Felguera propone y el PSOE me despide, porque [Luis Martínez] Noval, el ministro de Trabajo, era asturiano, y todo su equipo era asturiano. Soledad Córdoba, en su comparecencia en el Senado, reconoce que en su mesa se negoció traición a traición, pero que nosotros no nos dejamos convencer. Eso lo reconoce ella en el Consejo Económico y Social y en la comisión parlamentaria. Bueno. Duro Felguera presenta el expediente el uno de enero del noventa y dos. Nosotros decimos: «Bueno, pues que sepas que con las doce de la noche del treinta y uno de diciembre del noventa y uno…». Para que te hagas una idea de por dónde iba la lucha, y de cómo íbamos generando alternativas y sistemas nuevos de enfrentar el problema. «Bueno, pues que sepas que con las doce de la noche del treinta y uno de diciembre del noventa y uno, con la última uva, no hay Comité de Empresa». «¿Cómo que no?». No, porque el Comité de Empresa no era de Felguera Construcciones Mecánicas, que el uno de enero constituyes, sino de la división equis de Duro Felguera, Sociedad Anónima. Ahora, tienes que hablar con cada uno de los afectados; cada uno de los afectados es un interesado para negociar el tema.

A veces, en la lucha, interesa el «todos a una», y a veces el separarse y ser individuos sueltos.

Tienes que ser muy dinámico. El dinamismo, la inventiva, la imaginación que le echamos a todo, fue fundamental. ¿Qué hacen ellos? Generan un mecanismo que es a través de empresas de self service: hacer llegar el expediente a cada uno de los afectados. 196 cartas, 196 expedientes. Yo, en aquel momento, ya me tenía ganada a la asamblea. Digo a los trabajadores: «Tenéis que intentar no estar en casa y que ningún familiar recoja nada ni firme por vosotros. Tenéis que estar ilocalizables». Empezamos así una lucha que no te creas que fue de un mes: ¡fue de un año y pico! De enero del noventa y dos a agosto del noventa y tres.

El gato y el ratón.

La empresa no pudo. Tuvo que desistir de presentar el expediente así. Mientras, el rosario de expedientes anterior, que te comentaba que nosotros informábamos en contra, la Dirección Provincial de Trabajo de Asturias del último ya dice: «sí, confirmado. Todo el rosario de expedientes no persigue solucionar el problema, sino tratar de, con él, irse a una situación en la que se pueda decir “ahora queda el definitivo”». Y los deniega. Se la juegan. Duro Felguera, viendo todo este problema —porque a la vez luchábamos de esa manera contra el expediente presentado y de otra manera contra otros nuevos, porque ella presentaba otros expedientes de regulación—, lleva el expediente a Madrid a la Dirección General de Trabajo. Contrata al gabinete Sagardoy-Enterría, que había elaborado el Estatuto del Trabajador y parte de la Constitución, y se encuentra con una directora general que, con los años, descubres que estuvo de directora general de Trabajo con seis legislaturas distintas, fueran del PP o del PSOE. ¡Se la mantenía! Javier Arenas, con los años, le da una satisfacción, porque dice un día: «Pero ¡cómo es esto! ¿Qué hace aquí una directora general nombrada por el PSOE? ¡La tenemos que cesar!». Y le dicen: «No, no, cállate la boca, que es la que nos cocina todo». Yo fui a la Dirección General de Madrid a exponer todo el problema con un representante sindical, y aquello fue nauseabundo. Lo que allí experimenté fue nauseabundo. Matilde Alcaraz me hace unos comentarios que me voy a guardar, porque me resultan insultantes; un intento de halagarme, pero de una manera que no procede. Y en un momento dado, cuando termino de hablar, dice [Francisco Javier] Suárez Vallina —de Comisiones Obreras, que vive todavía; de aquí, del naval de Gijón—: «Has terminado de hablar tú. Sale, que ahora voy a hablar yo». Así. Si yo tenía alguna duda de con quién estaba, ese día se me disipó; vi la mano que mece la cuna.

Manuel Sánchez Terán. Foto: David Aguilar Sánchez

¿Qué ocurre entonces?

Preparo la marcha del noventa y dos a Madrid, sabiendo ya que estaba preparando, que tenía que preparar, a los trabajadores para aguantar y resistir psicológicamente; que aquello iba a ser duro. Ahí, ellos cometen un error. En marzo del noventa y dos intentan sacar precipitadamente el expediente. Yo lo veo y, entonces, promuevo un encierro del Comité de Empresa en la torre de la catedral; el primero. Estando allí dentro, donde estamos una semana, me leo la resolución, que no había tenido tiempo de leerme. Y empiezo a ver colorines. Me fijo en que Celaya Monje, que era el secretario de la Dirección General de Madrid, dice: «El centro de trabajo de Cartagena…». Digo: «Eh, eh, ¿tenemos un centro de trabajo en Cartagena y no lo sabíamos? Tengo que hablar con la Inspección de Trabajo de aquí». Voy para allá. «¿Qué pasa?». «Esto». «¿Qué dices?». Estos ya estaban moscas también con la Dirección General de Madrid, porque ellos habían denegado el expediente, y Duro Felguera lo había sacado de aquí y lo había llevado a Madrid. Había sus tensiones ahí dentro. ¿Qué pasaba con lo de Cartagena? Pues que lo nuestro se había negociado a la vez que lo de la fábrica de Santa Ana de allá. Ay, amigo: ahí se descubre todo; ahí llego a entender cosas que vi en Madrid. ¡Aquello era un mercado persa! Entre regalo y regalo —regalos caritos—, se negociaban cambios de cromos. «Este expediente que para mí es incómodo, te lo voy a aprobar, pero entonces el de Santa Ana, donde tengo un mayor índice de afiliación e intereses sindicales, me lo vas a parar». Pim, pim. Todas estas cosas, al final se hablan así. Nosotros fuimos el cambio de cromos en el momento de Santa Ana, todo se habló a la vez y este Celaya Monje se lio y metió ahí la referencia a Cartagena. Salvamos aquel match ball por un defecto de forma.

«Digo a todos: “Mirad, cuando esto empiece, solo os pido una cosa: todos los carnés a un cajón. Ya lo sacaremos cuando esto termine”»

Duro Felguera se ve, entonces, obligada a presentar nuevamente el expediente.

Sí. Nos oponemos. Los sindicatos, que ya están pillados, se ponen de perfil: «lo que vosotros digáis». Ya, ya, sí, sí… Mientras tanto, siguen negociando por detrás, cosa que no es que la diga yo: la dice la realidad, lo dice Soledad Córdoba en la comisión parlamentaria, dice «esto fue negociado con estos señores en mi despacho y estos otros no se presentan». Llegamos al noventa y tres. Discurre el noventa y tres. Yo me temo lo peor. Verano del noventa y tres. Esto viene, esto viene ya. Hay que luchar judicialmente, sindicalmente y en la calle; a todos los niveles. A la salida de nuestro encierro en la catedral vienen los compañeros de Felguera Melt, que ya habían entendido que era un engaño lo que ellos tenían, una inversión que había habido y con la que de mano estaban muy agusto, y que necesitábamos la unidad. Estábamos juntos. Hasta entonces, yo no había sido capaz de crear un comité intercentros, aunque lo intenté. Ahora, estamos unidos. Y yo les digo a todos: «Mirad, cuando esto empiece, solo os pido una cosa: todos los carnés a un cajón. El que tenga un carné, el que sea, a un cajón. Ya lo sacará cuando esto termine. Hasta que esto no termine, como un solo hombre. Esa es la única posibilidad que tenemos».

¿Qué pasa después?

Verano del noventa y tres. Yo firmo las vacaciones, pero las firmo sabiendo que tenía un compañero de la sección sindical que era un traidor. En toda historia hay un traidor, y es mucho mejor tenerlo localizado que no saber quién es. Era el secretario del Comité de Empresa. Yo firmo las vacaciones y, en el local del Comité de Empresa, hago que lo vea, que lo sepa. Me iba a ir a los Alpes a escalar, con la familia. Cuando le digo que firmé, lo miro y él pone una cara de…, y sale. Sale a llamar a Oviedo. Cuando vuelve, me dice: «Ah, te vas de vacaciones, qué bien, tal». Le digo: «Sí. Me voy de vacaciones. Pero antes vamos a hacer una cosa». «Oh, oh, ¿qué pasa?». «Llama a Oviedo a la federación del metal y pídele a Guillermo Vallina una reunión urgente esta tarde». «¿¿Cómo??». «Sí. Una reunión urgente, compañero». Dice: «Vale, vale». Reunión urgente. Vamos para Oviedo. Le digo a Guillermo Vallina: «Estoy aquí porque sé que va a salir el expediente». «¡Hombre, por favor! ¿En qué te basas?». «¿En qué me baso?». Digo: «Mira, esto viene, ¿entiendes?, oliendo desde lejos. Llega agosto, la gente de vacaciones, se aplica y, a la vuelta de las vacaciones, se acabó el tema». «¡Hombre, vamos, lo que me faltaba! Buah, no sé qué». «Bueno. Solo te aviso de que hoy me ves aquí, pero, o estás conmigo, o el lunes me vas a recibir de una manera que ni te esperas». Salgo de allí y, con otro compañero, Campa, llamamos a otros tres compañeros. Digo: «Lunes a las nueve de la mañana en Oviedo. Ya os contaré». Cojo los aperos de escalada. Ya tenía visto, en reuniones a las que había ido cuando lo de Eurometals, que en la Dirección Provincial de Trabajo, allí en Santa Teresa, donde unas banderas, había un sitio perfecto; unos cáncamos en las columnas para poder asegurar bien. Vamos para allá. Les digo a los compañeros: «Vamos a entrar en la oficina. Tú, tú y tú abrís la puerta, entráis, le decís a la gente de la oficina que esté tranquila y quieta». Monto el tinglado, subo a la pared con Campa y digo: «Aquí nos quedamos y aquí vamos a estar hasta que llegue el expediente». Vino Vallina: «Ya te dije que me ibas a ver. El expediente que va a llegar, me va a llegar aquí; me lo van a entregar por la ventana». «¡Estás haciendo el tonto! Tú verás». Estuvimos allí tres días y tres noches.

«Hasta la llegada del expediente, éramos muy majos: marchas en bici, obras de teatro, camisetas… A partir de ahí, empezamos a quemar y a sabotear»

Y entonces llega el expediente.

Llega el expediente. Me lo dan, bajo y, con las mismas, me presento en el taller con los compañeros que había. Los de Felguera Melt estaban todos de vacaciones. Digo a los compañeros: «Bueno, esto está aquí». La mayoría de los paisanos estaban hundidos. Yo digo: «Si resistimos y nos preparamos, esto se lo haremos tragar». Empieza todo. Hasta entonces, éramos muy majos, porque hacíamos marchas en bici, obras de teatro, vendíamos camisetas… Éramos muy majos, pero a partir de ahí empezamos a quemar y a sabotear. Yo siempre dije: «Vosotros sois los que nos vais a indicar hasta dónde tenemos que llegar. Si sube, subimos. Si baja, bajamos. El estadio de actuación lo vais a marcar vosotros. Nosotros somos la tercera generación de langreanos de la Duro, no nos merecemos esto y, además, no hay derecho a que reventéis un proyecto industrial por buscar otro negocio». Estábamos en otro ciclo de Duro Felguera. En aquel momento, había dieciocho mil millones de liquidez que, como siempre, desaparecieron. La liquidez no se sabe adónde va; la Duro, de repente, se queda en bancarota y necesita ayuda. En aquel momento, Duro Felguera había decidido dedicarse a la subcontratación de obra y financiación a través de ingenierías, pero no a la mecanización directa, ni a la transformación directa. Especular. El mercado lo veía ahí: en especular. En América, en el Magreb, Argelia… La jugada era esa. ¿La jugada de ahora cuál es? Las renovables. Previamente, contrato a excargos del PSOE. Ahí dentro, hacen su trabajo: subvenciones, dinero, despidos, dinero igual, no se ponen ni sonrojados. Despides y te dan dinero público. En aquel momento, con nosotros, les costó mucho. Es el primer caso en dictadura y democracia en que se echa para atrás un expediente de extinción.

