Mi abuela Lucía —a la otra nunca la llegué conocer— siempre tuvo una actitud serena ante la muerte. O al menos esa es la impresión que a mí me daba. Su padre había muerto cuando ella tenía ocho años y acababa de cumplir setenta y uno cuando falleció su madre. No mucho después, cuando a mi abuelo le dio una trombosis que le dejó paralizada la mitad del cuerpo, se quedó viuda. A los pocos días del entierro vino a visitarla Flora, una mujer que vivía en Faeo y, sentadas las dos en la cocina, muy cerca una de la otra, escuché cómo le decía a esta mujer, también viuda, que dios le había hecho mil bienes a su marido. Una semana antes de morir, mi abuelo se había querido dar el gusto de ir sacando él solo a picón todas las patatas que había sembradas en el Zreizaléu, y ninguno de nosotros se imaginaba a ese hombre que se pasaba horas trabajando en la tierra, encamado y dependiente de quien lo pudiera atender para el resto de su vida. “Mejor así”, decíamos todos cuando recordábamos el final de mi abuelo, parafraseando en cierta forma el sentir de mi abuela. Pero también estábamos de acuerdo en que, con 73 años, mi abuelo se había muerto relativamente joven.
Tengo la impresión de que todo siguió con cierta normalidad para quienes lo habíamos acompañado en sus últimos días, y aunque mi padre y mi tía Marisa lo habían llorado mucho el día del entierro, sobre todo mi tía Marisa, que era la hija más pequeña de los cuatro hermanos, no recuerdo que el pálpito de la vida fuera, a partir de entonces, muy diferente. Al menos, no lo fue para mí. Quizás porque solo tenía trece años y esas raíces profundas a las que uno se agarra para no caerse aún no me las habían arrancado. Se siguió yendo los domingos al mercáu de Grau a vender la cosecha, seguimos haciendo la matanza cada invierno, recogiendo la yerba por el verano, criando xatos, vendiendo leche, haciendo sidra, pañando castañas, haciendo dulce y envasando pimientos, se volvieron a semar patatas y fabas en la misma tierra del Zreizaléu, también maíz, y el mismo día del cabudañu de mi abuelo fuimos a las fiestas del pueblo. Las preocupaciones habían vuelto a ser cotidianas y familiares con cierta rapidez, y aunque el día a día se viviera en mi casa con aprensión y pesimismo —porque así somos— para todos los problemas hubo casi siempre alguna solución. Cuando las vacas enfermaron de brucelosis a finales de los setenta se vendieron, se saneó la cuadra y después de un tiempo se compraron más vacas. Si la cosecha no había resultado ser todo lo buena que se esperaba, porque no había llovido a tiempo, o había llovido demasiado y las plantas se pudrían, eso ya no significaba que fuéramos a pasar hambre porque mi padre tenía un sueldo de Ensidesa y mi abuela cobraba la pensión. Con austeridad, pero sin pasar necesidades, mi padre y mi madre consiguieron pagarnos las carreras a mi hermana y a mí, y nadie se enfermó durante esos muchos años que siguieron a la muerte de mi abuelo que no se curara. No voy a decir que fuéramos felices, porque la felicidad es siempre otra cosa, pero todas las piezas de la vida estaban en su sitio.
Lo estaban, por supuesto, para mí. La foto no se había movido apenas desde que había nacido y a pesar de mi empeño obsesivo en saber cuáles habían sido las historias de los que nunca llegué a conocer, eran cuentos que me aferraban a un linaje más hecho de palabras que de heridas. Las heridas, esas que se clavan a fondo sin que tengas la seguridad de que algún día llegarán a curarse, no habían llegado aún, aunque el día que cumplí once años y mi abuelo me dijo que su padre había fallecido cuando él tenía esa edad, sentí cómo el corazón se me encogía y me abrumaba el desconsuelo. A los doce años empecé a aterrorizarme ante la idea de que se muriera mi madre y, aunque rezaba para que eso no llegara a ocurrir, nunca pude deshacerme de un temor con el que he tenido que vivir siempre como si se tratara de una música de fondo.

Mi madre cumplió 80 años en septiembre y acaba de quedarse viuda. Y yo acabo de quedarme huérfana, sin brújula para seguir caminando por esos caminos que mi padre me enseñó a recorrer y sin un mapa que me asegure que la cotidianeidad va a restaurarse en algún momento a pesar del enorme hueco que se abrió ante nosotros con su partida. Por momentos siento que soy demasiado mayor como para creer que me voy a poder acostumbrar a este nuevo paisaje, en otros momentos deseo que sea él, mi padre, quien me venga a confortar. Me cuesta aceptar que ya no pueda pedirle que me siga cuidando, como los padres cuidan a los hijos, y trato de ahuyentar esa idea que insiste en recordarme que todas las conversaciones han quedado rotas. Tan grande es el escozor que eso me produce.
Escribo esto en el asiento 51L del avión de Iberia en el que he viajado con mi esposo desde Nueva York para poder enterrarlo. Aún tendremos que coger otro vuelo para llegar al aeropuerto de Santiago del Monte en Asturias y allí, por primera vez en los treinta años que llevo viviendo fuera, serán nuestras dos hijas las que nos recojan y no mi padre y mi madre. Ignoro cómo se podrá reparar esta sutura que acaba de abrirse, si es que eso llega a ocurrir, y dónde podré encontrar la conformidad que parecía tener mi abuela cuando alguien, especialmente alguien que había estado sufriendo mucho —como sufrió mi padre en sus últimas semanas— se moría.
Me pregunto ahora, de vuelta ya en mi casa en Washington Heights, si eso que tantas veces le oí decir a mi abuela sería cierto. Si lo sería, sobre todo, cuando murió su marido y cuando se enteró de que habían muerto las dos hermanas que vivían en Zaragoza, o si lo diría, igual que lo he repetido yo en estos días como una especie de mantra, para convencerse de que morirse era en realidad lo mejor y poder aceptar así lo que resulta inaceptable. Creo sinceramente que las palabras de mi abuela se correspondían con un sentimiento genuino, que no había ninguna opacidad en lo que decía, y que no entendía la necesidad de seguir viviendo si el padecimiento resultaba insufrible. También yo lo siento así, pero sentirlo no hace que el dolor se encoja y que el sosiego regrese al espíritu como quisiera. Aunque la vida siga y la cotidianeidad, vista desde afuera, continúe.
Cierto es que en estas sociedades atomizadas que nos ha tocado vivir, enfermamente aislados unos de otros, llegamos demasiado quebrados y desgajados a estas despedidas y cuando arañamos la tierra para agarrarnos a nuestras raíces encontramos el hueco que nosotros mismos hemos dejado al escapar de ella hace tiempo. Si arde más no lo sé, pero tengo la impresión de que encontrar un alivio duradero puede llegar a hacerse más difícil, y aunque no deseo otra vida más que la que me ha tocado, algunas veces lamento no haber podido heredar aquel lugar delante de la casa desde el que a mi abuela le gustaba mirar los entierros, comentando luego, según la gente que había ido, si había sido un buen entierro o no. Con la serenidad absoluta de quien entiende la muerte como parte de la vida.