Empieza la pelea.

Empezamos la pelea. Pero mira, hay una parte del expediente muy importante, fundamental. En el año noventa y cuatro viene la reforma laboral más brutal que ha tenido este país. Seis años antes, la huelga general del ochenta y ocho había triunfado en el sentido de que había evitado una serie de cosas, pero gran parte de lo que evitamos en el ochenta y ocho se cuela, multiplicado por dos, en la reforma del noventa y cuatro, con los dos grandes sindicatos, Comisiones y UGT, sentándose por primera vez en el Consejo Económico y Social. Nosotros nos encontramos con que aquella reforma coincide con el devenir del expediente y con que somos probeta del despido libre colectivo casi gratuito que se intentaba imponer, y también de la laminación de la ley de libertad sindical. Se despide, se quiere despedir, a los sindicalistas díscolos que formábamos parte del Comité de Empresa. Felipe González, por cierto, un día que va a verlo [Juan Luis] Rodríguez-Vigil a Moncloa, cuando el tema del Duromocho, le dice: «¡No puede çêh! ¡An querío imponêh modelô de negoçiaçión!». Eso decía él. Nosotros decíamos: «No, no queremos imponer modelos de negociación. Somos parte de la estructura sindical, somos los afectados y no nos dejamos engañar». Bueno. Mira la trampa saducea que nos hacen, diseñada por los sindicatos, la empresa y Sagardoy-Enterría, donde recuerdo que se me dijera: «¡Cómo un indio de las Cuencas me va a decir cómo se interpreta el Estatuto del Trabajador, si lo elaboré yo! ¿Qué artículo 44 ni qué hostias?». Bueno. En el expediente aparecemos los sindicalistas del Comité de Empresa y dos liberados de la UGT que cobraban de Duro Felguera, para que no pudiéramos decir que estábamos solo los del Comité. Yo digo: eh, ley de libertad sindical. A mí no me podéis meter ahí. «Ah, vale, es un error. Te tenemos que quitar, porque lo marca la ley, efectivamente. Pero como son 232 y es lista cerrada, tenemos que meter a un compañero por ti». ¿Qué pasa? Si no acepto, estoy despedido, no tengo representación legal conocida y quienes pueden negociar y acordar son los sindicatos debidamente reconocidos, que era lo que ya estaban haciendo por la espalda, pero al final encontraban la traba puesta. La hay que eliminar. Si acepto, me quedo en la empresa, soy representante, pero quienes me van a pasar por las armas entonces son los compañeros, acusándome de salvarme yo a costa de ellos. «Cabrón, ¿qué confianza vamos a tener en ti, si a las primeras de cambio…?».

Ya.

Yo dije: «No, no, no. A mí me quitas, pero no puedes poner a nadie». Los otros se niegan. Sagardoy-Enterría se niega. Los otros sindicalistas estaban para eso también. Como yo me niego, ellos, esos sindicalistas liberados, una semana antes, se tienen que salir. Yo, que te conté antes que sabía que el expediente iba a salir por la traición de aquel compañero, lo sabía por otra cosa más, y era esa: una semana antes de la aprobación del expediente, a mí me filtran que han sacado de él a esos sindicalistas, lo que indica que la cosa es inminente. Aguantaron hasta el final, haciendo como que estaban como los demás, como que estaban como tú. Bueno. En aquel momento, se plantea un debate muy duro del que lo que sale es: asamblea autogestionaria en la calle, luchando día sí, día también; un envite muy fuerte del que a mí me dicen en la Dirección Provincial de Trabajo: «¡es que estás contra todas las instituciones, y esto nunca lo ha hecho nadie! ¿No pensarás que vais a poder…? Ya lleváis mucho baqueteado, tenéis muchas marcas, os habéis desgastado mucho en la pelea de los últimos años, y os queda la más gorda». Recurrimos al Constitucional, pero fíatelo largo. El proceso acaba en el noventa y siete, y estamos hablando del noventa y tres, y de que llevamos desde el noventa. Nosotros tenemos que estar abiertos a la negociación, pero presionando mientras tanto, con la presión que marcaran ellos. Vamos haciendo sabotajes, enfrentándonos a la policía. En un primer momento, nos aferramos a los talleres, nos quedamos con ellos, generamos encierros. En un momento determinado, bloqueamos Langreo, el paso de Villa, que no era como es hoy: aquello cerraba Langreo. Tuvimos Langreo cuatro días cerrado. Ellos nos dejaron para ver si Langreo se nos echaba encima; no cargaban contra nosotros. Allí, mientras tanto, ardió un camión de obras públicas cerca del cruce, un tren de la Renfe, una subestación de la Renfe, se saboteó un puente… Pero, lejos de Langreo echársenos encima, Langreo, por primera vez en mucho tiempo, estaba entendiendo a unos trabajadores sin representación legal, sin los sindicatos detrás, que peleaban por su futuro y el de la comarca. Convocábamos por prensa y aparecían quince mil langreanos. Eso, para ellos, fue un mazazo tremendo.

La cosa acaba con tres mil antidisturbios ocupando los talleres de Barros.

Yo, el diez de noviembre por la noche, recibo una llamada de un sindicalista: Berto Rubio, de Comisiones Obreras. Me dice que tres mil antidisturbios especiales, de la reserva, vienen de Zaragoza, de Vigo, de Valladolid, de Sevilla, hacia Langreo, para tomar los talleres, y que cree que debería encerrarme en los talleres con la gente y prepararme. A veces te dan noticias para que cometas un error. Yo me quedé en casa esa noche y me callé la boca.

«A los antidisturbios que venían a por nosotros, les habían estado poniendo películas de Rambo, diciéndoles que venían a reventar el huevo de la serpiente»

¿Consideras que era una trampa de Berto Rubio, no un consejo bienintencionado?

Tengo mis serias dudas. Creo que era una trampa. Si yo, esa noche, localizo a la gente que pueda y entramos a los talleres, nos revientan a hostias, masacran, nos mandan al hospital y al día siguiente llegan con el nuevo acuerdo por la espalda que habían pergeñado —un poco mejorado, ya el tercero— y nos lo hacen beber con pajita. Opté por no decir nada. Ver veremos. Al día siguiente, a las seis de la mañana, salgo de mi casa de la calle Adaro de Gijón como todos los días, para ir al taller, y veo que, en la puerta, tengo un coche patrulla de la policía, un coche blanco. Ese día descubriré el color azul, que hasta entonces no existía, pero el coche aquel todavía era blanco. Yo salgo caminando por la calle Los Evaristos a por el coche, que tengo aparcado en el garaje, y ellos vienen paralelos a mí. Yo ya dije: «Esto tiene relación con la llamada de anoche, seguro». Saco el coche, me están esperando fuera. Giro en Prendes Pando, salgo a la avenida de la Constitución por donde los juzgados y, ahí, hacen un giro de la leche y pum, hacen una señal, siguen de frente y un coche no identificable se pega a mí y va conmigo hasta Langreo. Cuando entro en Langreo por los túneles de Villa, ya veo por primera vez en mi vida un montón de furgonetas azules. Digo: «Hostias, ¿qué material es este?». Impactaba. ¡Un despliegue…! Llego abajo y, en el cruce, veo montado un dispositivo de diez de estas furgonetas en uve, cinco a un lado y cinco a otro, filtrando a toda la gente que llegaba cogiendo las matrículas. Tenían todas nuestras matrículas, y entonces, coche que llegaba y no era de la Duro, lo sacaban por un conducto; pero coche que era de la Duro, coche que pasaba. Para dentro, para dentro, para dentro, todos para dentro. Se aseguraban de que nos fueran a tener a todos aisladas, en una determinada zona. Las cinco entradas a Langreo estaban tomadas. A ellos les habían estado poniendo películas de Rambo, diciéndoles que venían a reventar el huevo de la serpiente y no sé qué más. Recuerdo a un subteniente que era el que venía dirigiendo el tema de los enfrentamientos diciéndonos: «A ûttedê…». Era andaluz. «A ûttedê çe lê acabó er quemâh, çe lê acabó, ûttedê tienen muxa cuenta que dâh, porque an çaboteao y dêttroçao muxô bienê públicô». ¿Qué hacer? Algunos compañeros estaban por pelear, pero yo digo: «Mirad: si a mí, hoy, me dicen que me agache y les bese la suela del zapato, lo hago». Contra tres mil tíos no podíamos. Iba a ser un baño de sangre. A las nueve de la mañana, fuimos para la sindical de La Felguera, hicimos una asamblea y allí fue donde decidimos el plan B: tendremos que funcionar de otra manera; actuar en células, por la noche. Aquella misma noche, ardieron tres sucursales del Central Hispano.

De la guerra a la guerrilla.

Eso es. Nos habían llevado a una situación en la que no podíamos dar la cara en campo abierto.

Manuel Sánchez Terán. Foto: David Aguilar Sánchez

Funcionáis de manera asamblearia y en el marco de este conflicto que tenéis con las dirigencias de UGT y Comisiones, llegan a producirse encierros en sedes sindicales. Encierros contra vosotros, contra una huelga general que convoca el comité de empresa en un momento dado, encierros vuestros contra ellos…

Hicimos el primer y único encierro que se da en toda la historia de Comisiones en la sede de Madrid. Harto ya de estar harto, de tantas traiciones y tantas historias y tantas movidas, dije: «Vamos a dejárselo claro a Madrid». Estaba Antonio Gutiérrez. Si pienso en Antonio Gutierrez…, ay, Dios mío. Bueno: acabó donde tenía que acabar, de parlamentario del PSOE. ¿Dónde iba a acabar? Era un submarino.

He visto en la hemeroteca de El Comercio estas declaraciones tuyas: «A Gutiérrez le veo como un sindicalista yuppie y estreñido. Cuida excesivamente la palabra por no molestar y esconde una ambición personal».

Sí, sí, porque aquel hombre se miraba muy mucho para ver qué decía. Que le pregunten a los trabajadores de FASA Renault qué pasó con su caja de resistencia antes de que Antonio fuese Antonio, el secretario general de Comisiones Obreras. Que se lo pregunten. Yo lo sé: me lo contaron. Bueno. Pues nada. Un autocar con cincuenta tipos. Nueve de la mañana, Comisiones Obreras, ras, ahí entramos. Me sale a recibir Agustín Moreno, el del Sector Crítico. «¡Hombre, compañero!». Con este, ya había tenido una pequeña enganchada. Me invitó a Madrid a dar una charla, estaba él. Yo dije: «A ver, lo del Sector Crítico es una pelea por sillas. Dejémonos de hostias. Contenido, ninguno». Pum, pum, pum. Datos sobre la mesa. «A ver si os enteráis de una vez. Ya vale de movidas, y a ver si el sindicato se pone del lado de quien tiene que estar y dice estar». «¡Policía, no sé qué!». Yo digo: «Lo que queráis. De aquí no sale ni Dios». Después de eso, pusieron guardia de seguridad, como la pusieron una vez que me colé en la Dirección General de Trabajo, entré hasta el despacho de Matilde Alcaraz, y dejé sobre su mesa documentos que había quedado en enviarle. Un acto de audacia. Le envié un mensaje. Entonces pusieron arcos de tal y no sé qué. Hubo muchas. La psicología es fundamental. Pero no para aparentar. La bestia se alimenta de carne triturada. Si tú entras, fium, fium, y sales, se revuelve, se retuerce, mete manotazos. Los clásicos eran muy buenos. Polifemo. La estaca, la cueva cerrada, ¿quién fue?, ¡nadie!, ¿cómo que nadie?, ¿quién fue?

He leído por ahí un recuento de vuestras acciones, no sé si completo: quemasteis 9 trenes, 45 bancos Central Hispano, 5 Cajastur, 3 oficinas de Seguros La Estrella, 4 oficinas de Hacienda, varias subestaciones eléctricas, la subestación de la presa de Tanes y varios repetidores de telefonía. Hicisteis innumerables barricadas. Hasta la Junta General del Principado vio arder un coche dentro. Una bomba en el transformador de FEVE de la estación de Carcedo provocó una situación de estado de sitio en Langreo. Alguna salió regular: a ti, por ejemplo, una llamarada te alcanza en la cara y el pecho durante una acción en los túneles de Riaño.

Agosto del noventa y tres. Era cuando había estado colgado con el otro compañero. Cuando nos descolgamos, vamos a los talleres. Después de tres días, llegas con la cara chamuscada, sucio… Eso jugaba un papel psicológico importante. Alguien que llega sucio de tres días y se presenta en el taller y hace una asamblea y dice «esto lo vamos a pelear y lo vamos a invertir» llega psicológicamente mejor a los compañeros que, evidentemente, están hundidos por la llegada del expediente, y no ven salida ni futuro. Veías a paisanos de cincuenta años, profesionales como la copa de un pino, que nos habían enseñado a nosotros a trabajar de verdad, llorando. Para mí eso era… A mí me llamaban el Guaje. Tenía treinta y cuatro o treinta y cinco años, pero me llamaban el Guaje, porque tenía cara de guaje; aspecto de tener menos años. Pues bueno, había que empezar con las salidas duras, y una sencilla era coger un coche, meterlo en medio del túnel y meterle fuego para generar un atasco. Había tiempo de sobra. Yo siempre insistí mucho en eso: hay tiempo de sobra, no hay que precipitarse. Un minuto es un mundo. Nosotros, los humanos, la percepción del tiempo no la tenemos bien. La ansiedad y el estrés nos hacen percibir el tiempo de manera muy distinta a como es en realidad. La naturaleza, los animales, tienen sus leyes, pero el ser humano eleva sus leyes a verdad absoluta que está por encima de las leyes de la naturaleza. Nos lo creemos, pero al final la naturaleza se impone. Estamos viéndolo, de alguna manera, en la actualidad. Nada, bueno: metemos el coche, rompemos los cristales, lo tenemos todo preparado, pum, pum, pum; pero entonces, el compañero se precipita, tira la antorcha antes de tiempo y aquello arde y me quema. ¡Me cambió la cara! Desde ese día, a mí me cambió la cara. Ves las fotos mías antes y después y no soy el mismo. Perdí las pestañas, pelo, piel… Porque, además, no me fui a curar, evidentemente. Nos curábamos nosotros: pomada, tal. Era el momento en el que ya empezábamos a jugar como clandestinos. Claro, a los cuatro días aparezco en una negociación en Oviedo a la que nos llaman, y cuando me ven la cara hecha un cromo, ellos ya sospechan algo y me dicen: «¿Qué le pasa a usted?». Digo. «Un accidente doméstico. Se me incendió la sartén». Ellos riéndose.

Montáis también un colectivo de mujeres.

Eso es más adelante. En un primer momento, hubo una serie de mujeres que decían que estábamos mintiendo, que no era como decíamos. Estaban tratando de rehacer a medias el expediente ya aprobado para que fuera tragable, digerible, y nosotros decíamos que no, que no y que no. Tenías que multiplicarte para explicar que eso no era así y tal, y aquellas mujeres decían que no te creían. Muy bien. Comisión de mujeres a Madrid. Un miembro del Comité las acompaña. Son cuatro o cinco. Van a Madrid y se reúnen con Soledad Córdoba, que les dice que esto es así, así, así y así. Entonces vienen aquellas y dicen que no, que está claro, que el Comité dice la verdad. Había alguna que ya estaba bien leída y bien instrumentalizada, pero otras no; otras simplemente estaban mal informadas. El caso es que había una profesora muy famosa del instituto de Sama, Alicia, muy combativa en cuestiones sociales, que se reunía mucho con ellas, que en un momento dado viene a verme. Hablando con ella, le digo: «Oye, tú que tienes experiencia, ¿cómo verías organizar un colectivo de mujeres de despedidos?». «¡Está hecho!». Le digo: «Bueno, pero vamos por partes, despacio, porque no te creas tú que va a ser tan fácil llegar a una asamblea de trabajadores de la Duro y decirles que hay un colectivo de mujeres. A lo mejor cuesta entenderlo». Bueno. Empezamos. Encontramos cierta tirantez, no sé qué, pim, pam, pum, pero constituimos el colectivo de mujeres, y no solo lo constituimos, sino que lo integramos en la asamblea. Participaba en la asamblea como un trabajador de la empresa. Ellas eran un trabajador más, aunque no estuvieran trabajando en la empresa. Y llevaban a cabo sus propias acciones, que ellas hablaban y nos planteaban. A mí me preocupaba una cosa, y por eso lo de montar el colectivo. Aquello iba para largo, y la primera pregunta siempre era: «Esto, ¿hasta cuándo?». Y yo siempre decía: «No lo sé». Varios trabajadores murieron durante el conflicto y yo creo que fueron muertes propiciadas por el conflicto, porque un proceso de estos te destroza el sistema autoinmune.

Las secuelas mentales de un conflicto así, que tan bien ha estudiado Guillermo Rendueles.

A mí me pasó. Eso sale, revierte por algún lado. Hubo trabajadores que murieron, la mayoría de ellos de cáncer, y todos me pidieron hablar conmigo antes de morir y la pregunta que me hacían era «esto, ¿hasta cuándo?», añadiendo algo más: «Llevamos mucho tiempo escuchándote que venceríamos, pero ¿es verdad? ¿O lo dices para…?». Yo decía: «Yo lo creo. Y hay toda una serie de indicios que percibo que me están diciendo que estamos en el camino, y que estamos creando una realidad». Algo, llámalo como te dé la gana, me decía que aquello no era normal; que lo fuerte que jugábamos, hasta dónde llegábamos, lo que nos arriesgábamos, el bagaje que teníamos, la asamblea diaria, la sinergia que creaba el colectivo, cómo fluía, estaba creando una realidad. No pretendo equipararme a…, pero creo que eso ha pasado a lo largo de la historia; que determinados acontecimientos históricos han sido posibles así, por esa sinergia poderosa de la propia gente. Yo conseguí que el hijo de alguno de ellos sustituyera al padre en la lista y fuera reconocido. Pues bueno, lo del colectivo de mujeres fue un acierto total, porque el trabajador, el paisano, iba para casa y la compañera que estaba en casa le preguntaba: «¿Cuál ye’l futuru nuestru?». Los hijos que tienen que ir a la Universidad, tal, no sé qué, «¿crees que vamos a poder…?». Ahí empieza a minársete la resistencia. Entonces yo digo: que vengan a la asamblea, que participen, que, cunado lleguen a casa los paisanos, el problema sea de los dos, y no surja eso del «¿hasta cuándo?», integrémoslas totalmente.

Manuel Sánchez Terán. Foto: David Aguilar Sánchez

En 1993, por el Día de Asturias, el 8 de septiembre, se os espera en La Morgal, donde se va a hacer la celebración institucional, pero entonces os vais a Covadonga, donde llegáis a considerar la posibilidad de secuestrar a la Santina.

Je, je. Eso es un capítulo… A ver. Había un Central Hispano en la plaza de América de Oviedo en el que no había salido muy bien una acción que habíamos realizado. Era agosto del noventa y tres; ya estaba materializado el despido; había que volver. Era una acción un tanto arriesgada, porque está muy cerca la comisaría de policía que está enfrente del Reconquista. Pensamos en hacerlo a una hora de cambio de relevo: las diez de la noche. Establecimos un mecanismo que era que alguien con un periódico estaba en la plaza, venía el Land Rover con los neumáticos a las diez menos cinco, y si estaba todo limpio, el periódico estaría cerrado, y si no lo estaba, el periódico estaría abierto; el tipo lo estaría leyendo. Al primer intento, hubo que leer el periódico, porque aquello estaba muy transitado: pasaban varios coches. A las diez en punto, sí estaba limpio, y se hizo. En la reivindicación, se dejó un cartel que ponía «Comité de Empresa». Y entonces, a los dos o tres días, a mí me citaron en la comisaría frente al Reconquista. Me tuvieron allí en una sala como tres cuartos de hora, esperando. Digo: «Bueno, ¿estoy retenido, estoy detenido…?». «No, no, disculpa, es que estamos muy ocupados». Pasan otros diez minutos y me dicen: «Sí, venga, vamos a hablar, mira, pasa. Apareció un cartel con el Comité de Empresa. Tú eres presidente del Comité de Empresa». Digo: «¡No, no! Yo fui presidente del Comité de Empresa. Ahora soy uno más de la asamblea; un trabajador despedido».

Era aquello de que, puesto que la empresa había dejado de existir, al filializarse, el Comité de Empresa también, ¿no?

Claro. Bueno, tal, para aquí, para allá. El caso es que, en la conversación, él abre una agenda, y yo intento mirar lo que pone; mirarla así al reves para ver si leo algo de lo que pone ahí. Lo que estaba en bolígrafo me costaba, pero a rotulador había algo que destacaba más y que sí pude leer. Ponía: «OJO: DURO FELGUERA, 8 DE SEPTIEMBRE, DÍA DE ASTURIAS. ACTO INSTITUCIONAL». Nos esperaban en La Morgal.

«Vi a la Virgen de Covadonga sola, en medio de la basílica, y dije: “¿Qué, Santa? ¿Te vienes con nosotros pal taller de Barros?»

¿Teníais pensado hacer algo allí?

Sí, sí, pero claro: si nos esperan en La Morgal, todo el dispositivo está en La Morgal. ¿Qué hacemos? Nos vamos a Covadonga. La cuestión era doble. Por una parte, había que, de alguna manera, acompañar a la procesión con las camisetas, dando mucho el cante; la procesión que iba desde la basílica hasta la cueva. En la cueva, venía la maniobra más directa. Ahí hay dos rejas, dos puertas de hierro que se abren en las escalinatas que acceden al altar. Y la cosa era que otro compañero y yo agarrásemos las dos verjas, pitón de moto él, pitón de moto yo y encadenarnos muy pegados, para que no fuera fácil ir con una cizalla. Bueno, bien. Todo eso estaba pensado. Pero, como no teníamos muy reconocido el sitio, y nosotros siempre reconocíamos los sitios previamente, para tener claro salidas, entradas, escaqueos, etcétera, fuimos allá a las ocho de la mañana. A las ocho de la mañana, estábamos en la basílica, con la Santa ahí en medio, sola. Estábamos ahí delante de ella y a mí se me ocurrió decir: «¿Qué, Santa? ¿Te vienes con nosotros pal taller?». El otro dice: «¡Venga, cagon mi madre!». Le digo: «¡Ni se te ocurra! No, no, eso nunca, porque se acabó la movida. No nos interesa. Más cabeza».

Lo decías en broma, entonces.

Sí: yo era como una broma, pero es que tenía que tener cuidado con las bromas, porque buah… Bueno, nada. Fuimos para allá. Te juro que fue el día que más miedo pasé en mi vida. Los peregrinos devotos con la cara desencajada, los ojos como platos: «¡Que no se puede acceder?». La cueva, llena de gente. Dije yo al otro: «Hoy nos aplastan aquí, macho». Porque nosotros, cuando empezó la misa, ras, cerramos. Previamente estábamos allí encadenados, y cuando empezó la misa, cerramos. En esto oímos de fondo: «¡Qué Duro Felguera ni qué no sé qué?». Era el deán. Llega, ve que no puede abrir y se cuela por debajo de nuestras piernas, arrastrándose. «A ver, hablen ustedes». Se oía todo por megafonía, todo lo que decía. Estaba celebrándose la misa en la basílica y a la vez allí, pero se oía todo. Dije yo: «¿Esta asamblea se puede parar? La paró usted, no nosotros. Nosotros estamos aquí y no paramos nada de esto». Ras, soltó el micro. Que siguiera el otro con la misa. Y salió por debajo de nosotros. En la época de Franco, hubiera traído una pistola debajo de les sayes y nos hubiera metido un tiro allí mismo. Fijo. Bueno. De por medio, hay una negociación. Están por allí las autoridades, el arzobispo, la Virgen, la procesión, tal. En un momento dado, digo: «La única posibilidad es: abrimos la verja, el compañero queda atado a un lado de lo que está abierto y yo al otro, pero atados a la verja, y ver a las autoridades pasar por delante de nosotros». «¿Y quién nos garantiza que, cuando están dentro, no cerráis?». Digo: «Nuestra palabra. Y nuestra palabra vale más que todos los documentos que habéis firmado, ¿vale? Que os quede claro. Nuestra palabra, de momento, nunca fue cuestionada, ni nosotros la hemos traicionado». Entonces, montan una guardia. Había un par de chavalinos de la Academia que estaban temblando. Yo decía: «Tranquilo, que no pasa nada». Temblaba el chaval. Abrimos, vienen y entonces llega [el presidente del Principado de Asturias, Antonio] Trevín. De la que entró, le dijimos de todo, lo pusimos de vuelta y media: traidor, no tienes palabra, ¿de qué te escondes?, no nos recibes, esto es una empresa asturiana que tiene futuro y la están destruyendo, ¿de qué vas? Para salir, lo mismo. Hay fotos nuestras echando tacos y cagamentos al lado del arzobispo, y el arzobispo así [Terán pone cara de susto y bochorno].

He leído El Comercio de ese día, donde pone que el arzobispo dijo en su homilía que «el espectáculo de trabajadores que hemos visto a la entrada es desaconsejable y no es propio de un santuario», pero también que había que responder con «esperanza y solidaridad» a las demandas de quienes «ven un futuro negro para sus hijos».

Yo, con Gabino, en un momento dado tengo mi primer contacto directo. Me dice: «Hay que negociar». Yo le digo: «¿Cómo? ¿Negociar? ¿Más? ¿Qué quiere que negociemos? ¿Dónde? ¿De qué manera? ¡Pero si tenemos una tonelada de documentos, y los han incumplido todos!». «Que me los lleven al arzobispado y me los dejen ahí». Más adelante es cuando nos dice: «A tenor de lo leído, puede que tengáis bastante parte de razón». Ese fue nuestro primer contacto, y fue importante para el futuro; un punto de partida muy interesante, que nos posibilitó una llave muy importante. Bueno. Esto es antes de lo de los tres mil antidisturbios en Langreo. Septiembre; lo de los antidisturbios, noviembre. El tiempo sigue pasando hasta enero del noventa y cuatro. Día sí, día también, pim, pam, pim, pam.

Sabotajes y demás, ¿no?

Eso es. Ahí todavía estábamos unidos los despedidos y los no despedidos; seguíamos luchando todos juntos; desde los talleres peleábamos, salíamos… Pero con el inicio del año noventa y cuatro, [José Ángel] Fernández Villa [secretario general del SOMA-UGT] promueve un encierro de los no despedidos en los talleres de Barros, que financia con alimentos, con sacos de dormir, con todo lo necesario, y se hace una foto allí con ellos. Apoya definitivamente que los trabajadores no despedidos tienen que seguir ahí trabajando y que los que estamos despedidos, estamos despedidos. Que nos arreglemos. Entonces hay que poner un mecanismo que habíamos diseñado tiempo antes, pero del que decíamos que tendría que ser cuando no quedase otra solución. Lo último de lo último. En su momento, lo habíamos sometido a votación, y se había votado que no. Yo no quería, pero una persona dijo «hay que contemplarlo», y la alternativa que se aprobó fue «lo contemplaremos en el momento en el que la situación nos diga que no hay otra salida».

La huelga de hambre de marzo del noventa y cuatro en el salón de plenos del Ayuntamiento de Langreo, ¿no?

La huelga de hambre, sí. Tomamos las instalaciones del Ayuntamiento y unos compañeros se pusieron en huelga de hambre. No comían, evidentemente, y lo que hacían era beber agua, suero y glucosa, nada más. Se alimentaban del humo que éramos capaces de generar para apretar más todavía.

Cinco trabajadores: Gerardo Iglesias Campa, Juan José del Río Miguel, Celso Cueva Suárez, José Higinio Solana Peña y Juan Manuel Corujo Díaz. Los cuatro primeros, militantes de Comisiones; Corujo, de la USO. La huelga duró cincuenta y un días. Y los médicos llegaron a advertirles de que podían sufrir lesiones irreversibles en órganos vitales.

Yo empecé a recibir amenazas incluso de dentro de Comisiones, diciéndome que sería el culpable si le pasaba algo a algún compañero; que me vería delante del juez. Cerca del día cincuenta, sí: ya sabíamos que empezaba a haber un deterioro físico importante. Sabíamos en qué límite estábamos, en qué momento estábamos. Yo no podía más, ya no aguantaba. Y dije que, si algún compañero tenía que ser evacuado por un problema serio, entraría yo y estaría la primera semana sin agua, como el resto. La cosa estaba muy, muy, muy jodida. Estábamos al límite. Pero entonces apareció una cosa que no era ni pensada por nosotros, ni forzada, ni nada por el estilo. A lo largo del conflicto nos pasó muchas veces: en el último instante, un golpe de suerte que no prevés y que salva la situación. El golpe de suerte es que cuarenta curas asturianos de distintos sitios —de Gijón, de Oviedo, de pueblos varios— firman un manifiesto exigiéndole al arzobispo que haga algo y que evite lo que venía. Yo quedé un poco perplejo. Nosotros teníamos relación, por ejemplo, con el cura de Barros, que siempre nos ayudó, pero toda aquella gente firmó a favor nuestro sin que se lo pidiésemos. Había mucha gente queriendo apuntarse el tanto de desactivar aquella huelga de hambre. Alguno estaba intentándolo, pero a nosotros no nos valía desactivar por desactivar. Sabíamos que jugábamos al límite e íbamos a por todas.

¿Qué pasa entonces?

El arzobispo llama y dice: «Bueno, vamos a ver…». Como diciendo: «La asamblea de los míos me monta un cirio, el problema me salpica ya a mí, ¿qué hago?». Nosotros le decimos: «Fácil. Una mesa de negociación con nosotros». Previamente, estando en la huelga de hambre, había habido otro intento. Nos habían llevado los de Comisiones a la Escuela de Minas a hacer una asamblea. Nos hicieron entrar con el carné en la boca a los que estábamos afiliados y pagando al día después de llevar dos años despedidos. Éramos los únicos que podíamos participar. Nos presionaron, nos amenazaron. Como no había funcionado conmigo, pasaron a hacerlo con todos los compañeros. Que éramos los responsables de lo que les pudiera pasar a los que estaban en huelga de hambre. Ese fue su último intento, el más asqueroso de todos. Fue en febrero. Volviendo a lo del arzobispo, él hace sus gestiones y le dicen que sí, que aceptan una negociación con nosotros. Sacamos a los compañeros de la huelga de hambre, los llevamos al hospital y a los tres días recibo una citación de Oviedo, de Comisiones Obreras. Suárez Vallina, el de «ahora que hablaste tú voy a hablar yo», y el difunto Guillermo Vallina me dicen: «Bueno, feliz, ¿no? Ya conseguiste la mesa de negociación. Vas a negociar, qué bien». Yo digo: «No, no, vamos a ver. Con la mesa de negociación viene otra parte nueva que no va a ser fácil, porque estamos despedidos y…». En esto abren un cajón, sacan el último acuerdo, me lo ponen delante y dicen: «De ahí vas a partir». Digo: «¿Sí? Por donde os quepa». «¡Me cago en tal! ¿Y ahora? ¿Y ahora?». Como diciendo: «Después de una huelga de hambre, ¿qué es lo siguiente?». Nosotros siempre dijimos: «Elevaréis vosotros el listón. Responderemos hasta donde queráis». Y siempre les decía una cosa: «Pero, por favor, no lleguéis a buscar el coche».

Uf, Manuel, ¿te refieres a…? Esto son palabras muy, muy mayores. ¿Amenazas de muerte? ¿Llegasteis a valorar seriamente dar ese paso?

Nunca lo valoramos. No éramos eso. Lo que pedíamos era que no nos forzaran a serlo. Decíamos: «Una cosa es el sabotaje y otra cosa es otra cosa. No nos obliguéis a ser eso, porque no somos eso. Somos trabajadores defendiendo el puesto de trabajo, luchando contra una de las mayores injusticias que se han cometido laboralmente en este puto país, y que la habéis hecho vosotros, todos vosotros; sindicatos, socialistas…». En aquel momento, se produjo un hecho, un salto cualitativo en la estrategia. Una tortilla explota en la fachada del economato de Duro Felguera, produciendo una detonación grande.

¿Cómo una tortilla?

Una tortilla de pasta. El mensaje fue captado. Lo entendieron. No movieron un dedo, no dijeron nada. Hubo muchos comentarios de que, si nos obligaban, nosotros no queríamos, pero no podríamos no responder a la agresión, al tamaño de la agresión. Empezaron a pasar los meses; seguíamos luchando, peleando, haciendo; y organizamos para julio, en Santiago, una espicha en la que vendíamos pinchos y tal para financiar, para sacar para la caja de resistencia. En esos momentos, recibo una llamada en Comisiones Obreras, porque hacíamos uso de los locales del sindicato. Me convocan en Madrid. La llamada dice: «Hay un billete de avión a nombre de Alejandro Tomás en el aeropuerto de Asturias para las dos de esta tarde». En aquel momento se podía viajar en avión sin carné y con un nombre falso. El nombre era Alejandro Tomás. Una cita a ciegas. Hubo una discusión; algunos compañeros me decían: «¿Tú estás dispuesto a ir?». Yo estoy dispuesto a ir. Voy para allá, cojo el avión. En el aeropuerto, uno me dice: «¿Y si no vuelves?». «Si no vuelves, ya sabéis, pero tranquilos, que volveré». Llego a Madrid, me cogen en un coche, me llevan a un hotel y entro a una sala en la que yo no veía a nadie, pero había un sofá de orejas, y escucho un carraspeo y veo una cabeza. En aquel momento, se había producido otro hecho. Habíamos conseguido que cayera Ruiz-Ogarrio, presidente de Duro Felguera, que ya no era capaz de gestionar la crisis eterna que empezaban a tener. Tenían problemas de mercado, la empresa colapsaba.

«El nuevo presidente de Duro Felguera me extiende la mano y me dice: “Ya tenía yo ganas de conocer a este hijo de la gran puta”»

Se había nombrado presidente a Ramón Colao.

Sí. Ellos tienen que buscar una salida; tienen que darle salida a esto. Por primera vez entienden algo que yo les había dicho en pleno consejo de administración hacía tiempo. Se lo habíamos asaltado en el hotel en el que lo celebraban y les habíamos montado un cirio de cuidado, y yo les había dicho: «Somos la tercera generación de langreanos, no nos merecemos esto, no nos dejaremos pisar, y esa sonrisa que tenéis se os congelará en la cara». Porque se reían. Bueno. Lo que voy a contar ahora es literal. Sé que alguien podrá decir que es de película, pero es que lo que pasa en las películas, si pasa en las películas, es porque en alguna medida pasa en la realidad. Carraspea aquel hombre, me acerco y digo: joder, Ramón Colao. El nuevo presidente. Hacía un día o dos que lo habían nombrado. Extiende la mano y dice: «Ya tenía yo ganas de conocer a este hijo de la gran puta». «De puta a puta», le digo. Y a continuación dice: «¿Quién es el hijo de puta que va a arreglar esto?». Digo: «No sé, a lo mejor podría ser quien lo organizó». Me dijo: «Vale, habéis triunfado en la revolución. La empresa está colapsando. Los mercados no nos funcionan. La competencia de Duro Felguera ya hace lo que de alguna manera dijiste que querías conseguir, y es que hiciera de altavoz vuestro, y repartiera los dosieres de vuestras andanzas y acciones por los mercados y dijera “a esto es a lo que se dedican los trabajadores de la empresa con la que competimos”».

Desprestigiar a la empresa.

Una de mis obsesiones eran los medios de comunicación. Reconozco que acerté en cosas. Hacer que los medios de comunicación, aunque hablaran mal de nosotros, nos sirvieran. Con el tiempo, ellos también aprendieron, porque, de aquella, solo existía un La Nueva España, un La Voz de Asturias, un El Comercio… Luego fue cuando empezaron a trocear: La Nueva España de Oviedo, la de Gijón, la de las cuencas, y que las noticias de un sitio no salieran en el otro. Bueno. Aquel hombre me saca una cartera con una serie de tarjetas, las tira así y dice «¿hay alguna manera de arreglar esto? Por los ceros no hay problema. Pones tú la cantidad». Yo dije: «No, no». Dice: «Ya me lo habían dicho, pero quería verlo por mí mismo». Le digo: «Hay doscientos treinta y dos despidos y pido doscientas treinta y dos readmisiones: eso es lo que pido». «No. Ya te digo que no. Cierra la empresa, haz con ella lo que te dé la gana, pero imposible». Esto me lo dice él así. Digo yo: «Pues la gran mayoría tienen que ser readmitidos». Dice: «Bueno, ahora ya dijiste la gran mayoría». Había un grupo de mucha edad, le digo. Llevábamos dos años despedidos y las cotizaciones estaban… Dice: «Bueno, todo esto habrá, evidentemente, que verlo en una mesa». «Una mesa mucho más amplia, ¿verdad? Lo lógico… Pero bueno, de partida me sirve. Hablaremos». Vuelvo para Asturias en el avión de la noche. A la semana, recibo una llamada de él y nos cita en el alto del Praviano, en un bar. Y ahí empezamos un poco a sentar cuestiones concretas que después se plasman en una mesa y en que en noviembre del noventa y cuatro estemos firmando un acuerdo. Acuerdo del que los pormenores vale más no saberlos, porque sería para correrlos a todos a gorrazos y meter preso a alguno, pero bueno. Hubo una parte que estuvo a punto de romperlo todo, y en la que ellos colaron hábilmente una cláusula para que no rompiera.

¿Cuál?

Nosotros exigíamos que, si en algún momento hubiera trabajadores de los que poníamos ahí que debían ser readmitidos que, por alguna circunstancia, no pudieran regresar, fueran recolocados en empresas públicas de la región. Teníamos el miedo de vernos en la situación de que se readmitiera a la mayoría de los trabajadores, pero quedara otra parte con la que no cumpliesen y tuviésemos el problema otra vez encima de la mesa, pero ya limitados, reducidos; que ya calibrasen eso, esa parte que sabían que no iban a cumplir. Entonces exigimos esa cláusula, que ellos no admitían. Decían que Duro Felguera era una empresa privada; nosotros decíamos que sí, pero que era el origen de la minería, de la siderurgia, de HUNOSA, de UNINSA y tal. Estamos a punto de romper, pero al final meten la coletilla «del perfil de Duro Felguera». Empresas públicas del perfil de Duro Felguera. Cuelan eso y nosotros, aun sabiendo que empresas públicas del perfil de Duro Felguera no había ninguna, y que ahí estaba la trampa, lo aceptamos, porque mejor tener eso que no tener nada.

Y firmáis.

Plasmamos eso, firmamos los acuerdos y se empiezan a poner en práctica. Duro Felguera va cumpliendo escrupulosamente, todo hay que decirlo: cuando la Duro firma, firma, eso es verdad. Al final, quedamos cuarenta; cuarenta trabajadores cuidadosamente elegidos.

Manuel Sánchez Terán, en el local de Les Cigarreres. Foto: David Aguilar Sánchez

La víspera de la Nochebuena de 1996, un grupo sube a la torre de la catedral de Oviedo y se atrinchera bajo el enorme reloj de la catedral, a 62 metros de altura, habilitando un pequeño refugio de menos de veinte metros cuadrados, que convierten en habitable a base de ingenio, y donde van resolviendo sobre la marcha las necesidades cotidianas. Quedaban 39 trabajadores pendientes de recolocación. ¿Cómo es el proceso que conduce al encierro?

Nos presentamos en el año noventa y seis. Año noventa y seis en el que ha habido una serie de cambios políticos.

La victoria de Aznar.

Aznar en España y, en Asturias, un tal Sergio Marqués que ya está al frente de una escisión del PP, URAS, y que, de repente, nombra consejero de Industria a un perito de Duro Felguera.

José Antonio González García-Portilla.

Portilla, que, en diciembre, nos dice que tiene la solución al problema. A los cuarenta que quedamos, nos recoloca. «¡Hostia! A ver, ¿dónde?». «Bueno, hemos estado mirando la calidad de una serie de empresas que son del perfil de Duro Felguera». «¿Cuáles?». Empresas de la construcción, tipo contrato por obra: ay, amigo. Nanay. Nos negamos. Estamos hablando de diciembre del noventa y seis. Y yo, cuando estuve encerrado en la torre de la catedral, la vez aquella que te contaba del cambio de cromos con Cartagena, me había dicho: «Si algún día necesitamos volver a un punto inexpugnable, será este». El veintitrés de diciembre, digo: «Pa dentro». La propuesta formal nos llega el 11 de enero, el día de mi cumpleaños, que hacía treinta y nueve. Hacía treinta y nueve y éramos treinta y nueve despedidos, porque, de los cuarenta, uno ya había vuelto a Duro Felguera. El «cumpleaños feliz», me lo cantan con la materialización de aquella propuesta a la que ya habíamos dicho que no en diciembre. Luego, Portilla sale y dice públicamente, en rueda de prensa, que estos privilegiados que están viviendo de las ubres del Estado piden un puesto en una empresa pública y se toman el atrevimiento de rechazar puestos de trabajo, cuando hay tanta gente necesitándolos. Un ataque visceral, brutal, pero no mal llevado: hay que reconocerlo. Una periodista de Línea 900 me preguntó por ello: «¿Qué tienes que decir a esto?». Digo: «Bueno, es cierto que nosotros estamos en una situación en la que otros no pueden estar. Nos la hemos peleado, ¿eh? La hemos luchado. Nos ha costado mucho, y estamos aquí. ¿Qué tengo que decir? Son cincuenta mil parados los que hay en Asturias, ¿no? Esas son las cifras. El consejero dijo “otras personas”, pero evita dar la cifra de los cincuenta mil parados. Bien: desde ya, esos cincuenta mil parados están convocados aquí, en la plaza de la catedral, todos los días, como el resto de trabajadores de la Duro, y no saldremos de esta torre hasta que se recoloque al último. Privilegiados o no, todos iguales». Lorenzo Cordero, el periodista, había sacado en su día un artículo en el que nos bautizaba como «el último mohicano del sindicalismo», y Sergio Marqués dijo entonces: «Si el último mohicano del sindicalismo ha entrado en la torre de la catedral, saldrá de ahí cuando le crezcan las alas». Trescientos dieciocho días estuvimos. En un momento dado, hay un informe del coronel Sáenz de Santamaría en el que dice que ni mártires, ni héroes; que este colectivo ha conectado con la sensibilidad de la sociedad asturiana, de una parte importante al menos, y que esa sociedad asturiana ya ha demostrado en la historia que es capaz de responder ante determinado tipo de cuestiones; que hay mimbres y condiciones para que esto desemboque en algo que no es recomendable.

¿Una nueva revolución del treinta y cuatro o qué?

No lo sé. Pero él veía que aquello… ¡hostias!

He leído que, cuando todo acabó, el campanario quedó en mejor estado que cuando los trabajadores llegaron.

Es que metía miedo. Lo vimos desde arriba. Se estaba desmoronando aquello, y avisamos al arzobispo. Él reconoce que fuimos importantes en el sentido de avisarle de lo que había, y de que de ahí se consiguiera una subvención para la reestructuración. Había unos destrozos de la hostia; estaban cayendo gárgolas, piedras, la de mi madre. «¡Va a matar gente esto!», decíamos.

En 1997, el Tribunal Constitucional falla a favor vuestro aquel recurso que habíais presentado.

Violación de derechos fundamentales. Cuatro años, ¿eh? Si hubiéramos callado y esperado, todos calvos. Mira, hay aquí una historia especial que quiero destacar. Cuando decidimos recurrir judicialmente el tema del despido de los sindicalistas, a Comisiones Obreras le decimos que, obviamente, tiene que poner un abogado. Nos propone varios. «No, ese no; no, ese tampoco». «¡Coño, no te vale ninguno! ¿A quién quieres?». Digo: «A Manolo». «Ya no ejerce, Manolo». «Estoy seguro de que esto sí lo va a hacer». Manolo era un abogado que había estado en la calle Atocha, cuando los atentados de la extrema derecha. «Bueno, ¿y por qué Manolo?». Digo: «Mira, llegados a este punto, ya no me fío de nadie, ¿vale? Pero un paisano que estuvo allí y que-y pasaron les bales por encima, no creo yo que se vaya a emporcar. No me lo paez». Vino Manolo, e hizo una exposición brutal, brutal. Salió el paisano y yo le dije: «Manolo, no sé qué me da decírtelo. Sé que lo has trabajado, lo reconozco, y quedo impresionado y te lo agradezco un montón, pero vas a palmar. Vamos a palmar». «¿Cómo?». Digo: «Tú no sabes con quién das aquí. ¿Tú leíste La Regenta? Si quieres entender el Oviedo de hoy, lee La Regenta de ayer. Ese juez que estaba ahí, uno de los lumbreras de Oviedo, lo primero que pensaba era “se va a enterar el madrileño este que viene aquí a darme lecciones”. Eso era lo primero que pensaba. Y lo siguiente era que a nosotros nos tiene una gana que ni te cuento». Hicimos una barricada donde el Tribunal de Justicia de Asturias. Estaban laminando la ley de libertad sindical, violando derechos fundamentales, riéndose. Bueno. Cuatro años después, sí: el Constitucional dicta que ha habido violación de derechos fundamentales. Estábamos encerrados en la torre de la catedral.

Con toda una serie de movilizaciones aparejadas.

Todos los miércoles hacíamos una manifestación alegal desde la catedral hasta Presidencia, donde dábamos un mitin con el megáfono, y luego vuelta a la catedral, desde donde soltábamos nuestros voladores y nuestras movidas, pepinazo p’acá, pepinazo p’allá. De vez en cuando, había que enfrentarse un poco a la policía, y Antón Saavedra, que estaba en el grupo mixto, se prestaba a que pudiéramos entrar ahí dentro y tal. Ellos grababan con un micro direccional todo lo que soltaba yo por el megáfono cuando estábamos ahí delante. Era muy variado lo que decíamos. Yo leía el periódico, comentaba la actualidad, cosas de esas. Y un día, en uno de esos speech, dije: «Señor presidente, ¿está usted agusto en la presidencia? ¿Bien protegido? ¿El riñón bien cubierto? ¿Bien atendido? La policía vela por su seguridad, pero no toda la vida va a ser así. Algún día será un ciudadano más, y notará el frío por la espalda, la desprotección». Y a continuación digo: «Si alguien intenta, o autoriza, el desalojo de la catedral…». Que yo sabía que era imposible, porque necesitarían el beneplácito del arzobispo, que ya nos había dicho que, llegados a ese punto, él no autorizaría. «Si alguien intenta, o autoriza, el desalojo de la catedral, habrá muertes».

«Hubo un incendio en el Naranco y me preguntaban si habíamos sido nosotros. Yo decía: “quién sabe”. Jugaba con la incertidumbre»

Refiriéndote, entiendo, a que los escalones de la catedral estaban protegidos con —traigo apuntado— voladores, garrafas con líquido inflamable y detonadores con un sistema de control eléctrico.

De todo eso, nosotros, previamente, habíamos hecho una propaganda. Yo ya conocía a los medios de comunicación, de los que te decía antes que eran una de mis obsesiones. De aquella, por ejemplo, hubo un incendio en el Naranco, del que me acordaba ahora, me preguntaban si habíamos sido nosotros, y yo decía, «bueno, quién sabe».

¿Fuisteis vosotros?

No, pero ya veían nuestra mano detrás de todo lo que pasaba, y yo jugaba con la incertidumbre. Pues bueno, después de aquellas palabras sobre el presidente, empezaron también a mover el tema. Voy a Onda Cero y me dicen: «¡Amenazas al presidente! Rectifica esas declaraciones, ¿no?». Digo: «No, no. Yo me ra-ti-fi-co en las declaraciones». «¡Oh!». «Mire, cada uno es libre de opinar, pensar e interpretar, pero yo dije, y me ratifico en que, el presidente goza de toda una serie de, vamos a decir, beneplácitos. Eso es un hecho. Que mañana va a ser un ciudadano que no los va a tener es otro; que va a sentir el mismo frío que sentimos todos al andar por la calle, también; y que si intentan desalojar habrá muertes, también». «¡Bueno, pero usted…!». «Insisto. En lo dicho allí, que además lo tienen grabado, me ratifico». Entonces, actúa el fiscal de oficio, el fiscal general de Asturias, y promueve una denuncia contra mí por amenazas de muerte y terrorismo. Que yo sepa —que yo sepa, ¿eh?— es el último juicio sumarísimo que se hizo en Asturias. Durante tres días, La Nueva España hace una campaña en portada. El primer día, «El líder de los insurrectos de Duro Felguera acusado de amenazas de muerte y terrorismo». El siguiente, un hacha con la serpiente enroscada y dice: «¿Es Manuel Sánchez Terán, el líder de los insurrectos de Duro Felguera, el huevo de la serpiente asturtzal?». Y el tercer día, «Hoy comparece ante el juez…».

¿Cómo fue el juicio?

La sala vacía, una mesa con el juez, el escribiente, yo, a mi espalda la silla del fiscal, y a la izquierda mía el abogado defensor. El juez empieza a preguntarme y yo le digo: «Vamos a ver, que yo sepa, literalmente dije todas estas cosas del presidente y, a continuación, dije esto otro. Si estuviera escribiendo, probablemente hubiea un punto y aparte, pero, en un mitin…». Dice: «Entiendo la separación, creo que ahí nos hemos equivocado, o alguien se ha equivocado, ha interpretado mal, pero ¿cómo van a ser las muertes?». Digo: «Mire usted, de abajo arriba de la torre de la catedral son doscientos treinta escalones de escalera de caracol, de menos de medio metro, sin protección de ningún tipo. Desde arriba miras y ves como un tubo abajo. Y nosotros vamos a hacer una resistencia pasiva y activa al desalojo. Con cualquiera que allí me quiera sacar, yo voy a forcejear y vamos a acabar cayendo por la escalera abajo. Comprenderá usted que, por una escalera de ese tipo de piedra… No va a haber una muerte: va a haber muertes. Vamos a resistir. Pasiva y activamente. Yo no me voy a dejar desalojar». «Bueno, vale. Quizá aquí ha habido una extralimitación; quizá nos hemos equivocado».

Hubo un movimiento de inculpaciones individuales para apoyarte, ¿no?

Claro. Estaba la gente fuera concentrada. Bueno. Después habla el fiscal, y ahora viene lo interesante. Termina la vista, se levanta el fiscal al lado mío y yo le digo: «Quiero una entrevista con usted en su despacho». Acepta. Nos reunimos. Me dice: «Tal y como usted lo explica, puede parecer incluso que tiene razón». Yo le digo: «No, no: yo me limito a blanco sobre negro; a lo escrito en los documentos. No me limito a otra cosa. A las pruebas, a los hechos. No puedo hablar de otra manera, porque, si hablo de lo que opino, de mis emociones, de mis sentimientos…». Me dice: «Sí, eso ya lo expresa usted cuando dice que hace falta más dinamita, o que tiene la bola de arriba de la catedral envuelta en un trapo rojo, o en las pancartas. ¿No habría manera de quitar ese trapo y las pancartas? ¡Usted está ofendiendo a Oviedo!». Digo: «¡Noo!». Dice: «Bueno, no llegamos a ningún tipo de entendimiento. Estamos cada uno enrocado en nuestro punto de vista. Yo le recomendaría tres cosas. Una: siga enfrentándose a la policía, que lo consiguen hacer muy bien. Sigan entrando en el parlamento después de pegarse con la policía, que yo no entiendo cómo lo hacen, pero lo siguen haciendo bien. Pero una cosa: búsquese el abogado más caro que se pueda pagar». Digo: «¡Ah, ahí quería llegar yo! Esa es la justicia que tenemos». Previamente, me había preguntado «pero ustedes ¿cómo se dedican a…?». Y yo le había dicho: «Mire, yo aprendí muy pronto que los derechos fundamentales, casi todos, costó sangre, sudor y lágrimas arrancarlos, y fue ahí, en la calle, donde se arrancaron. Hace poco, el Constitucional dijo que los míos habían sido violados. Si me hubiera quedado violado en casa, tendría dos problemas: violado y sin alternativa. Decidimos salir ahí y arrancar los derechos fundamentales que nos quieren usurpar. Esa es la cuestión». Después me dice que me contrate el abogado más caro que me pueda pagar. Y le digo: «Por fin tengo una respuesta que me hace entender todo lo que nos lleva pasando en los últimos años, dónde estamos y qué tipo de justicia tenemos». Querían usarnos de probeta para laminar la ley de libertad sindical, con los sindicatos implicados como la mano que mece la cuna. Tenían preparado un cadalso. A las víctimas, primero, las iban a masacrar, a traicionar, a vender. Y al final les tenían preparada la acusación de culpables. Se iba a laminar la ley de libertad sindical y se iba a explicar que eso había sido porque unos tipos, como dijo Gustavo Bueno mientras estábamos encerrados en la torre de la catedral, habían pervertido el movimiento obrero.

¿Cómo fue eso?

Dijo Gustavo Bueno que estábamos pervirtiendo el movimiento obrero. Yo le dije: «Venga aquí a la plaza y lo discutimos usted y yo». No fue. ¡Que queríamos pervertir el movimiento obrero! «Pero ¿cómo hablas tan alegremente si lo desconoces todo, si nunca has querido saber nada, no vaya a ser que no te den la subvención». Pues eso nos tenían preparado. Estos tipos han pervertido el movimiento obrero y, fruto de su perversión, han hecho que el Estado lamine la ley de libertad sindical. ¡A la horca! Las víctimas convertidas en culpables. Ahí nos iban a llevar. No solo luchábamos por nuestros puestos de trabajo, sino por parar, por detener, gran parte de la reforma laboral del noventa y cuatro, que ya fue de por sí gorda, pero iba a ser mucho más gorda. Cuando, en el año noventa y cuatro, se sientan por primera vez en el Consejo Económico y Social los dos sindicatos, Comisiones y UGT, lo primero que firman, el primer convenio regulador, fue el de las ETTs.

Manuel Sánchez Terán, en el local de Les Cigarreres. Foto: David Aguilar Sánchez

Mencionabas antes el trapo rojo con el que envolvisteis la bola de la punta de la torre de la catedral. Cuando todo acabó, se la llevaste al arzobispo Gabino, con quien tienes una celebérrima foto de una reunión en la que agarra un gomeru. Al regalarle el trapo, te contó el asesinato de sus dos padres en Mora de Toledo, en la zona republicana de la guerra civil.

Con Gabino tuve bastantes reuniones, y, al final, llegué a tener por él una estima que estaba por encima de todas las diferencias de pensamiento que pudiera haber. Era un tipo muy abierto, intelectualmente muy dotado, que reconocía perfectamente la problemática de Asturias, también porque parte de su equipo, el vicario que tenía, etcétera, eran gente sensible; gente que habían sido curas en parroquias obreras y demás, y eso se notaba. Y sí: aquel día le llevé el trapo rojo, como antes le había el gomeru. Me dijo: «Bueno, hay algo que debes saber. Mi familia murió en el lado rojo» y tal. Me quedé descolocado: «Lo siento, no lo sabía, no pretendía…». Pero reaccionó bien. Me dijo: «No, no: sin acritud. Simplemente quería contarte las cosas como son». Luego, con los años, fui a veces a verle a la residencia de los curas de Oviedo. Estaba muy bien y yo hablaba con él, recordábamos cosas.

El anecdotario del encierro da para mucho. Canal Plus subió a grabar un programa de televisión; se subió allí a las Madres de la Plaza de Mayo, a Paco Ignacio Taibo o a Luis Sepúlveda; se colocó una bicicleta estática y se subieron dos pollos como mascotas; los trabajadores llegaron a integrarse tanto en la propia catedral que arrojaban desde arriba caramelos a los niños que salían de misa o arroz sobre los recién casados…

Eso formaba parte de la comunicación con la ciudadanía. Hacíamos postales, las vendíamos, vendíamos pins, hablábamos con los turistas, interactuábamos con la gente, subían las Madres de la Plaza de Mayo, sí. Se hicieron conciertos de determinados artistas.

«Yo le di a Javier Maqua, que quería rodar una película sobre nosotros, la idea de “Carne de gallina”»

Hubo uno muy mítico de Dixebra, que cantaba aquello de «¡Duro Felguera, resistencia obrera! ¡Nun llores, llucha, resiste!».

Por San Mateo, sí. No queríamos que nos vieran como esos que tienen cuernos y rabo, como en su día dirían de los mineros de la revolución del treinta y cuatro. Allí subió también un arzobispo que se declaraba homosexual y defendía la homosexualidad, parlamentarios europeos, okupas, gente de todo tipo. Venían autocares del País Vasco, aquello era un permanente contacto dinámico con la gente. Otro de los que vino fue [Javier] Maqua, el director de cine, que quería hacer una película. Pero claro: de lo que se trataba era de contar la verdad y solo la verdad, y ahí había un problema. Primero, de financiación. Y luego, de: ¿vas a poder publicar todo eso? Había que poner nombres y apellidos, había que decir la verdad, había que contar qué se pretendía con todo esto, adónde iba a llegar, qué implicaba a todos los niveles, la especulación, etcétera. «¿Vas a contar todo eso? ¿Sí?». «Bueno…». Me recuerdo hablando con Maqua sentados en la plaza de la catedral, en una terraza. Ya había subido; estaba impresionado con todo. «¡Esto da para tal y no sé qué! ¡Cada capítulo es una película! ¡Esto promete!». «Claro, es que son casi diez años, un día sí y otro también, con luchas variadísimas, modificando, creando». Me dice: «Pero hay que hacerlo vendible, ya me entiendes. Atractivo para el espectador. Una imagen de sexo, tal». Dije: «No. Esto es un problema laboral y solo labora. Si lo que buscas es algo divertido que venda y que la gente entienda y aquí en Asturias, yo te propongo una idea que te regalo. Coges una familia minera, el abuelo y el padre jubilados, todos viviendo de la pensión del abuelo, que en un momento determinado, muere. Lo embalsaman, lo meten en el armario y a cada poco lo sacan para cobrar la pensión». Carne de gallina.

Ja, ja. Es una primicia, esto.

Él sabe que yo le regalé la idea.

«Hubo un momento en el que vivía como quien se mete rayas de coca. No dormía. Me metía en la cama y, a la hora, despertaba con una tensión… Y me ponía a escribir ideas»

Tú tenías un bloc donde apuntabas ideas. «Alguna muy fuerte», te he leído decir. ¿Se puede contar aquí alguna?

No te la voy a decir, porque es tan fuerte que… Mira, a mí me pasó una cosa en el proceso. Llega un momento en que estás metido tan de lleno que… A mí me dieron una paliza delante de Presidencia cuatro antidisturbios que tenían algo más que la intención de darme una paliza; todo en la cabeza. Está grabado por el programa Línea 900 y le costó el puesto a la directora; le amenazaron con que no publicara eso. Todavía había gente en aquella época, periodistas, que eran capaces de publicar algo así. La policía nos quería hacer pasar una línea que no queríamos pasar. Hay una línea que yo nunca pasé. Sabía que, si la pasábamos, nos íbamos a convertir en otra cosa. El riesgo lo hubo. Convertirse en otra cosa iba a ser horrible y terrible. Acabaría con nosotros, con nuestro entorno, con nuestras familias. Y yo decía: «No podéis llevarnos a este punto. No podéis empujarnos a él. No podéis estar pasando por los túneles de Riaño a las diez de la noche y a las cinco de la mañana, dándonos una paliza para ver si nos dejáis secos ahí, y no tener ni idea de dónde estáis y de lo que os estáis jugando. Por encima del túnel, hay una carretera. Es muy fácil escapar de allí. Y vosotros estáis entrando en una ratonera sin saber quién puede haber en las paredes del túnel. No lo hagáis. No lo hagáis. Somos seres humanos y trabajadores que defendemos un puesto de trabajo». Decían que éramos terroristas, que éramos de ETA, empezaron a tratarnos como tales. Y la mente es… Yo hubo un momento en el que vivía como quien se mete rayas de coca, no metiéndomelas. No dormía. Me metía en la cama y, a la hora, despertaba con una tensión… Y la mente empezaba a dispararse: tu-tu-tu-tu-tu, tu-tu-tu-tu-tu… Ideas. No tenía grabadora para grabar nada, y me ponía a escribir. Se me iba la mano con una idea y otra idea y otra idea. En esos momentos de, digamos, creatividad, diseñaba veinte movidas a cual peor. Yo iba por ahí y veía objetivos por todos los sitios: un objetivo, otro objetivo, otro objetivo. Entonces, eso: te aprietan, te dan, te masacran y pasas por los túneles de Riaño, ves aquello y ves una trampa mortal. O ves la configuración de Asturias y ves sitios donde podrías generar una hecatombe; cerrar Asturias durante más de un mes, algo que daría la vuelta al mundo.

Esa mirada de los robots de las películas, que van escaneando cada cosa con la que se cruzan y haciendo un perfil militar de amigo, enemigo: utilidad, inutilidad…

Te llevan ahí. Te llevan ahí. Te llevan. Y después, claro: yo conocí la lealtad y la traición por igual; la traición y la lealtad auténticas. Yo tenía una relación con determinados compañeros de una lealtad absoluta. Si estábamos en una sala y me decía uno «tírate por la ventana», yo me tiraba, porque sabía que era la única salida. A veces, con ellos, tenía que tener cuidado.

¿En el sentido de una confianza ciega que podía acabar mal?

Sí, sí, esa fue otra preocupación que me hizo daño. Yo me tuve que ganar la confianza de los compañeros, pero llegó un momento en el que me la gané de tal manera que como que no te cuestionaban. Y dices tú: «Oye, no me hagas creer que soy el más guapo, que me miro al espejo y me lo creo». A veces hacías un comentario y, a renglón seguido, estaban actuando. Tenía que supervisarme a mí mismo para ver dónde me metía, y dónde les metía. Cuando a mi me dan la paliza, a renglón seguido, pas, actúan, y hacen una movida que no estaba lo suficientemente desarrollada. Se la jugaron y tuvimos complicaciones a posteriori.

La importancia de la mente fría. Erais un ejército, y la logística hay que pensarla bien.

Y a veces volver sobre objetivos que habían sido quemados, porque nos habían pillado, y aguantar en el tiempo, y ver que habían puesto un sistema de seguridad y lo quitaron, porque no lo podían mantener, y entonces es el momento; tener a un compañero durante meses vigilando eso…

Manuel Sánchez Terán, en el local de Les Cigarreres. Foto: David Aguilar Sánchez

En 2006 levantó polvareda entre vosotros el documental Resistencia, de Lucinda Torre, por cómo se contaban aquellos años. Se generó una división entre los protagonistas de los hechos. Tú dijiste entonces que estudiabais medidas legales contra la cinta, que considerabas «denigrante». ¿Cómo se gesta ese documental?

Lucinda es la hija de un despedido. Y a mí, una de las cosas que se me ocurren y que apunto al final del conflicto era configurar una especie de documental que fuera una didáctica sociolaboral de nuestra experiencia. Pero no para impartir cátedra, que no pretendemos impartirla, sino para explicar que es posible, porque es posible, hacer lo que nosotros hicimos. Nosotros tuvimos un antes que nos precedía; nuestro carácter venía determinado por la historia de la Duro y de los compañeros que nos antecedieron y nos enseñaron. Ahora —me decía yo a la altura del año noventa y siete—, ¿qué aportamos nosotros? ¿Quiénes somos nosotros a partir de aquello y cómo, cogiendo ese testigo, respondimos a los tiempos, y fuimos creativos, imaginativos y capaces de enfrentarnos a una bestia que se alimenta de carne triturada, y en la que conseguimos entrar como un bisturí y salir, y que cuando se revolviera ya no nos pillara, y seguir desarrollando aquello en lo que creíamos? Nosotros seguimos creyendo en los principios del movimiento obrero tal como el capitalismo sigue creyendo en los suyos. El capitalismo no ha cambiado. Lo único que hace es vestirse de otra manera, adecuarse a los tiempos. Nosotros queríamos aportar nuestra experiencia, y a mí me parecía que era el momento, y que debíamos trabajar ya un poco con lo que era el atisbo del nuevo mundo tecnológico. Hacer unos deuvedés que repartiéramos, algo así. Entonces aparece Lucinda, la hija de un despedido. Afiliado al PSOE, o muy próximo al PSOE, pero me da igual, porque yo, que soy muy ingenuo, creí, y sigo creyendo, en el colectivo, en cómo lo habíamos dado todo los unos por los otros. A los traidores, creía que ya los tenía identificados, y no me podía imaginar que los tuviera entre quienes podían saber tanto de mí como para meterme entre rejas, o yo a ellos. Yo, a Lucinda, le proporciono documentación (y ella se ha quedado con documentación; concretamente, con un documento muy importante del que conservo la copia, pero tenía el original, porque me lo entregó [Manuel García] Fonseca, el de Izquierda Unida, que fue el que hizo la pregunta en el parlamento). Y le abro el colectivo, y se lo abro también porque soy anárquico, pero a conciencia, y quiero que cada cual se pueda expresar y sea libre, y no tenga yo que estar ahí manejando a nadie.

«Desde muy joven me encantó la filosofía oriental: zen, taoísmo, Krishnamurti… El yoga y la meditación me salvaron la vida»

¿Te defines como anarquista?

Nunca me defini políticamente, pero… A ver, yo estoy muy influenciado por una cosa. Desde muy, muy joven, me encantó la filosofía oriental, y leía libros de zen, de taoísmo y a Krishnamurti. Tengo un porrón de libros leídos. Es más: me salvaron la vida. Inicialmente, los leía porque me gustaban, porque me hacían sentir bien, me calmaban, me relajaban, me hacían comprender el mundo. El alpinismo también me ayudó. Me ayudó a resistir. Pero yo, aquellos libros, los leía, de alguna manera, por leerlos. Un buen día encontré en ellos la respuesta a una enfermedad autoinmune que tengo. Me negaba a tomar toda una serie de medicaciones que me daban: inmunosupresores, analgésicos, antiinflamatorios, todo eso. Y decía: «¿cómo salgo de aquí?». Me dije: «desandar el camino. Yo voy a intentar desandar el camino para tratar de acercarme lo más posible a lo que era. Sé que algunas partes ya no las voy a poder conseguir, que tengo que asumir y admitir que la enfermedad va a estar conmigo siempre, y el daño que me ha hecho, pero lo voy a intentar; voy a intentar recuperar todo lo que pueda. La fuerza está dentro de mí». Empecé con la meditación y el yoga y de pronto me vino encima todo ese bagaje de lo que yo había leído. Me creo mi mundo, creo mi realidad. Los taoístas eran muy anarquistas. Vivían al margen de lo establecido. Tenían problemas con los confucianos por eso: el orden, el Estado… Entonces, si quieres, hay en mí una componente anarquista, pero, como bien dice Krishnamurti, «a la verdad no se llega por camino alguno: la verdad es». ¿Cuál es la verdad? Ni la tuya, ni la mía, ni la del otro. Entonces, bueno: a mí me tocó, de alguna manera, liderar un proceso, pero los líderes deben serlo por un tiempo, para una causa. Si se perpetúan en el tiempo, no son líderes. A mí, la meditación y el yoga me han curado de mi ego. Estamos plagados de líderes que no lo son. No hay ideas nuevas, no hay alternancia generacional, que es el mayor problema que estamos viviendo. En la izquierda se impide la alternancia generacional: el PSOE a la cabeza, los sindicatos después. Yo hablo de la izquierda, porque de la derecha siempre dije que no hablo. Lo que hacen es intrínseco a su naturaleza: ¿qué vamos a esperar? Lo sorprendente sería que hicieran otra cosa. La izquierda es la que dice y dice y dice y, al final, su discurso no se corresponde con sus hechos. Hay que ser muy críticos. Se ha impedido que los jóvenes tengan verdad, conocimiento…

Volvamos a Lucinda Torre y su documental. ¿Qué pasa después?

Le abro el colectivo. Yo quiero que cada uno exprese su experiencia. Habla con todos: las mujeres, la gente más de acción directa, la gente que organizaba temas de publicidad… Todos. Al final, todo convergía un poco en mí, pero procuraba que todos los compañeros tuvieran opción; de que el colectivo fuera permeable para ella. Documentación: ras, toma. Todo lo que tengo, te lo doy. Solo había tres condiciones. Una: hay que contar toda la verdad. Y la verdad te la contamos nosotros. Tú, después, indaga por otros sitios, habla con el arzobispo, habla con quien quieras, pero contrástalo con nosotros, porque yo tengo documentación. «¿Ah sí? ¿Dice eso? Toma». Contemos la verdad. La verdad que es. Averigüémosla entre todos, porque a todos se nos va a escapar en parte, porque la verdad que es es una utopía conocerla, pero intentemos aproximarnos lo más posible a ella. Si yo soy marxista, me va a faltar una parte. Si yo soy anarquista, me va a faltar una parte. Si yo soy liberal, si yo soy maoísta… Yo soy un ser humano que trata de percibir lo más posible de un mundo que cambia instante a instante, y evidentemente, con una componente humanista, de tratar de defender de derechos, de estar a favor del débil por principio, porque está en mi propia naturaleza. A partir de ahí, defíneme como quieras, no me importa, eso es lo de menos.

¿Qué mas condiciones le poníais a Lucinda?

Que nosotros, en todo momento, teníamos que estar presentes en cómo se iba configurando el documental, porque es nuestra historia. Tener la última palabra antes de que todo estuviera hecho y comercializado; una visualización y, si hubiera algo que entendiéramos que tal, discutirlo, debatirlo. No queremos decirte cómo lo tienes que hacer tú. Hazlo. Pero ojo: puede ser que haya cosas que te demostremos que no se ajustan a la realidad, y eso lo queremos discutir contigo. «Sí, sí. Vale, vale».

«El documental de Lucinda Torre es lacrimógeno, y nuestra lucha no es lacrimógena. Nuestro lema era “Nun llores”. Se lloraba en casa, en secreto»

¿De qué manera incumplió, a vuestro juicio, esas condiciones?

Primero, ella hace su propia productora para tener un contrato con Televisión Española por noventa mil euros. Tiene hecho y vendido el documental antes de que nosotros podamos saber nada. Eso lo descubro un buen día, cuando digo: vamos a ver, Lucinda, el tiempo, tal, no sé qué, la financiación te va a llevar mucho tiempo… Ella ya se ve apretada y entonces cae. Me lleva a Madrid a verlo. Y la decepción es total. Yo le digo: «Mira, a cualquiera ajeno a nosotros que vea el documental le va a gustar. Y yo te recomendaría que, a la entrada, le dieras un paquete de kleenex a cada uno». Esa es la primera decepción: lacrimógeno a tope. Nuestra lucha no es lacrimógena. ¿Que lloramos? ¡Huh! ¡Todos! Pero las lágrimas que me caían, me las tragaba. Para salir y luchar. «Nun llores: llucha», decía la pegatina y la canción que sacó Dixebra. Me pones una película donde se llora la de Dios, cuando uno de los lemas era «nun llores, llucha». ¿Tú crees que un colectivo que hizo lo que hizo lo  hizo llorando? Lloraba en su casa, en secreto cada uno, joder, porque al día siguiente había que estar ahí: «¡Resistiremos, me cago en Dios!». Bueno. Asamblea. Ella quería que diera el visto bueno, junto con otro compañero, el que aparece en la foto aquella y lo acusan de dar la patada, que era de Felguera Melt. De alguna manera, quería que le diéramos el visto bueno. Pues no. Asamblea. Toda la asamblea reconoce que faltan, o no están bien tratadas, once cuestiones fundamentales. Yo propongo incluso que parte de mi tiempo se quite del documental, y se introduzcan esos otros aspectos. Pero no es posible, porque ya lo ha vendido, ya ha montado su productora para negociar con televisión. ¡Hubo gente a la que entrevistó y a la que censuró y no sacó! Gente que sabía mucho, y tenía conocimientos, desde el origen, de lo de Eurometals, por ejemplo; conocimientos muy profundos, de aspectos ajenos a los que yo podía conocer, que habían tenido por razones profesionales o de otra índole, por estar dentro. Ella censura eso. La traición es brutal. Pero en ese momento, el colectivo se divide. Una enseñanza más.

Unidos en la lucha, separados en su memoria.

Me decían que tenía razón, pero que era el documental de lo posible. ¡Un colectivo que había sido capaz de todo: de crear una realidad, de cambiar la historia! ¿Me vienes ahora con lo posible? Antes de los despidos, cuando venía la filialización, estábamos divididos: como te conté, no había manera de crear un comité intercentros. Los que estaban salvados no querían comité intercentros. Cuando viene la gran ofensiva, yo consigo que cada uno se guarde su carné. Pero con lo del documental me di cuenta de que, realmente, no éramos el colectivo del todos lo mismo. Lo habíamos sido, pero ya no lo éramos.

De todas maneras, con independencia de que el documental no os gustase, ¿por qué denunciarlo judicialmente? Al final, hay una libertad creativa, ¿no?, un derecho de Lucinda a contar la historia como a ella le parezca.

Yo lo denuncio porque tengo mi derecho a no estar ahí. Claro, yo no funcionaba con contratos escritos. Alguien me dijo que mi gran error fue no hacer un contrato por escrito con Lucinda. Le decía: «Estoy de acuerdo, pero escúchame: con la hija de un despedido… Mi palabra, la palabra de este colectivo, está por encima de cualquier documento escrito. Confié en ella y me traicionó. Y yo no quería estar ahí, y tenía mi derecho. ¿Sabes qué pasa? Ellos no nos perdonan lo que nos han hecho. No pueden permitir que haya una historia que cuente nuestra verdad; la verdad de que este colectivo consiguió lo que consiguió porque supo entender que esto es todo una cuestión de correlación de fuerzas, y que tuvimos una capacidad de movilización a unos niveles que ellos no podían soportar, y que dimos en la tecla, que supimos dónde estaba su punto débil, y les dimos ahí. Reconocer que lo intentaron todo de las maneras más perversas, que lo intentaron absolutamente todo y no pudieron con un colectivo que al final era una asamblea autogestionaria en la calle, y que luchó constantemente, y planteó las cuestiones claramente, y demostró que tenía razón, es tremendo, es intolerable para ellos. Lucinda hizo un documental que está hecho como por encargo del PSOE.

Lo fuera o no, me haces pensar, permíteme la pedantería, en Benjamin; en aquello de «tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando este venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer». La batalla continúa después de que termine la lucha propiamente dicha. Se lucha por la memoria, por el relato, y a veces se vence ahí lo que no se venció antes.

¿Tú crees que puede aparecer Trevín en el documental diciendo que él siempre estuvo con la negociación, con todo lo que te cuento? Trevín, bellaco como él solo, recibió en un momento dado un documento de la empresa, de la Duro Felguera, en aquel momento en el que estaba colapsando, por los problemas de mercado aquellos; una carta de la que tengo la fotocopia, diciéndole que tenían que tomar una serie de decisiones, pero que no se preocupase, porque no traicionarían los altos propósitos que se tenían encomendados, y en su momento verían la mejor forma de hacerlo. ¡Después aparece en el documental diciendo que siempre estuvo por la negociación, con la bandera de Asturias detrás, y la de España! ¡Acojonante! ¡Tres mil antidisturbios para que nos cosieran a palos, aprobándolo todo, y los altos propósitos que nos tenemos encomendados no los traicionaremos, y en su momento veremos de qué forma hacerlo! ¡Hombre, por favor! O Guillermo Vallina diciendo: «Nosotros seguimos un proceso de responsabilidad, de negociación, como sindicatos, pero los trabajadores han dictado su palabra y es lo que hay». La alocución se corta ahí en el documental, pero la alocución continúa, la tenemos grabada, y Guillermo Vallina, acto seguido, dice: «Pero volveríamos a hacer lo que hicimos». Tiene cosas de estas el documental flipantes. Hábilmente, sutilmente. ¡Lo de Eurometals, que es fundamental, porque es único para entender la historia, el momento de este país: pelotazos, corrupción política, urbanística, el intentar vulnerar totalmente el Estatuto del Trabajador, intentar minar la ley de libertad sindical: todo eso es único! El origen del expediente se calla. Se pone una frase por escrito en un momento determinado: «fueron la probeta del despido libre colectivo» o algo parecido. ¡Hostia, eso requiere una explicación potente! ¡Es el origen de todo! Yo, a quien vea el documental, no le voy a decir que desconozca la historia, pero desconoce los orígenes, la evolución, los porqués, la profundidad de todo esto, su razón de ser y por qué acaba así, y que acaba así por una correlación de fuerzas; por una correlación de fuerzas al límite. ¿Lo que hicimos fue legal? Seguramente no. Pero fue legítimo. ¿Te sientes orgulloso de todo lo que hiciste? No. Pero estaba obligado, forzado, y era legítimo.

«No me siento orgulloso de lo que me obligasteis a hacer». Es un pensamiento curioso.

No pediremos perdón por lo que nos han hecho. Quieren que pidamos perdón. Quisieron convertirnos, siendo las víctimas de todo este desmán, en culpables. ¿De qué, ho? Mira, te cuento una anécdota de cuando fuimos a Madrid, a encerrarnos en la sede de Comisiones. Cuando estamos en ese rifirrafe, entra Marcelino Camacho. «Hola, Marcelino». Entonces, Marcelino le dice a Agustín Moreno: «Hay que atender a los compañeros un poco mejor. Más y un poco mejor». Luego tira para el ascensor y sube. Y yo, antes de marchar, subo a verlo. Lo tenían en la última planta, poco más o menos que encerrado en un despacho. Sí: le hacían reconocimientos, homenajes… Pero allí estaba el paisano. Apartado. Me dio una cosa viendo aquello… Recordé una de las estrategias de la Duro Felguera. La Duro Felguera, si a un empleado lo quería castigar, pero no despedir, lo mandaba a un despacho en el que había una mesa, una silla y un teléfono. «Su misión es atender a este teléfono cuando llamen». Teléfono al que nunca llamaban. Lo mismo hicieron con Marcelino Camacho.

¿Qué tal con él? ¿Os apoyaba?

Con él, bien. Apoyaba. Evidentemente, hablamos de la situación del sindicato. Él dijo: «Aquí no hay nada que hacer». Date cuenta de que Marcelino Camacho había planteado, antes del ochenta y ocho, una huelga general, solo como Comisiones Obreras, que tuvo mucha pegada. El ochenta y ocho fue el canto del cisne de los sindicatos institucionalistas debidamente establecidos. Mira, yo ardo en deseos de que se haga algo que intenté hacer hace quince o veinte años y no pude: establecer, porque es el gran problema del momento, conexiones en casas de la cultura, en sindicatos, en asociaciones de vecinos; una relación directa entre generaciones extremas. La fractura generacional es un problema endémico. La historia de este país en los últimos cuarenta años no está escrita. La gente mayor puede trasladar su bagaje, sus experiencias, y que los jóvenes cuestionen, aporten. Mira, yo, en las asambleas de la Duro, proponía no votar. No votemos. Que la realidad se abra paso. Debatamos. Yo propongo, tú debates, no llegamos al entendimiento, yo marcho, pienso, tú marchas, piensas, se me ocurre otra cosa, de repente, completamente distinta, o un camino entre medias, llego al día siguiente, «oye, yo reflexioné, ¿tú?», esto tal, esto no sé qué.

Una cosa como de democracia ateniense. En el ágora no se votaba: se deliberaba y solo se terminaba cuando se conseguía la unanimidad.

Tenemos que trabajar así. El movimiento obrero tiene que trabajar así. No hay otra. Pero mira. En los setenta, los grandes sindicatos, Comisiones y UGT, me sacaron a la calle a pegarme de hostias con los grises. Me pegué con los de gris y con los de marrón. Me dieron hostias. Pero esos no me quisieron matar: quisieron matarme los de azul. Esos sí me quisieron dejar allí, en el sitio, de una paliza. ¿Qué pasó, entretanto, con los sindicatos? Decían «no queremos sindicatos verticales: queremos sindicat…». No terminaron de decir la frase y, antes de llegar los ochenta, ya estaba establecida una estructura vertical. Lo de la estructura horizontal era mentira. Lo vivimos y lo vimos. Yo, en algún momento, le dije a algún sindicalista: «Vas a negociar. Nos vas a traicionar. ¿Sabes por qué lo sé? Porque tú eres un sindicalista liberado de una empresa que ya cerró, luego eres un profesional del sindicalismo. Ya no tienes donde volver, y vas a defender con uñas y dientes esa liberación sindical». Nosotros vivimos cómo la asamblea empezó a ser eliminada, y vimos cómo la izquierda nos fue traicionando. Vimos al PSOE hacer reforma laboral tras reforma laboral, y ser el partido que más reformas laborales ha hecho. Hablan de Aznar, pero Aznar encontró la puerta abierta: no la tuvo ni que empujar. Siempre han sido las traiciones de los dirigentes de la izquierda las que más han perjudicado a los trabajadores. Ese proceso de deterioro de la participación, de la asamblea, ha ido configurando, en el paso del tiempo, una actitud de derrota por parte de un sinfín de trabajadores. De abandono. Se ha impedido la alternancia generacional: ahora ya hay cargos ocupados por familiares que los han heredado. Esa perpetuación en el poder generó que muchos jóvenes hayan tenido que emigrar, y ha conseguido también una cosa tremenda. Los jóvenes no participan, no solamente porque no quieran, o porque estén hasta arriba, sino porque se les ha anulado la memoria. Tú hablas ahora con jóvenes de treinta y algo de años y tienen vagos recuerdos, pero hablas con el de veintipico y no te entiende; no entiende lo que le estás diciendo. Ese joven sí que entiende a los nuevos mesías: Bill Gates, el de Tesla, porque esos, ¿qué hacen? Sabiendo que no tienes una formación integral del binomio mente-cuerpo, en valores, van al centro del cerebro, donde está el placer, y te facilitan una nueva tecnología que aparentemente te da un mundo maravilloso. Tendrás coches que no tengas que conducir, y tendrás el mejor software, y el mejor móvil, y tendrás el Metaverso, y en el Metaverso está todo permitido, y podrás delinquir: ya se está utilizando para delinquir incluso con niños. No consigues hablar con esos jóvenes y que te entiendan. Pero sí entienden a esos nuevos mesías, poderes transnacionales que se han preparado ya para lo que viene. La memoria es fundamental.

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